“El Sur también existe”. Mario Benedetti improvisó la frase. Parafraseándolo, y en otro contexto, podríamos afirmar: Centroamérica también existe. Invisibilizada, olvidada, desatendida como pocas, en esa región se juega uno de los dramas humanos más desgarradores, profundos, de ribetes inimaginables; si bien se mantienen en el anonimato, no emergen a la superficie. “Pobreza la de África” y “violencia la del Medio Oriente”, podría decir alguno, sólo que en Centroamérica nos enfrentamos a una situación similar, peor aún a veces, aunque mucho menos conocida.
En la historia reciente, durante los caldeados años de la Guerra Fría, la región fue un encarnizado campo de batalla. Durante varias décadas, entre 1960 y 1990 del pasado siglo, algunos de sus países (Guatemala, Nicaragua, El Salvador) se convirtieron en un verdadero infierno, con guerras internas entre los movimientos guerrilleros y los ejércitos nacionales, con un saldo de 400 mil muertos.
Las naciones donde no se entabló el combate directo –como Honduras y Costa Rica– fueron base de operaciones de la contrarrevolución nicaragüense.
La guerra nuclear que nunca mantuvieron Estados Unidos y la Unión Soviética, se jugó –entre otros espacios– en los montes centroamericanos. Las víctimas, claro está, fueron centroamericanas.
En general se conoce poco o nada sobre la región. Incluso la población más progresista del mundo, las izquierdas políticas –o la gente de suyo más informada– lo ignoran casi todo. Por decirlo con un ejemplo concreto: medios alternativos progresistas, cuando se refieren a la realidad latinoamericana, de hecho no le prestan mayor atención a esta área.
Por ejemplo, ¿cuál es la capital de Honduras? Muchos lectores iberoamericanos seguramente no lo saben. Quizás la gran mayoría ignora si en la región hay premios Nobel o la ubicación geográfica de Copán, un sitio tan esplendoroso como la gran muralla china o el Partenón griego. Los propios latinoamericanos, cuando piensan en Latinoamérica, tienen presente a México y Suramérica, pero se saltan el istmo. América Central constituye sólo una referencia vaga.
En general, cuando se mira hacia América Latina, se tiende a una visión indigenista de esta zona del mundo; se piensa en sus selvas, en sus grandes zonas geográficas, inconmensurables cordilleras o llanuras; no falta, incluso cierta mirada como lugar “exótico”. Se puede asumir a la población negra como parte importante de su composición étnica, se tienen presentes las grandes civilizaciones prehispánicas como la de los incas o los aztecas, pero poco o nada se habla de América Central, que queda, más bien, en una nebulosa.
Si pensamos en pirámides, nos remontamos a las de Egipto, pero difícilmente consideramos las que se extienden por las regiones del istmo centroamericano (tanto o más monumentales que aquellas). Si consideramos los grandes avances científicos en la antigüedad, seguramente tendremos presentes los de milenarias civilizaciones como la china, la fenicia, la greco-romana. En todo caso, se podrá pensar en los incas, pero en general se ignora el rutilante avance de la astronomía maya –con un calendario más exacto que el actual gregoriano impuesto en todo el orbe– o sus matemáticas (son los inventores del cero).
Todo lo que se relaciona con esta región tiende a quedar invisibilizado. Sin restarle importancia a un genocidio como el holocausto judío, a manos de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, ¿quién habla del reciente holocausto del pueblo maya en Guatemala con 200 mil muertes y más de 600 aldeas incendiadas? En términos comparativos, tan monstruoso fue uno como el otro.
¿Cuántas películas se filmaron sobre las masacres de tierra arrasada, sufridas por los mayas durante las dictaduras militares de las décadas de 1970 y 1980? ¿Cuántas películas abordan las atrocidades de la contra en Nicaragua? ¿Y quién sabe –y se toma en serio– que la Corte Internacional de Justicia de La Haya falló a favor del gobierno nicaragüense en 1989 contra la administración estadounidense –por un monto de 17 mil millones de dólares– como indemnización por los daños de guerra inferidos por Washington (cifra que, dicho sea de paso, nunca se abonó)?
¿Se difunde, de la misma manera que la caída del muro de Berlín –o la guerra judío-palestina–, la forma en que se “inventó” el país Panamá? No, seguramente no; pero eso es parte de la historia del istmo, y en general no se habla de ello. (De hecho, para facilitar la apertura del canal, el gobierno estadounidense lo dibujó como país nuevo, en un cuarto de hotel, a través de su embajador en Colombia).
¿Hay películas que lo reflejen, como lo hacen con Auschwitz o Buchenwald? Sin duda, no. ¿Qué sabemos de Centroamérica, más allá de su condición de región paupérrima? Muy poco, o nada.
Con diferencias entre un país y otro –aunque con un denominador común–, la zona se comporta como una unidad; pero para quienes viven fuera de esta constituye un área bastante ignorada, como el África negra. Salvando las distancias, es un territorio difuso, cuyos países no se conocen con exactitud, de la cual existe una vaga idea de conjunto, siempre desde la perspectiva de pobreza: atraso comparativo, condiciones de vida en extremo difíciles; impunidad y corrupción de los Estados y dinámicas sociales de alta violencia.
Conforme con esta lógica, Centroamérica es, sin más, sinónimo de república bananera. No es infrecuente oír hablar, incluso, de “republiquetas”. ¿A algún país del Este europeo –pese a que comparativamente con Occidente también son pobres– alguien osa llamarle así? ¿Por qué a Costa Rica se la identifica como “la Suiza centroamericana” y, en cambio, no se califica a Suiza como “la Costa Rica europea”?
De alguna manera, Centroamérica funciona como un bloque. Además de los índices geográficos, existe una cantidad de elementos que le confieren cierta unidad económica, política, social y cultural. Los países que la conforman: Guatemala, Honduras, Nicaragua, El Salvador, Belice, Panamá y Costa Rica, con la excepción de este último, ostentan los índices de desarrollo humano más bajos del continente, junto con Haití –en las Antillas– una de las naciones más paupérrimas del mundo.
El área centroamericana es de una pobreza extrema. Si bien cuenta con numerosos recursos naturales, su historia la coloca en una situación de postración y atraso excepcionales. Básicamente es agro-exportadora, con pequeñas aristocracias vernáculas, herederas en muchos casos de los privilegios feudales derivados de la colonia que, durante siglos, ha manejado los países con criterio de latifundio.
Entrado ya el tercer milenio –tras las feroces guerras de las últimas décadas–, nada de ello ha cambiado, sustancialmente. Los productos primarios siguen siendo la base de su economía: café, azúcar, frutas tropicales, algodón, madera.
En los últimos años se dieron en Centroamérica tenues procesos de modernización, con la instalación en toda la zona de terminales industriales maquiladoras, aprovechando la mano de obra barata y poco o nada sindicalizada. Por lo general los capitales comprometidos son trasnacionales, sin que esta industria del ensamblaje constituya un verdadero factor de desarrollo a largo plazo.
En épocas recientes, con distintos niveles –pero, en general, con un común denominador en toda la región– se han ido incrementando los llamados negocios “sucios”: lavado de narco-dólares y tráfico de estupefacientes. De hecho hoy la zona es puente obligado de buena parte de la ruta de la droga que, proviniendo del Sur, se dirige hacia los Estados Unidos.
Esto ha dinamizado las economías locales, sin favorecer a las grandes masas, obviamente, permitiendo el surgimiento de nuevos actores económicos y políticos ligados a actividades ilícitas, toleradas por los respectivos Estados, y a veces con manejo de importantes sectores desde su interior, confundidos con las fuerzas armadas.
La población centroamericana es mayoritariamente rural. Prevalece un campesinado pobre que combina el trabajo en las grandes propiedades, dedicadas a la agroexportación, con economías primarias de autosubsistencia. La tenencia de la tierra se caracteriza por una marcada diferencia entre grandes propietarios –familias de estirpe aristocrática, en muchos casos con siglos de privilegios en su haber– y campesinos con pequeñas parcelas (de una o dos hectáreas, incluso menos) que con sus primitivas tecnologías apenas si consiguen cubrir deficitariamente sus necesidades.
En toda la región hay presencia de población indígena. En Guatemala, el país con mayor porcentaje de ésta, más de las dos terceras partes la constituyen los mayas. Es la nación latinoamericana con mayor presencia de etnias prehispánicas. En este caso particular, se crea una dinámica social racista, a partir de la cual los mayas son los grupos más excluidos y marginados, en términos económicos, políticos y sociales.
Similar fenómeno se reitera con las minorías indígenas a lo largo de toda Centroamérica. La presencia de población negra no registra un porcentaje alto, como ocurre en las islas del Caribe; fundamentalmente se asienta en la cuenca del mar de las Antillas. Los grupos indígenas y negros son los más pobres.
La migración interna desde el campo hacia las ciudades, agravada por las devastadoras guerras internas registradas en estas últimas décadas –que forzaron a sus pobladores a abandonar sus lugares de origen–, constituye un fuerte elemento en las dinámicas sociales de todas las repúblicas centroamericanas, cuyo resultado es el crecimiento desmedido y desorganizado de sus capitales. Un resultado inmediato es la alta proliferación de populosos barrios urbano-periféricos, carentes de servicios básicos, con poblaciones que sobreviven merced a economías subterráneas: comercio informal, niñez trabajadora, participación en actos delincuenciales.
En términos generales (Costa Rica es la excepción), la situación de las mujeres registra una notable desventaja con respecto a la masculina. Siguiendo pautas tradicionales, el número de embarazos es muy alto, con un promedio urbano de cuatro (y una alta tasa de mortalidad infantil), mucho más elevada en áreas rurales. Las tasas de analfabetismo, de por sí altas, se acentúan en el caso de las mujeres, cuya participación en la vida política es extremadamente escasa.
En tanto, la situación medioambiental en todo el istmo es preocupante: la falta de planificación a largo plazo trae aparejado consigo la rapiña de recursos naturales y Estados corruptos que toleran todo tipo de saqueo. La zona evidencia un marcado deterioro ecológico: pérdida de bosques tropicales, falta de agua potable, polución generalizada.
Si bien Latinoamérica es, desde inicios del siglo XX, una zona de influencia estadounidense, en el caso de América Central ello se torna aún más notorio. Sus presidentes –muchas veces meros operadores de la United Fruit Company, la empresa USAmericana que operó por décadas en la región–, llegan a extremos impensables con el beneplácito de la embajada estadunidense (llamada simplemente “la Embajada”, lo cual es más que palpable y sintomático en el panorama general).
Vale la pena recordar una anécdota trágica: el dictador Anastasio Somoza, último miembro de la familia de autócratas que gobernó a Nicaragua con mano de hierro durante 40 años, se preciaba de hablar mejor el inglés que el español.
El imperio del Norte, aunque reconocido por su papel de amo dominante, no deja de ser, a la par, foco de atracción de todas las poblaciones: tanto en lo concerniente a las clases altas para las cuales constituye un centro de referencia política y cultural– como para las masas empobrecidas, que lo ven una supuesta vía de “salvación” económica.
De hecho, el ingreso de divisas –a partir de las remesas mensuales enviadas por los familiares emigrados (mano de obra barata y no calificada en los Estados Unidos)– constituye para toda el área una de las principales fuentes de sobrevivencia (en algunos países, y dependiendo de circunstancias coyunturales, ocupan el primer lugar, como ocurre desde hace años en el caso de El Salvador).
En tal sentido, al devenir punto de referencia obligado en la lógica cotidiana y/o de largo plazo, el imperio del Norte se torna un elemento decisivo para entender la historia; la coyuntura actual y el futuro del istmo centroamericano.
Este es, sucintamente esbozado, el panorama de la región por la cual transitan hoy –tras décadas de dictadores– tragicómicos procesos de democratización, signados por infames corruptelas. Si bien, acallados los cañones de las guerras internas que la desgarraron en las últimas décadas del siglo XX –desde su nacimiento en 1821 como unidad autónoma (la Unión Centroamericana) y, desde antes –cuando era Capitanía General de Guatemala durante la colonia española–, la historia de las pobres y desiguales sociedades, rápidamente fragmentadas, ha sido una historia de saqueos, desencuentros y represión.
Saqueos de las potencias externas, desencuentros entre sus propias aristocracias que jamás pudieron –ni quisieron– alentar proyectos nacionales de integración regional; represión infamante de los sectores más postergados, a manos de dichas aristocracias y del imperio dominante de turno, la tipifican.
Países pobres, sin mayores recursos, poblados desde el inicio de la llegada de los conquistadores españoles por la peor ralea de la península ibérica –en la zona no había grandes recursos que explotar–; región desatendida, distintamente a lo ocurrido con otros virreinatos inundados de oro o plata, o más recientemente de petróleo; conquistada por presidiarios y nobleza menor del reino español, Centroamérica nunca remontó su postración inicial.
Hoy, ya entrado el siglo XXI, su condición sigue siendo la misma desde hace siglos: pobreza, atraso, dependencia. Ello explica su escasa o casi nula participación en la agenda mundial. ¿Cuándo es noticia? Sólo tras alguna catástrofe natural, por demás recurrentes. Terremotos, huracanes, erupciones volcánicas, todo ello se complementa con una pobreza crónica. ¿Cambiará esto? ¿Cuándo?
Las tierras de Rubén Darío, Miguel Ángel Asturias, Rigoberta Menchú, Augusto César Sandino, Roque Dalton, Manolo Gallardo, Carlos Guzmán Böckler; las tierras de grandes arquitectos y matemáticos como lo fueron los mayas –hoy día sufridas, castigadas, golpeadas por la vida– merecen algo más que su actual historia de “banana country”.
Como dicen los ancianos mayas: “están por venir tiempos mejores”. Ojalá no se equivoquen.
Marcelo Colussi*/Prensa Latina
*Politólogo, catedrático universitario e investigador social. Nacido en Argentina estudió psicología y filosofía en su país natal y actualmente reside en Guatemala. Escribe regularmente en medios electrónicos alternativos. Es autor de varias textos en el área de ciencias sociales y la literatura
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