Los espacios fronterizos son, por su propia definición y construcción, espacios de continuidad y de conflicto. Continuidad porque lo que está del otro lado de la imaginaria línea fronteriza es continuidad en múltiples formas, a veces hasta con mayor afinidad que con otras regiones del mismo país. La conflictividad emana de su propia definición como límite del Estado-Nación, lo que permite que estos territorios fronterizos sean objeto de frecuente disputa, entre el país a quien pertenecen, y el resto de poderes con intereses sobre los mismos.
Esto es especialmente representativo de la frontera sur de México, y muy particularmente de la Península de Yucatán: un territorio geoestratégico por su posición, rico en biodiversidad y recursos naturales, que ha sido, y sigue siendo, pretendido y disputado por numerosos y distintos intereses (desde colonizadores españoles, piratas europeos, viejos y nuevos imperialismos y otros múltiples agentes foráneos). En esa disputa histórica, el factor (muchas veces también conflictivo) de la movilidad humana siempre ha estado presente.
Hoy día, en el territorio que va desde el Istmo de Tehuantepec (la línea que conecta a Coatzacoalcos, Veracruz, con Salina Cruz, Oaxaca) hacia el sur hasta la línea fronteriza (y de ahí hacia Centroamérica), se desarrollan una serie de acciones, políticas y discursos que van mucho más allá de lo aparente, y que es necesario tratar de analizar y comprender en su conjunto. La coyuntura, más en este caso por su complejidad, nos impide percatarnos de la estructura.
Desde mediados de 2018, el Tren Maya es el proyecto icónico de la “cuarta transformación”: desarrollo turístico sin impacto ambiental, beneficios para las comunidades originarias, nuevas comunidades verdes y sostenibles. Al ser un proyecto que aún no tiene proyecto ejecutivo, gran parte de las noticias e informaciones al respecto se producen en ámbitos informales, declaraciones de prensa, y presentaciones habitualmente sesgadas y superficiales. Sin embargo, el paso del tiempo y la multiplicación de dudas y resistencias han complejizado aquel simple ideario: progresivamente se ha incorporado y destacado su función para el traslado de comunidades locales, a precio diferenciado y subvencionado gracias al traslado de mercancías y combustibles; la reforestación de los árboles que sean dañados, justificado por su hipotético mayor beneficio social; se plantean novedosos mecanismos de participación, integración y financiación para las comunidades, como los Fibras (Fideicomisos para la Inversión en Bienes Raíces); así como innovaciones técnicas y tecnológicas del más alto nivel (seguimiento y control mediante satélites y drones, sistemas biométricos de acceso, construcción de teleféricos y trenes de hidrógeno…). A cada cuestionamiento al proyecto parece seguirle una justificación ad hoc y adecuada para que el ritmo del proyecto no decaiga y siga en boca de todos.
Pero lo que me interesa destacar va mucho más allá del Tren, que es, desde mi punto de vista, el árbol que impide ver el bosque.
En primer lugar, porque el proyecto del Tren Maya no es sólo un tren, ni es sólo Maya. De hecho, es una pequeña parte de un proyecto mucho más ambicioso, que en palabras del Fondo Nacional de Fomento al Turismo (Fonatur) “pretende cambiarle el rostro a la Península de Yucatán por los próximos 100 años”. Se trata de un “proyecto de reordenamiento territorial”, del cual el Tren es, siguiendo esta analogía, tan sólo el medio de transporte. En este proyecto integral (que en gran parte embona con la propuesta de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe –Cepal– de un Programa Integral de Desarrollo del Sur de México y Centroamérica), el componente migratorio es axial pues se trata de “evitar la migración, que la gente pueda quedarse en su lugar”, y sobre todo evitar que llegue a Estados Unidos; y en estos días más que nunca constatamos su relevancia en la renegociación de tratados, el establecimiento de alianzas, e incluso, la amenaza con guerras comerciales y arancelarias. Este proyecto (y sólo considero hasta el momento sus alcances “del lado mexicano”) se conformaría, además del Tren Maya, al menos por:
-El Proyecto Sembrando Vida, que ya se extiende por la región y sobre el que existen interesantes trabajos que rescatan su sentido y detalles: sin embargo, hasta ahora apenas se han planteado los aspectos más preocupantes, como la participación de viveros de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) y la Guardia Nacional para la siembra inicial y distribución de plantines de árboles a reforestar, y su localización próxima a territorios históricamente en resistencia (en Ocosingo, Copalar, Comitán o Chicomuselo, alrededor de los recursos de la Selva Lacandona y presionando a las comunidades zapatistas residentes).
–El Corredor Transístmico: para unir los puertos y nodos comerciales de Coatzacoalcos, Veracruz, con Salina Cruz, Oaxaca, se plantea la construcción de un tren, carreteras, líneas de fibra óptica… Esta propuesta es también parte de un viejo sueño imperialista de tener una alternativa al Canal de Panamá más cerca del territorio de Estados Unidos. Varias veces fracasó, pero vuelve a resurgir con fuerza.
–Las Zonas Económicas Especiales (ZEE): pese a que se declaró la cancelación de este proyecto icónico del sexenio de Peña Nieto, no queda claro el alcance de la misma. Frente a las ZEE que existen/existían en la Frontera Sur (Coatzacoalcos, Salina Cruz, Puerto Chiapas, Puerto Progreso, Campeche, cada una con una especialización productivo/comercial específica), existen indicios que apuntan a que su eliminación supondrá de facto una ampliación de sus particulares “fronteras” y su integración en una gran zona económica, también llamada sugerentemente “zona libre” en clara identificación con la existente en el norte del país. Estas continuidades parecen indicar una construcción de la región como nueva “zona maquilera global” (sugerentemente bautizada como “zona de prosperidad”).
-La proliferación de proyectos vinculados a la llamada “economía verde”: energéticos, ecoturísticos, producción orgánica, captura de carbono. Esta orientación no es por sí misma negativa, pero resulta especialmente contradictoria cuando se contrasta con la generalización expansión del acaparamiento de tierras para el cultivo extensivo de “semillas mixtas” (transgénicas disfrazadas), y la utilización intensiva de recursos naturales escasos (como el agua), o de agroquímicos y pesticidas (menonitas), así como la expansión de las talas clandestinas (llevadas a cabo por personas de origen chino, ruso, portugués…).
Por tanto, y como punto de arranque, resulta fundamental confrontar la “imagen idílica” que plantea el mapa oficial del Tren Maya… con la complejidad subyacente que no se muestra, y hasta cierto punto aún no está (físicamente) pero cuyos efectos y articulaciones pueden empezar a entretejerse…
El trasfondo de esta complejidad, de las contradicciones entre discursos y prácticas, de la interconexión entre tan diferentes proyectos y aproximaciones, es lo que yo considero un proyecto de reordenamiento fronterizo, que aspira a crear con una parte del territorio mexicano (y otros territorios regionales al sur), un nuevo espacio global, en el cual el orden y gestión del territorio dejan de ser propiedad soberana del Estado para ponerse a disposición del capital extranjero, de las mejores prácticas, de los proyectos por el desarrollo verde y sustentable. Lo que muestran estos proyectos articulados, sus previsibles responsables, las ideas de los discursos oficiales e informales, es que hoy día, en la Península y la Frontera Sur, el “problema” de las migraciones regionales (que es un “problema” tan sólo para Estados Unidos) sirve como justificación y pretexto para un nuevo intento de controlar e integrar los territorios y riquezas regionales a la lógica neoextractiva vigente. Que ese proceso de justificación de las políticas públicas, además no tiene ninguna intención de mejorar las condiciones de vida en los lugares de origen de las personas migrantes, si no más bien crear una infraestructura en la que puedan ocuparse: se trata de hacer un “tapón migratorio” en el Istmo, y una industria para su incorporación y aprovechamiento. En el proceso de concesión y reparto de estos territorios, con cláusulas y arreglos que favorecen cada vez más a los potenciales inversores, si no la propiedad, al menos la gestión de los territorios queda en manos privadas y, en muchos casos, extranjeras.
Por tanto, desde mi punto de vista, más allá del proyecto sin proyecto del Tren Maya, más allá de la justificación sobre las necesidades, bondades o beneficios de esta articulación de megaproyectos, lo importante son las preguntas que hasta ahora no sólo no tienen respuesta, si no que ni siquiera se han planteado. Y sólo adelanto las dos que me parecen más urgentes:
-¿Cómo se relacionan territorios fronterizos, políticas públicas, y migraciones?
-¿Cuántas fronteras existen en el sur de México? ¿Quién está (o estará) a su cargo?
Los muros físicos pueden ser más evidentes, pero las barreras y límites más efectivos, sobre todo en un tema tan crítico como los grandes desplazamientos de población, suelen ser simbólicas, se erigen sin apenas darnos cuenta, y son las más difíciles de identificar y superar.
Sergio Prieto Díaz*
*Migratólogo especialista en fronteras, territorios, (in)movilidades y megaproyectos; catedrático Conacyt en El Colegio de la Frontera Sur-Campeche
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