La minería es vital para las sociedades; el desarrollo humano hace un uso creciente de metales y diversos minerales. Desde la aparición del cobre, hace 9 mil años, hasta los elementos hoy conocidos como estratégicos (coltán, niobio, torio -futuro sustituto del petróleo-), la historia de la humanidad va de la mano de la investigación minera.
¿Qué es lo cuestionable entonces? La forma en que se lleva a cabo la explotación de esos recursos, el descuido y desprecio hacia las poblaciones autóctonas, el lucro empresarial a cualquier costo. El caso de la mina Marlin, en Guatemala, lo evidencia de modo patético.
La empresa Minera Montana Exploradora de Guatemala S.A., subsidiaria de la transnacional canadiense Goldcorp, es propietaria del proyecto Marlin. Inició sus exploraciones en territorio maya-mam y maya-sipakapense en 1996 (municipios de Sipakapa y San Miguel Ixtahuacán, departamento de San Marcos), con una licencia del Ministerio de Energía y Minas.
En 2003, el Ministerio de Ambiente aprobó el Estudio de Evaluación de Impacto Ambiental y Social presentado por la empresa. Dos meses después, el de Energía y Minas otorgó la licencia a la minera para la explotación del oro y la plata.
Ambas resoluciones carecen de validez, pues no se realizó una consulta ciudadana para consensuar el proyecto, como lo estipula el artículo 15.2 del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que también es ley guatemalteca y que obliga a convocar un referéndum para tomar decisiones de esta naturaleza. La mina Marlin comenzó sus operaciones, en 2005, saltando esas regulaciones legales.
En Sipakapa, el pueblo maya-sipakapense realizó una consulta popular en 2005, en la que el 99 por ciento de la población dijo “No” a la actividad minera en su territorio, tomando en cuenta los severos daños medioambientales y sanitarios que podría acarrear, tal como sucedió en otros zonas del planeta.
La explotación minera implicó la desaparición de 142 hectáreas de bosques y suelos en los primeros dos años de operaciones, y cobertura boscosa en 289 hectáreas al final de ese período, y generó 170 barriles de desechos mensuales (una tercera parte desechos orgánicos), con un estimado total de 23 a 27 millones de toneladas de residuos al final.
Los desechos generaron una escombrera de 38 millones de toneladas de basura. Dicha área abarca 157 hectáreas, y el depósito de lodos otras150 hectáreas, con una alta probabilidad de liberación de aguas ácidas a causa del material depositado en la escombrera en época de lluvias, amén de derrames, con los consecuentes riesgos sanitarios y ambientales para las poblaciones, el entorno y las especies acuáticas.
La empresa perfora 60 pozos de siete metros de profundidad, con detonaciones diarias que han ocasionado daños en viviendas de las inmediaciones. Desde el inicio de éstas, las poblaciones de las aldeas locales vienen padeciendo una creciente escasez hídrica. En la población maya-mam de San Miguel Ixtahuacán se han secado 6 pozos.
Parte de los deshechos de la mina van a parar a los ríos Cuilco y Tzalá y sus afluentes, principales abastecedoras del preciado líquido en esa región, para el consumo humano y actividades propias de la subsistencia cotidiana. A partir de la contaminación de dichas aguas comenzaron a surgir los problemas de salud. Las altas concentraciones de cobre, aluminio, manganeso y, sobre todo arsénico, ocasionan diversas afecciones dermatológicas, gástricas, neurológicas y, en muchos casos, cancerígenas.
Más allá de las pomposas declaraciones de gobierno y empresa, la realidad es dramática. Denuncias de afectación de la salud en la población de Sipakapa y San Miguel Ixtahuacán se registraron casi desde los inicios de las operaciones de la mina. Dichas denuncias se centraban: afectaciones de salud causadas por el trabajo en la mina y problemas provocados por la supuesta contaminación de las fuentes de agua o la escasez originada por la sequía de los ríos; pero siempre fueron desvirtuadas por la empresa y el Estado.
En 2010, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) otorgó medidas cautelares a favor de 18 comunidades del pueblo indígena maya y solicitó al Estado guatemalteco suspender la explotación de la mina Marlin, e implementar medidas efectivas para prevenir la contaminación ambiental, hasta tanto no tomara una decisión de fondo asociada a la solicitud de dichas medidas.
Pero en 2011, contrariando la voluntad popular, la CIDH, obviamente por presiones de parte de la empresa, modificó las medidas cautelares antes otorgadas a las comunidades mayas, y suprimió la solicitud de suspensión de operaciones de la mina para descontaminar las fuentes de agua y atender las afecciones de salud.
La Marlin extrae minerales desde 2003, pero desde 2012 solo trabaja su subsuelo. Tiempo atrás su director informó que la mina iría cerrando paulatinamente sus operaciones para finalizarlas en 2016. Sin embargo, en 2014 solicitó una prórroga y un nuevo subsuelo para trabajar. Por ley, una mina en Guatemala dispone como máximo de 20 kilómetros cuadrados para explotar la superficie y subsuelo por un período de 25 años.
La estrategia de la empresa Minera Montana para continuar, al menos durante dos años más su labor, fue restar un kilómetro explotado y sin rendimiento ya, para agregar otro kilómetro cuadrado con potencial en su subsuelo, que no formaba parte de su área de explotación. La maniobra le permitió seguir operando. Y el Estado aprobó la jugarreta.
La autorización fue firmada a principios de enero del 2016. La Montana fue notificada el 11 de ese mes, tres días antes de que concluyera el mandato del presidente provisional Alejandro Maldonado. Un mes más tarde, el proyecto siguió adelante bajo la presidencia del nuevo mandatario Jimmy Morales. Finalmente, a causa de las presiones populares, la mina cerró en mayo de 2017.
Durante más de 11 años de operación, la corporación petrolera ganó 32 mil millones de quetzales (equivalentes a más de 4 mil millones de dólares), mientras el Estado recibió como regalías 705.29 millones de quetzales (unos 100 millones de dólares). Si bien cesaron las operaciones, los trabajos de recuperación ambiental y desmantelamiento de la infraestructura se extenderán hasta 2020.
Ello requiere un tratamiento de agua a largo plazo, recuperación de la roca estéril, reforestación, control de erosión y remoción de instalaciones, equipo y desechos de la mina. Sin embargo, no existe un plan real de recuperación por parte de la empresa, que pagó una fianza de 8 millones de quetzales para cubrir la recuperación del área, aunque según cálculos de expertos, se necesitarían 389 millones de quetzales (49 millones de dólares).
La mina se va, las dádivas que deja de regalía son absurdas, y quedan las enfermedades y la deforestación. Como sentenciara Atahualpa Yupanqui: “las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas”. ¿Hasta cuándo?
*Catedrático universitario, politólogo y articulista argentino.
Marcelo Colussi*/Prensa Latina
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