Finalmente el líder indio fue vencido y salvajemente ejecutado, al igual que su esposa y todos sus familiares, en la plaza principal de la ciudad del Cusco, como castigo y escarnio para la población. Este infausto suceso ocurrió hace 237 años, el 18 de mayo de 1781.
Cuenta la historia que el caudillo fue atado a cuatro caballos que tiraron en distintas direcciones para arrancar cada uno de sus miembros. La fortaleza física del insurgente resistió la barbarie, pero finalmente fue ejecutado. La gloria de Túpac Amaru ha crecido en el Perú y el mundo con el tiempo. Lo han recordado los pueblos. Lo han estudiado los estrategas de la guerra, los historiadores, los analistas de la política. Y lo han admirado y cantado los poetas, entre ellos, con eximia brillantez, el peruano Alejandro Romualdo:
Querrán volarlo y no podrán volarlo./
Querrán romperlo y no podrán romperlo.
Querrán matarlo y no podrán matarlo/
Querrán descuartizarlo, triturarlo, mancharlo, pisotearlo, desalmarlo /
Querrán volarlo y no podrán volarlo./
Querrán romperlo y no podrán romperlo./
Querrán matarlo y no podrán matarlo…”
Es bueno recordar que el movimiento del 4 de noviembre de 1780 –en la aldea de Tinta, departamento del Cusco– no fue la primera acción campesina contra el yugo español. La resistencia data de antes.
Desde un inicio se expresó en el enfrentamiento de Calcuchímac –el guerrero inca aliado de Atahualpa y quemado vivo en la hoguera por los españoles durante la protesta alzada de Manco II– y también de la larga batalla de Túpac Amaru I, a fines del siglo XVI. Igualmente del accionar guerrero de Juan Santos Atahualpa, que remeció la sierra central peruana entre 1742 y 1756.
Cuenta la leyenda que ese caudillo indio logró tener bajo su dominio todo el valle del río Perené y combatió en los territorios de la selva central y la serranía peruana. Nunca fue capturado, ni abatido. Simplemente desapareció con el tiempo dejando en la mente de muchos la idea de que volvería, para ser millones.
De algún modo puede asegurarse que José Gabriel Condorcanqui –quien tomó el nombre legendario de Túpac Amaru, en su memoria– recogió esa herencia de lucha y la convirtió en un poderoso acicate movilizador que entusiasmó a decenas de miles de pobladores del Sur andino.
En su mejor momento, el cacique indio pudo haber conducido a su pueblo a la victoria. Los historiadores señalan que, de seguir el consejo de su valiente esposa Micaela Bastidas y dirigir sus huestes hacia la Ciudad del Cusco, la hubieran tomado con facilidad y afirmado allí un vigoroso proceso social que asomaba imbatible.
Hoy se afirma que, si la independencia de América se hubiese afianzado a partir del triunfo de la insurgencia túpac-amarista, distinto habría sido el escenario peruano, y diferente también la suerte de todo el continente. Por lo pronto, está claro que, de esa manera, la independencia del Perú se hubiera proclamado en el Cusco en 1780, y no en 1821, como resultado de la victoria de un ejército autóctono y la no consecuencia de las corrientes liberadoras procedentes del Sur del continente. Otro habría sido el destino del país.
La capital habría sido entonces la misma del imperio y el poder efectivo ejercido, no por una casta criolla, oportunista y logrera, sino por una fuerza indígena de singular valor. La huella del movimiento emancipador peruano se hubiera extendido entonces en América para complementarse luego con el accionar valeroso de San Martín y Bolívar.
El homenaje a Túpac Amaru comenzó a adquirir un sentido distinto en la medida en que se fue afirmando en la conciencia de los pueblos. Y eso ocurrió cuando la lucha social tomó fuerza, como idea nacional y sentimiento latinoamericanista alentado por las corrientes progresistas de nuestro continente.
En los años del proceso peruano liderado por Juan Velasco Alvarado, la figura de Túpac Amaru creció hasta ubicarse en la conciencia de multitudes. Sirvió como fuente de inspiración para la reforma agraria, pero también para la organización campesina. Además, inspiró una práctica de lucha ligada directamente a la defensa irrestricta de las poblaciones secularmente marginadas en nuestro país.
Bien puede afirmarse que la obra principal de ese gobierno y su política emancipadora fueron incentivadas por la imagen de Túpac Amaru, que creció en el tiempo y perfiló escenarios de lucha y objetivos de victoria. Hoy, en todo el continente se siente con calor el mensaje de este caudillo. Los procesos liberadores que se desarrollan en distintos países toman su bandera y la despliegan con firmeza y valor.
La independencia y la soberanía de los Estados, unidas a una genuina democracia, asoman como valores esenciales de nuestro tiempo. Las personalidades que antaño hicieron valer la historia –Túpac Amaru o Túpac Katari– brillan con luz propia y se expresan en el rechazo de los pueblos a los planes hegemónicos del imperio.
Si ayer fue España, hoy Estados Unidos constituye el poder que es indispensable abatir para dar paso a un nuevo curso de la historia. En ese esfuerzo anida la voluntad de todos los que hoy impulsan transformaciones profundas ligadas al destino de todos nosotros.
El futuro de América Latina tendrá que ver siempre con el ejemplo de este valeroso combatiente. Túpac Amaru y sus grandes ideales coronarán el esfuerzo de las nuevas generaciones. Cuando la clase dominante crea todo consumado, “gritando ¡libertad! sobre la tierra / ha de volver / ¡Y no podrán matarlo!”
Gustavo Espinosa M/Prensa Latina
*Profesor y periodista peruano.
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