Análisis

Honradez, uno de los tres valores del gobernante: Juárez

Publicado por
Álvaro Cepeda Neri *

Para gobernar a los pueblos son absolutamente indispensables la capacidad, la honradez y la actividad, señalaba Benito Juárez en el siglo XIX. Antes y después de este estadista, México ha vivido presidentes incapaces, corruptos… La mayoría ha dañado a la nación con su mal gobierno

Los constructores del Estado mexicano, como una estructura jurídica con sus contenidos o fines políticos modernos, fueron los hombres de la Constitución de 1857 y de ellos el núcleo que encabezó Juan Álvarez con la Revolución de Ayutla y el que estuvo al frente con la República Restaurada, Benito Juárez. Y de la naciente sociedad civil, el pueblo que participó y supo de la lucha de esa élite intelectual, política y patriótica que enarboló el liberalismo que implicaba la agenda histórica de ese movimiento.

El liberalismo mexicano hubo, primero, de liberar al país de la intervención francesa y liberar a la nación de los conservadores, quienes como una pinza intentaron apretar hasta asfixiar a quienes individual y colectivamente luchaban, con Juárez y con “aquellos hombres que parecían gigantes”, para imprimirle un viraje histórico a la sociedad, el gobierno y el Estado, y así salir del atraso que era caldo de cultivo para el pensamiento y la acción de la reacción mexicana. Esta peleaba a muerte por los privilegios de su clase, del clero político, de una religión, de un régimen monárquico preconstitucional y del sometimiento de los mexicanos a esa modalidad autocrática de gobierno. Juárez lo impidió.

En cambio los liberales combatían, en todos los frentes, por hacer “solidarias libertad e igualdad” como contenidos del imperio de la ley para ir instituyendo el gobierno de los hombres sometidos a la ley y así promover el tránsito de los mexicanos como súbditos al tríptico de individuos, personas y ciudadanos para ejercer su libertad constitucional a través de sus derechos políticos, económicos, culturales y sociales.

El liberalismo mexicano pugnaba por la transición del pueblo como simple masa al de su realización como el único factor de legitimidad de los poderes del Estado. Nadie como los liberales tenían tanta claridad sobre ello y Juárez sobre todo. Y es que Juárez era un hombre ilustrado y consciente de que México necesitaba abrir la educación y su expansión para que el máximo de mexicanos recibieran una formación acorde con los tiempos nacionales y mundiales de modernización. Y así, “en el otoño de 1867, Juárez, ansioso de reorganizar la educación pública sobre los principios de la ciencia y la aptitud del hombre para buscar la verdad, hizo que su ministro de Justicia e Instrucción Pública, Antonio Martínez de Castro, nombrara una comisión que emprendiera la tarea…Gabino Barreda era la personalidad más interesante del grupo y pronto se convertiría en la figura máxima de la educación en México” [2].

Y el postulado fundamental de esa educación pública fue la educación laica. Sin influencia de ninguna religión. Amparada, pues, por un Estado también laico, plural en las creencias y afianzado por el principio de la tolerancia religiosa. Todo esto fue posible porque los liberales triunfaron en dos frentes: “la victoria lo mismo en el terreno militar que en el ideológico” [3]. El segundo frente fue un triunfo indiscutible y lo “obtuvieron los civiles, el grupo de ideólogos más brillante, más tenaz y desinteresado que ha conocido México. Un tercer grupo, sin embargo, contribuyó a ambas victorias y su contribución resultó amplia y decisiva precisamente por poner en ellas la fuerza del número; fue el pueblo mexicano: como soldado, contribuyó al triunfo de las armas y como secuaz político, al de las ideas” [4].

Si los anteriores periodos de Juárez en la Presidencia de la República, de 1858 a 1867, fueron los del desempeño político, en cuanto parafraseando a DCV, los liberales con la guerra de Reforma le habían dado al país “las formas elementales de libertad política”, con su aplastante e indiscutible triunfo sobre la intervención afirmaron la independencia nacional.

No obstante las protestas y rebeliones de Tuxtepec y de La Noria [sobre las que se alzaba desafiante Porfirio, con la bandera anti reeleccionista que luego él mismo arrió ininterrumpidamente desde 1884 a 1911) y una oposición política, de 1867 a 1871, Juárez supo ejercer su función de jefe de gobierno en la administración pública que se detalla como apéndice de este trabajo, con solamente el índice documental del tomo 3 de La administración pública en la época de Juárez.

Legal y legítima, la penúltima reelección de Juárez –cuestionada por algunos liberales e impugnada por los resabios conservadores, como por levantamientos– fue consecuencia de una recompensa a sus servicios a la nación, para darle tiempo a la implantación de sus reformas. Nadie como el padre fundador de las libertades de prensa, Francisco Zarco [5], explicó el hecho:

“El pueblo mexicano, reeligiendo a Juárez, obra sin duda por un sentimiento de decoro y de dignidad, y se empeña en demostrar la impotencia de la intervención, rechaza las amenazas y las intrigas de la fuerza, elevando al poder al que en vano trataron de derrocar las bayonetas extranjeras… no solamente debe su reelección a este sentimiento que hace honor al pueblo, sino a la firmeza con que sostuvo la causa nacional, la constancia con que a ella se consagró y a la fe que tuvo siempre en la salvación de la patria. La reelección es, pues, la plena aprobación de su política extranjera, que consiste en la resolución de perecer antes que aceptar la Intervención. En la política interior no es menos importante la reelección… Ella importa la aprobación de los principales actos de gobierno de Juárez, y el más grave de todos ellos, el de haber prorrogado su mandato cuando expiró su término legal… La nación entera ha reconocido que los decretos del 8 de noviembre no fueron un golpe de Estado, sino un acto de imperiosa necesidad que cabía en las facultades omnímodas del ejecutivo” [6].

Nadie como Zarco, con su convicto y confeso liberalismo político y económico, patriota sin tacha, inteligencia poderosa e ilustrado como pocos en su época (acaso solamente Ignacio Ramírez, el Nigromante, puede hacer suyo el título de un sabio), juzgó con gran imparcialidad a Juárez. En otro texto, del 24 de abril de 1869, publicado en El Siglo Diez y Nueve, Zarco volvía a fijar su postura desde las trincheras de las libertades de prensa ejercidas a su máximo… Reconocemos también en la prensa el derecho de juzgar y censurar los actos y la vida pública del presidente, lo mismo que los de cualquier otro funcionario. Este juicio público de los actos del gobernante, tiene precisamente por objeto procurarle o alejarle la confianza pública”.

Párrafos más adelante, Zarco le replicaba a un opositor de la reacción, en ese momento ya converso al porfiriato: “Pasó ya el tiempo de los ídolos, y el pueblo, al elevar a Juárez al poder, ha tenido en cuenta sus antecedentes y ha depositado en él toda su confianza, sin creerlo por esto exento de faltas, de errores ni de debilidades; pero obligado a elegir hombres y no ángeles para la presidencia, escogió entre los primeros al que le pareció más digno, y a aquel cuyo nombre ha llegado a ser un timbre de honra para la República”.

Es Zarco, el combatiente contra Santa Anna y quien planteó la renuncia de Arista, quien hizo de la libertad de prensa el contrapoder, contrapoder contra el despotismo, contra el abuso del poder, quien nos dejó el testimonio más equilibrado sobre Juárez y su paso por el poder presidencial en tiempos de crisis y en tiempos de paz. “Bien puede atacarse la reelección de Juárez – escribió Zarco–, enumerando sus faltas, sus errores, sus debilidades; pero no hay motivo para decir… que Juárez eternizándose en el poder se ha corrompido; que Juárez, antes liberal y republicano, se ha vuelto déspota y arbitrario. ¿Dónde están las pruebas, los indicios siquiera de esa pretendida corrupción? No hay en el presidente de la República ni corrupción, ni despotismo, ni arbitrariedad. Combátase enhorabuena la idea de su reelección; pero no inventen en su contra cargos de todo punto infundados, ni se denigre a un hombre público, que según el artículo mismo de que nos venimos ocupando: era un día el hombre de México, en cuanto un hombre puede personificar a una nación”.

Y más adelante, el periodista de la Reforma, de la Constitución de 1857 (como que fue su cronista, uno de sus más brillantes diputados constituyentes y un periodista siempre combatiente), dice de Juárez: “Creemos, sí, que si la mayoría de los mexicanos han honrado a Juárez con la suprema magistratura, ha sido porque los honrosos antecedentes de este ciudadano, su patriotismo, su constancia y su fe en la independencia y en las instituciones, lo hicieron digno de la confianza del pueblo; y recordamos que la intervención y el imperio apellidaron juaristas a los leales defensores de la nacionalidad mexicana…Sin profesar la teoría de los hombres necesarios, nadie puede negar los méritos indisputables del actual presidente de la República; y cuando Juárez descienda del poder, aun cuando no está libre de faltas ni de errores, será seguido de la estima y del reconocimiento de sus conciudadanos”.

Hemos tenido, entre pillos, sinvergüenzas, corruptos y desnacionalizados (sin contar a los espurios Zuloaga, Robles y Miramón, y mucho menos un emperador austríaco): 62 presidentes. Ninguno, sin temor a equivocarnos, ha sido un Estadista, en todo lo que significa el concepto político, como Juárez. No ha tenido la nación a un conductor del Estado como el indio de Guelatao ni a esa generación que fueron sus iguales, pero actuaron comprendiendo que Juárez era el factor común de esa unión para reconstruir, continuando, el legado de Hidalgo y Morelos, que había sido devastado sobre todo por Santa Anna, después por los conservadores que lucharon al lado de los invasores y apoyando la monarquía espuria de Napoleón III y Maximiliano. Por eso es que Juárez sigue siendo nuestro punto de referencia histórica nacional y universal. Tirios y troyanos, al final, presumimos de Juárez para competir con los Estadistas universales que han conducido sus gestiones al liberalismo político, la democracia, el imperio de la ley, los derechos humanos y las libertades.

“Al primer año de la República Restaurada, Zarco enumeraba las siguientes conquistas, ninguna despreciable: se han restaurado las instituciones, maltrechas o suspensas por la Intervención; se han reorganizado los poderes públicos mediante el sufragio popular, y cada uno de ellos funciona dentro de su órbita propia, tal y como la define la ley; la acción gubernamental general se ha hecho más expedita; se recaudan contribuciones; hay un presupuesto equilibrado que permite cubrir con regularidad los gastos públicos… Zarco… encontraba que el año de 69 se iniciaba bajo favorables auspicios: la independencia nacional estaba firmemente asegurada; se había reconquistado la paz interior, transitoriamente perturbada; por algunos movimientos sediciosos menores; las instituciones públicas funcionan mejor, se ha reorganizado la administración y se inician grandes obras materiales”.

Los párrafos anteriores son de Daniel Cosío Villegas, de quien es necesario, indispensable, leer el tomo primero de su espléndida obra Historia moderna de México, que lleva por título La República Restaurada. La vida política. Por esas páginas está uno de los más sólidos análisis de la obra de Juárez quien “remató la obra de Hidalgo haciendo de México un país políticamente moderno”. Y de esa conquista y arsenal es que ha vivido nuestro país. Sobre los postulados de esa modernización es que la nación ha logrado sobrevivir, a la espera de otro Estadista que continúe el trabajo de Hidalgo y Juárez, mientras han pasado por la presidencia de la República más émulos de Santa Anna, Mariano Arista, Comonfort y Victoriano Huerta, que de Juan Álvarez y sobre todo de Juárez.

Ni necesario y menos providencial, pero Juárez, con perspectiva histórica, fue indispensable para ese lapso. No se trata de jugar con esa pregunta de “¿qué hubiera pasado si Juárez no hubiera irrumpido en el escenario 1857-1872?” Y con cuya cuestión han ensayado algunas respuestas nueve historiadores coordinados por Niall Ferguson 7), sobre varios acontecimientos universales, citando entre ellos el de Juárez, en el sentido de Juárez perdonándole la vida a Maximiliano (que, incluso, Víctor Hugo le solicitó, dicho sea de paso); y a su vez, recreado como hipótesis, en otro libro de D Snowman [8]. Lo único cierto es que Juárez, como individualidad singular, políticamente innovador, entra a la escena de nuestra historia nacional con proyección universal cuando la nación necesitaba a un estadista se atreviera a todo, sabiendo que nunca serán grandes su poder y su influjo si pone en riesgo su vida y su nombre. Juárez hizo lo uno y lo otro, al servicio de su causa que era la de la nación mexicana, para que “el terreno ganado por una generación” (la de Hidalgo y Morelos) no fuera a perderse en manos de los reaccionarios que, por cierto, querían llevar a la nación por los “cauces que conducen al desastre y la barbarie” [9].

Juárez impidió el desastre de la Intervención y la barbarie conservadora. Aquel nos quería llevar a un segundo coloniaje. La barbarie de la reacción pretendió una regresión histórica, no solamente imponiéndole a la nación un régimen monárquico de corte preconstitucional y, en última instancia, un sistema centralista, clerical, con una religión obligatoria y oficial; una educación y un Estado sometidos a una iglesia; intolerancia religiosa. Y eliminar toda característica laica de las instituciones públicas, para erigir un Estado Unitario y teocrático. El programa de la reacción era de barbarie (y aun ahora, cuando los ultraderechistas han llegado al poder presidencial, vuelven a presentarse los síntomas de esa regresión para tratar de desmantelar las conquistas vigentes que heredamos de la época de Juárez).

Para rastrear lo que significó Juárez frente a sus adversarios y enemigos, como ante quienes convivieron con él, nada como leer “las cartas redactadas o dictadas por Juárez, pues en ellas se advierte la vibración de su personalidad, en facetas que nos son generalmente desconocidas: se desborda la ternura al referirse a sus hijos; un tranquilo amor hacia la gran compañera de su vida, Margarita; vehemencia, al discutir problemas políticos; rigidez e inflexibilidad al ocuparse de los grandes problemas de la patria; dignidad y decoro cuando tiene que hablar como primer magistrado de la nación; drástico, por siempre justo frente a quien lo merece, aunque sea su amigo; obediente ante la ley, suprema deidad que respeta como un tabú; es cordial y amable con los amigos de su infancia y juventud; constante y firme con sus viejas amistades. Se define como una personalidad vigorosa y sensible a diversos estímulos; diferente, por lo tanto, a la figura impasible, hierática, que nos hemos acostumbrado a concebir” [10].

No se trata de ocultar ni pasar de largo ante lo que sus adversarios y críticos señalaron como errores políticos de Juárez. Pero el balance arroja un saldo favorable con creces para el desempeño político de quien fue el Estratega de la República y con los soldados, el pueblo que lo siguió y los liberales que mantuvieron la unión (no la unidad, concepto autocrático que hace depender todo de una persona), pusieron las condiciones militares para el Waterloo mexicano a Maximiliano y “Napoleón el pequeño”. Y así aplastaron la intentona antirrepublicana francesa, lo que afianzó las ideas y la práctica republicanas en México y Estados Unidos. El plan del pequeño Bonaparte era apoderarse de nuestro país y desde aquí buscar la manera de intervenir a la también, por unos años más, naciente democracia liberal estadounidense. “El campo de batalla era México: el villano Napoleón III, emperador de los franceses, el figurón, Maximiliano, emperador de México (sic), impresionante, pero simulador y totalmente incompetente. Dos jefes de Estados americanos, inspiradores y perseverantes: Benito Juárez de México y Abraham Lincoln de los Estados Unidos; y, como valientes defensores de las repúblicas americanas destacaron dos genios de la diplomacia: Matías Romero, ministro mexicano en los Estados Unidos y William H Seward, secretario de Estado” [11].

Juárez, en el timón de la nave estatal, utilizando la metáfora de Bodino, con la ayuda de los pasajeros echando una mano, “quien a las velas, quien a las jarcias, quien al ancla” [12], fue capaz de conducir a la nación a una victoria que permanecerá, más allá de lo meramente histórico, como la gran hazaña de toda una generación al derrotar al segundo imperio francés y librar al Continente Americano del régimen monárquico antiliberal, antidemocrático y antirrepublicano. Esto a pesar de los reaccionarios y sus complicidades clericales y conservadoras, contribuyeron con la invasión para traicionar a la patria. Estos fueron “los enemigos que aguardaban en tierra firme, complaciéndose por el naufragio de nuestra república y prestos para acudir al botín” [13]. Juárez provocó el naufragio de unos y otros y así “cuando Napoleón Bonaparte perdió ejército e Imperio en Waterloo, quedó acuñado un nuevo sinónimo de la palabra catástrofe. Medio siglo más tarde, un Waterloo americano se precipitaba sobre otro Bonaparte, Napoleón III” [13].

Pero antes Juárez rechazó, una a una, las múltiples ofertas, tentaciones políticas y hasta los constantes ultimátum para que renunciara a la Presidencia de la República. En el colmo de las estupideces de Maximiliano y sus secuaces conservadores, le ofrecían un cargo en el Imperio. Ninguna siquiera la dio por recibida para cuando menos pensarla. No aceptó tampoco condición alguna. Sus respuestas fueron siempre tajantes contra los usurpadores y rechazadas sin la menor concesión. Es más, Juárez sostuvo que los principales cabecillas, extranjeros y nativos, que propiciaron el proyecto imperial y coadyuvaron a la Intervención, recibirían la máxima sanción. El fusilamiento de Maximiliano, Miramón y Mejía han sido, entonces y después, motivo de duras censuras a Juárez. Pero fue el precio político y legal contra quienes en ningún momento, salvo cuando ya sabían que estaban perdidos y derrotados, dejaron de perseguir a Juárez y combatir a las fuerzas republicanas. El mismo Miramón, cuando Juárez se le escapó, dejó entrever que no había para él y los reaccionarios más que “la razón de Estado” y hubiera ejecutado a Juárez. Maximiliano y los dos generales mexicanos eran los golpistas, dispuestos a echar mano “del complejo de postulados políticos favorables al príncipe y sus secuaces” [14].

Para enfrentar, adentro del país, la Intervención y la insurrección conservadora, Juárez tuvo que hacer uso de las facultades extraordinarias que le había otorgado el Congreso. Prolongó su ejercicio presidencial. González Ortega no garantizaba ganar las elecciones y menos mantener la defensa de la patria. Carecía de las virtudes políticas de Juárez y de su capacidad de estratega para reunir en torno suyo la mayor unión nacional y la lealtad de los mejores hombres que sirvieron al país y al Estado, sabiendo que había un hombre comprometido con el deber del Estadista para con la causa de consolidar la independencia y soberanía políticas. Juárez sabía gobernar, administrar, dirigir, convencer y conocía la naturaleza humana, con sus miserias y grandezas. Del lado de los reaccionarios estuvieron las miserias. Los liberales y la nación ejercieron las grandezas y fueron los combatientes por los ideales republicanos del sufragio popular, el federalismo, la rendición de cuentas…“Ha sido siempre mi ardiente deseo restablecer el imperio de la ley… Como gobernante de un pueblo libre bajo el sistema republicano, representativo, popular, federal, no debo ocultar mis operaciones oficiales. Debo dar cuenta a los representantes del pueblo de los actos de mi gobierno, para que conociéndose hasta qué punto he correspondido bien o mal a la confianza ilimitada que en mí depositó el cuerpo legislativo, pueda aprobarse o reprobarse mi conducta”.

Las cuentas entregadas a la nación por Juárez fueron su acrisolada honradez, el cumplimiento de sus obligaciones sin esperar ningún premio, su entrega con todos los riesgos a rescatar las instituciones de nuestra entonces elemental República, el acatamiento de la Constitución de 1857; la preservación, pues, del Estado laico con todas las consecuencias que eso significaba para construir una moral pública de sometimiento a las leyes… “Mi primer cuidado fue organizar la administración pública, nombrando a los funcionarios legítimos que se encargasen de cumplir y hacer cumplir las leyes, único medio eficaz de restablecer la moralidad en todas las clases de la sociedad”. Fue Juárez el primero que postuló la liberación de la mujer mexicana… “Formar a la mujer con todas las recomendaciones que exige su necesaria y elevada misión, es formar el germen fecundo de regeneración, mejora social. Por eso es que su educación jamás debe descuidarse”.

En el resumen de las doctrinas gubernativas de Juárez [15] aparece la síntesis de su pensamiento por él mismo escrita: “Gobernar a los pueblos, son absolutamente indispensables: la capacidad, la honradez y la actividad” (el subrayado es mío). Hemos tenido, antes y después de Juárez, presidentes del montón, que no han podido no ya cruzar el umbral de la historia nacional, sino ni siquiera su propia biografía: unos han sido incapaces; otros corruptos; la mayoría ha dañado a la nación con su mal gobierno. Otros se la han pasado en la inactividad. Poquísimos han dejado algún rendimiento, nada excepcional. Todos, casi, han demandado reconocimiento a lo que no fue más que el cumplimiento de sus obligaciones y jamás nos han dado un favor como llegan a creer. Ninguno, eso sí, como Juárez quien es el antes y el después de nuestra historia que registra más émulos de Santa Anna, porfiritos sexenales y hasta más de dos Victorianos Huerta, que se han hecho del poder presidencial para utilizarlo como medio para sus fines personales o para ingresar como parte de los presidentes del montón.

Juárez cumplió, lo más apegado a sus facultades extraordinarias y con el mayor apego de su conducta a la legalidad del orden constitucional vigente: “Yo no soy jefe de un partido, soy el representante legal de la nación; desde el momento que rompa yo la legalidad, se acabaron mis poderes, terminó mi misión. Ni puedo, ni quiero, ni debo hacer transacción alguna; porque desde el momento en que la hiciese, me desconocerían mis comitentes; porque he jurado sostener la Constitución y porque sostengo con plena conciencia la opinión pública. Si ésta se me manifestara en otro sentido, seré el primero en acatar sus resoluciones soberanas”.

En el asunto de la opinión pública, el ya gobierno de Juárez, ratificado electoral y constitucionalmente al triunfo de la República y una vez abrogada la autocrática Ley de imprenta de Santa Anna o “ley Lares” del 25 de abril de 1853, por los nuevos Artículos 6 y 7 de la Constitución de 1857 que implantaron las modernas libertades de prensa, se dispuso a poner en vigor la disposición reglamentaria de esos artículos, expedida por el Congreso de la Unión, con el título de: Ley Orgánica de la Libertad de Prensa. Con esta se daba vuelta a la página tenebrosa de la “ley Lares” que estableció una serie de excesivas limitaciones, severas sanciones, como la clausura de los periódicos, y sobre todo: la censura previa [16].

El Congreso Constituyente (convocado el 17 de octubre de 1855 y que abrió sus sesiones el 18 de febrero de 1856 y cuyo proyecto terminado se presentó el 16 de junio de 1856) finalmente anunció el 5 de febrero de 1857 que la nueva Constitución entraba en vigor para normar la conducta de gobernados y gobernantes. El decreto para su “debido cumplimiento” se expidió el 12 del mismo febrero y año de 1857. Nada como las obras de Francisco Zarco, para tomar conciencia de la hazaña jurídica y sus contenidos o fines que estructuraron al Estado mexicano como un orden normativo de derecho positivo y escrito, en réplica al falso derecho natural que pregonaban los conservadores; nada, pues como de Zarco: Historia del Congreso Constituyente (1856-1857); Crónicas del Congreso Constituyente y las Actas oficiales del Congreso Constituyente (publicadas por El Colegio de México). Y claro, las Obras completas de Zarco, en 20 volúmenes (editadas por el Centro de Investigación Jorge L Tamayo, México, 1995).

Esa bibliografía mínima sobre el segundo gran momento de la Revolución de Ayutla (ésta y el Plan del mismo nombre con Juan Álvarez, son el primero). En ellos está, también, la participación del pensamiento de Juárez y en esa documentación, siguiendo la enseñanza del historiador en el sentido de que hay que “basar la construcción histórica en fuentes estrictamente contemporáneas” [17], deben rastrearse el punto de partida del Juárez que ratifica su aprendizaje en el imperio de la ley, el liberalismo político, su republicanismo y su férreo, intransigente, patriotismo. Si de Oaxaca venía ya con una formación a toda prueba en esos lineamientos de la ilustración universal… “Las ideas del siglo habían comenzado a hacerse oír en el Seminario” y luego en el Instituto de Ciencias y Artes”, con su participación desde Ayutla fue madurando conforme a lo que fue siempre en él, en los términos weberianos: un inmenso e intenso trabajo de autoeducación política, para colaborar en la educación política de la nación. Así fue que Juárez adquirió la “madurez política, o sea de su nivel de conciencia y de su capacidad para plantear los intereses permanentes de potencia, económicos y políticos, de la nación, más allá y por encima de toda consideración” [18].

Resulta que cuando Juárez, a fines de 1829, abandonaba el Seminario, en el que estuvo a falta de otra opción para estudiar, para inscribirse en el bachillerato de derecho en el citado Instituto, trabó amistad con Miguel Méndez, quien “producía asombro por su talento y aprovechamiento (como por su información)” y quien ya conocía las doctrinas liberales, alentando a todo el grupo de próximos abogados a intervenir en la lucha política del estado y del país. Fue una amistad que contribuyó para que Juárez se afianzara en su pensamiento moderno y progresista. El 13 de enero de 1834 Juárez recibe el título de abogado. Para lograr su graduación, hubo de presentar sus exámenes el 30 de julio de 1829, donde expuso y defendió que “los poderes constitucionales no deben mezclarse en sus funciones; debe haber una fuerza que mantenga la independencia y el equilibrio de los poderes; esta fuerza debe residir en el tribunal de la opinión pública”. Y el 12 de agosto de 1830, sostuvo otras dos tesis: “La elección directa es más conveniente en un sistema republicano y las elecciones se hacen tanto más necesarias, cuanto más ilustración haya en el pueblo” [19].

No quitaba Juárez el dedo del renglón democrático: someterse a la opinión pública, como tribunal político de última instancia. Eso lo hizo comprender más la función del Congreso, el proceso electoral (entonces indirecto); el papel de los representantes en los órganos del Estado y, sin lugar a dudas, el ejercicio de las libertades por los ciudadanos (“…a nadie, decía, se ha molestado en el pleno goce de su libertad”) y la libertad de prensa como conquista de la nación, en cuanto sociedad civil constituida individual y colectivamente por el pueblo triunfante en su constante tarea de liberalización.

Con todo, la nueva libertad jurídica de manifestación de las ideas y la de escribir y publicar escritos sobre cualquier materia sin previa censura, fue considerada, con justas razones y fundados argumentos, por Ignacio Ramírez, Guillermo Prieto y Zarco, entre otros liberales que exigían la máxima libertad de prensa y mínimas e incluso ninguna sanción ni penal ni civil a “los excesos de la prensa. En memorable y actual, impecable e implacable razonamiento, Zarco escribió el 14 de enero de 1868, un mes antes de que entrara en vigor la ley orgánica de libertad de imprenta:

 “Los principios verdaderamente progresistas, eran para el gobierno de entonces y para muchos liberales, peligrosas utopías. La prensa, libre de toda traba, les parecía un ariete contra la sociedad, un riesgo para las instituciones, un arma terrible contra la paz pública, contra la moral y contra la familia. La doctrina de que no habiendo delitos de opinión, no hay delitos de imprenta; y de que para los excesos de la prensa no hay más correctivo que el de la misma prensa, causaba escándalo y se calificaba de verdadera locura.”

Y en un párrafo anterior, Francisco Zarco puntualizaba, refiriéndose a la ley reglamentaria de los artículos 6 y 7 de la Constitución de 1857:

 “Liberales como son estas prevenciones constitucionales, más liberales sin duda que las de todas las constituciones anteriores a la de 1857, tienen todavía mucho de restrictivo, y lo peor es, que las restricciones son demasiado vagas y por lo mismo puede dárseles una latitud contraria a la libertad. Al establecimiento de estas restricciones se opuso la minoría progresista que en el Congreso Constituyente defendió la abolición de la pena capital, la libertad de cultos y el juicio por jurados” [20].

La revisión de las principales medidas de Juárez como jefe de gobierno (la Presidencia mexicana reúne en un individuo la de jefe de Estado y jefe de gobierno), muestran a un gobernante que no ha sido siquiera igualado por quienes le siguieron y superó con creces a sus antecesores. Sobre todo en eficacia administrativa, honradez en el manejo de los dineros de la hacienda pública, la organización del poder Judicial, el restablecimiento de los poderes de los Estados y los municipales. El apego a la legalidad y su constancia en legitimarse por vía electoral. Y su patriotismo fue intachable. Los reaccionarios y conservadores, de ayer y de hoy, no aceptan las conquistas del Estado laico, la libertad de creencias, la educación laica y gratuita. Nunca estuvo Juárez al margen de las críticas, de sus propios correligionarios, de sus adversarios y sus enemigos. Su tratamiento del problema indígena (“lo que no vio Juárez”, escribió Narciso Bassols), es una de las dos o tres críticas que no deben pasarse por alto y menos tratar de justificar no obstante que lo hizo para sacarlos del atraso con una modernización sin atender las aristas de los pueblos indígenas.

Con todo y eso Juárez, el hombre de Estado, de un Estado liberal en lo político e inaugurando un liberalismo económico del capitalismo racional (y no del “capitalismo prerracionalista conocido en el mundo desde hace cuatro milenios y, en particular, del capitalismo de aventureros y de rapiña enraizado sobre todo como tal en la política”) y que los actuales “neoliberales” han cambiado por el capitalismo salvaje, masivamente empobrecedor, nacido “bajo la sentencia thatcheriana: there is no alternative. No hay ninguna alternativa a la privatización, al reino de los mercados financieros y de las empresas transnacionales, a la disminución de los poderes del Estado y al incremento sin precedentes de las desigualdades y de la precariedad, en los países llamados ricos y aún más masivamente en el Sur. No hay alternativa alguna al ajuste estructural, esa mezcla económica-teológica, una sola y misma doctrina que mata” [21].

Por ello podemos concluir que, “sirviéndonos de una imagen fantástica, si después de milenios pudiésemos salir de la tumba, en presencia de las generaciones futuras, buscaríamos huellas remotas de nuestra generación”, escribió el clásico de la sociología Max Weber. Las huellas de la época que vivió Juárez, a través de las conquistas de su Generación y la nación republicana, están en la actual Constitución Política (que reformó a la de 1857, si atendemos a su expedición [22] y que están en la mira de los nuevos reaccionarios ultraderechistas, neoliberales y serviles del fondomonetarismo para introducirle a la Ley Fundamental contrarreformas antiliberales y para desmantelar al Estado de todos los principios juaristas: tolerancia religiosa, enseñanza laica, separación del Estado y las iglesias y demás postulados esbozados en este examen biográfico del estadista Benito Juárez.

[1] Randolph Starn, Metamorfosis de una nación. Los historiadores y la crisis (ensayo del libro El concepto de crisis, Ediciones Magápolis, Argentina 1979.

[2] Walter V Scholes, Política mexicana durante el régimen de Juárez, 1855-1872, FCE.

[3] Daniel Cosío Villegas, Historia moderna de México, Editorial Hermes, México, 1959.

[4] Ídem.

[5] Francisco Zarco, Obras completas, Centro de Investigación Científica Jorge L Tamayo, AC, México, 1993.

[6] Ídem.

[7] Niall Ferguson y otros autores, Historia virtual. ¿Qué hubiera pasado si…?, Editorial Taurus, España, 1998.

[8] D Snowman, editor, “If Had Been…Ten Historical Fantasies”, Londres, Inglaterra, 1979.

[9] Herbert A L Fisher, Historia de Europa, Editorial Sudamericana, Argentina, 1946.

[10] Jorge L Tamayo, Epistolario de Juárez, Ediciones políticas. Editorial de

 Ciencias Sociales, La Habana, Cuba, 1984.

[11] Alfred Jackson Hanna y Kathryn Abbey Hanna, Napoleón III y México, Fondo de Cultura Económica, México, 1973.

[12] Jean Bodino, Los seis libros de la república, Aguilar Ediciones, España, 1973.

[13] Ídem

[14] Hans Kelsen, La ragione si Stato de Maquiavelo (en su libro: Teoría general del Estado, Editorial Labor, España, 1934.

[15] Angel Pola, Notas a Juárez, gobernador de Oaxaca, en el libro Benito Juárez. Exposiciones. Cómo se gobierna, publicado por la imprenta de F Vázquez, Calle Tacuba número 25, México, 1902, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, México, 1987.

[16] Florence Toussaint Alcaraz, Teodosio Lares, ensayo con introducción y compilación, Edición Cámara de Senadores, México, 1987.

[17] Lepold von Ranke, Pueblos y estados en la historia moderna, Fondo de Cultura Económica, México, 1948.

[18] Max Weber, Escritos políticos, Folios Ediciones, México, 1982.

[19] Anastasio Zerecero, op cit.

[20] Francisco Zarco, Obras completas, tomo XV.

[21] Susan George y Martin Wolf, La globalización liberal, Editorial Anagrama, Barcelona, 2002.

[22] Felipe Tena Ramírez, Leyes fundamentales de México: 1808-2000, Editorial Porrúa, México, 2000.

Álvaro Cepeda Neri/Cuarta y última parte

[ANÁLISIS HISTÓRICO]

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