Motivado por la conmemoración en el presente año del bicentenario del nacimiento del pensador Carlos Marx, analizo su teoría desde el ángulo del marxismo puesto al frente de la doctrina social católica.
Al despegar la década de 1970, las universidades públicas ecuatorianas, como las de otros países latinoamericanos, eran centros donde había prendido el marxismo, convertido en motor de la agitación estudiantil contra el sistema. En los primeros años en cada facultad se impartía, como materia obligatoria, “materialismo histórico y materialismo dialéctico” y se usaban los manuales de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas como el de Otto V Kuusinen o el de V Afanasiev, y otros libros de similar contenido, sumamente baratos.
Por tanto, había mucho de “marxismo oficial” y dogmatismo, además de que una pobre asimilación teórica conducía inevitablemente a interpretaciones que nada tenían que ver con el marxismo. Entre la multiplicidad de grupos “marxistas”, predominaban las confrontaciones por la verdad doctrinaria y la correcta estrategia revolucionaria entre “chinos” y “cabezones” (rusos).
En el país se carecía de amplias investigaciones sobre la realidad nacional, exceptuando algunos ensayos destacados, entre los que sobresalía El proceso de dominación política en Ecuador (1972), del célebre sociólogo Agustín Cueva, cuya influencia perdura hasta el presente. La ciencia social ecuatoriana despegó a fines de la década de 1970 e inicios de la de 1980 y estuvo atravesada por la influencia del marxismo, como ocurría por entonces en toda Latinoamérica.
En la Universidad Católica (UC) de Quito (todavía no tenía el título de Pontificia), la única privada, jesuita y con alto prestigio –aunque aún era un bastión del conservadorismo tradicional y un centro de formación de cuadros de la derecha política– existía otra cátedra: “marxismo y cristianismo”, cuyo profesor más destacado era el jesuita Eduardo Rubianes, filósofo.
El punto de partida de la doctrina social católica era, obviamente, la Biblia. Pero su interpretación históricamente ha sido muy variable, de modo que los papas han impuesto la versión oficial. En todo caso, para la historia contemporánea interesan dos documentos: la Encíclica Rerum Novarum de León XIII (1878-1903) y la Quadragesimo Anno de Pío XI (1922-1939).
La Rerum Novarum (1891) es el documento pionero de la iglesia católica en tratar las realidades creadas por el capitalismo. En él se ataca al liberalismo tanto como al socialismo: al primero, por ser aliado del capital, atentar contra el clero y la fe, y conducir a las desgracias de los trabajadores; al segundo, por atentar contra la propiedad privada, pretender la utópica igualdad humana, fomentar la lucha de clases y divulgar el ateísmo.
En lo propositivo, la Encíclica alienta la intervención del Estado para la realización de la justicia y el bien común, ensalza la caridad cristiana, aboga por la armonía entre clases sociales, y clama por la protección a los obreros, reconociendo el descanso, el justo salario, las asociaciones obreras, pero no las huelgas.
La Quadragesimo Anno (1931) recogió el enfoque obrerista de la Rerum Novarum, pero dio un paso adelante: no sólo enfocó el tema laboral, sino la cuestión social general, la justicia social. Sustenta varios principios: el “bien común” como fin supremo del Estado, defensa del derecho a la propiedad, justa relación entre capital y trabajo, redención del proletariado, justo salario, cristianización de la vida. La Encíclica reconoce los cambios en 4 décadas, señala que la libertad del capitalismo se ha convertido en una verdadera dictadura económica de los ricos y poderosos; pero niega la solución socialista.
Sobre el renovado pensamiento de la iglesia, derivado de las Encíclicas citadas, se expandió en el mundo la “acción social católica”, destinada tanto a enfrentar el avance del “comunismo” como a ofrecer a los trabajadores una guía alternativa para sus reivindicaciones y derechos.
Mientras los marxistas organizaron sus sindicatos, los jóvenes católicos hicieron lo mismo entre artesanos, de modo que en 1938 lograron fundar la Confederación Ecuatoriana de Obreros Católicos (CEDOC); en 1945 se logró constituir la Confederación de Trabajadores del Ecuador (CTE), patrocinada por el Partido Comunista. Ambas fueron las primeras centrales sindicales surgidas en el país.
Desde aquella época de incipiente obrerismo, el salto decisivo llegó en 1962 con el Concilio Vaticano II, convocado por Juan XXIII (1958-1963) y continuado por Pablo VI (1963-1978). De allí surgió la renovación católica que, incluso, reconoció la libertad religiosa y el valor del ecumenismo, además de la crítica al capitalismo y al comunismo. Pero en América Latina el cambio trascendental llegó con la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (CELAM), realizada en Medellín (agosto, 1968), que significó una verdadera revolución en el pensamiento católico.
En efecto, como puede seguirse en los documentos de Medellín, por primera vez en la historia se realizó un análisis global de las realidades latinoamericanas, que coincide con cualquiera de los análisis que en la misma época hacían los marxistas. En los documentos incluso se utilizan categorías del marxismo y se reconoce la “tensión entre clases sociales” (lucha de clases), en una situación de dominio de oligarquías, burguesías, imperialismo y neocolonialismo.
Si bien se rechaza el comunismo, se condena al capitalismo por atentar contra la dignidad humana, se habla del compromiso cristiano por la transformación de las realidades latinoamericanas, y se proclama la liberación del ser humano en la misma tierra, y no en el cielo. A tal punto se comprende la situación, que llega a advertirse: “es innegable que el Continente se encuentra, en muchas partes, en actitud revolucionaria, que exige transformaciones globales, audaces, urgentes y profundamente renovadoras”.
Y también se argumenta: “La falta de desarrollo técnico, las clases oligárquicas obcecadas, los grandes capitalismo extranjeros, obstaculizan las transformaciones necesarias y ofrecen una resistencia activa a todo lo que pueda atentar contra sus intereses y crean, por consiguiente, una situación de violencia. Pero la alternativa no está entre el statu quo y el cambio está más bien entre un cambio violento y un cambio pacífico”. En otras palabras, se reconocía la posibilidad de la lucha armada, en una década signada por la Revolución Cubana de 1959.
Desde Medellín nacieron la iglesia popular, los cristianos de base, la teología de la liberación, los curas revolucionarios, los marxistas católicos, los socialistas católicos. Aparecerían las rupturas con las jerarquías eclesiásticas conservadoras, tradicionalistas y reaccionarias. El compromiso cristiano estaba con los pobres y no con los ricos, con los proletarios y no con la burguesía, con el país, con América Latina y no con el imperialismo. De allí partió el reconocimiento al marxismo como método de estudio y guía para la acción social católica.
En adelante, también la iglesia de la liberación latinoamericana cayó bajo sospecha, fue combatida por “comunista” y los sacerdotes y católicos “rojos”, como se los calificaba, igualmente sufrieron muerte, tortura y desaparición bajo las dictaduras militares fascistas de América del Sur, iniciadas con Augusto Pinochet en Chile en 1973, lanzadas a liquidar el “marxismo” mediante el exterminio de sus seguidores o simpatizantes.
La doctrina social católica se convirtió en eje para el compromiso de amplios sectores cristianos con las luchas populares, por la reivindicación proletaria, contra el capitalismo y a favor del socialismo. En Ecuador, incluso, se organizaron movimientos revolucionarios que combinaron los principios católicos y el marxismo, como fue la Izquierda Cristiana, un fenómeno igualmente prodigado en toda nuestra América Latina.
Así es que el marxismo latinoamericano no sólo puede ser visto y comprendido a través de los movimientos, partidos, grupos o individualidades definidos por la teoría de Carlos Marx, sino también por el marxismo “extra-partidista”, que en la historia de la región no se ha reducido a la militancia, sino que se halla entre quienes, incluso sin ser marxistas, comparten la misma visión sobre la necesidad de construir una nueva sociedad, a base de minar las raíces sobre las que se asienta el régimen capitalista.
Juan J Paz y Miño Cepeda*/Prensa Latina
*Historiador y analista ecuatoriano
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