En la jerga política actual “democracia” es, sin duda, una de las palabras más utilizadas. En su nombre puede hacerse cualquier cosa (invadir un país, por ejemplo, torturar, mentir, dar un golpe de Estado). Es un término elástico, engañoso. En realidad, lo que menos ocurre, lo que se presenta como experiencia constatable es, precisamente, lo más alejado de la realidad: el ejercicio democrático de los votantes, un genuino y verdadero “gobierno del pueblo”.
En las experiencias “democráticas” del capitalismo lo que menos se viabiliza es una posibilidad franca de gobierno popular desde las bases. Eso es imposible. Desde el triunfo de las burguesías modernas sobre los regímenes feudales en Europa o la consolidación de las colonias americanas de Gran Bretaña como país independiente –llamado Estados Unidos de América con su gran empuje, la construcción del mundo moderno, las “democracias industriales”– no obedece más que a una lógica de dictadura de unos pocos factores de poder enmascarados como gobierno de todos.
No hay dudas de que esas democracias constituyen un paso adelante en relación con el absolutismo monárquico; pero de ahí a gobierno del pueblo, media una gran distancia.
Tal como agudamente destacó el francés Paul Valéry: “la política es el arte de evitar que la gente tome parte en los asuntos que le conciernen” (haciéndoles creer que sí toman parte, agregaríamos). Dicho en otros términos: los factores de poder no ceden un centímetro en su dominación, en su posición de sojuzgamiento del sojuzgado.
La democracia, que se construyó con la inauguración del mundo burgués moderno (en el que Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña marcaron el rumbo) se asienta en la dominación de los grandes propietarios industriales, disfrazando la participación popular mediante una estructura cosmética. El pueblo gobierna sólo a través de sus representantes. Pero, ¿a quién representan los gobernantes? ¿Gobierna el pueblo así?
En la fórmula de Estado democrático parlamentario moderno, surgido hacia fines del siglo XVIII, los ciudadanos eligen a sus representantes mediante el voto, y cada cierto tiempo éstos son reemplazados por otros, siempre mediante el sufragio. La sociedad se gobernaría así a partir de la decisión de las grandes masas soberanas. Pero, a decir verdad, los verdaderos factores de poder jamás son elegidos por la población.
¿Quién y cómo deciden los flujos de oferta y demanda económica, los porcentajes de desocupación, la acumulación de riqueza y la multiplicación de la pobreza? Si es el mercado, ¿qué decidimos con la rutina electoral de cada cierto tiempo? ¿Quién ha salido de la pobreza asistiendo puntual a los comicios? ¿Quién decide las políticas de las grandes corporaciones mundiales que fijan la marcha económica de la población planetaria? ¿Alguien votó por ello? ¿Alguien de a pie decide a través de su voto sobre las guerras? ¿O sobre las políticas globales que nos rigen? ¿De qué democracia hablamos entonces?
Las decisiones que marcan el destino del mundo –la economía, la guerra, los modelos culturales vigentes– jamás se asumen democráticamente. Decididos por unos pocos –y la citada observación de Valéry es más que oportuna– se busca “evitar que la gente tome parte en los asuntos que le conciernen”, haciéndole creer que participa, que decide.
Pero hay otras opciones de democracia. La idea respecto a que “la masa es estúpida y no piensa” es, como mínimo, muy sencilla. Sin duda, tal como se ha venido dando la organización de todas las sociedades de clases, la minoría en el poder supo manipular/engañar a las grandes masas. Pero eso no significa que la gente sea intrínsecamente tonta; y menos aún que merezca ser tratada como tal.
No hay ninguna duda –la historia y la experiencia lo ilustran– que la sicología de las masas presenta características peculiares que no pueden entenderse desde el punto de vista de lo individual. Transformados en hombre-masa, todos desaparecemos como sujeto para constituirnos en un colectivo y seguir la corriente; y es cierto que, en tanto colectivo, en tanto grupo indiferenciado, no hay razonamiento crítico.
Pero ello no invalida la posibilidad de reflexión y, mucho menos, autoriza a la manipulación de las masas. ¿En nombre de qué, con qué derecho una élite puede manipular a una gran mayoría? ¿Podríamos ser tan superficiales de afirmar que “a la gente le gusta eso”? Más que superficial, eso escamotea la verdad, por no decir que es despreciable en términos éticos, al erigirse sobre una fenomenal mentira justificadora de una injusticia.
La democracia formal, la democracia representativa de los parlamentos modernos con su división de tres poderes, está claro que no es el gobierno del pueblo. En realidad todos saben que, más allá de la declaración formal, no es ni siquiera un tímido intento de poder de todos, de poder popular. Si la llamada “chusma” se pone demasiado brava, ahí están los órganos de represión siempre listos (policía, ejército, inteligencia de Estado). Se cae por su propio peso que la actual democracia representativa es gobierno del pueblo… Mientras nadie se lo tome en serio. ¡Pero ya es hora de tomárnoslo en serio y cambiar ese estado de cosas!
La democracia formal es vacía, no una auténtica democracia. Es el gobierno de los grandes grupos económicos secundados por los políticos de profesión y por todo el andamiaje cultural y militar que permite seguir con la misma estructura, dándose el lujo incluso de jugar a la participación de la gente en las decisiones. Pero la gente nunca decide nada de fondo, jamás. Según ese concepto, la gente es consumidora (hay que atenderla bien para que siga comprando), o el electorado (hay que atenderlo bien para que me sigan votando).
Pero si ese ciudadano consumidor que vota cada tantos años protesta demasiado, es subversivo; entonces ahí están los aparatos de control: jamás participa en las decisiones básicas de su vida, aunque viva en esas democracias formales donde nunca hay golpes de Estado.
Podría decirse –con ingenuidad o con malicia– que en algunos lugares del planeta las democracias representativas dan resultado, pues nadie pasa hambre y tiene cuotas más o menos altas de beneficios. Pero para mantener esas “democracias occidentales”, el 80 por ciento de la población mundial padece grandes sufrimientos.
O democracia para todos o, si no, hay algo que no funciona. No puede haber democracia sólo para un 20 por ciento; y si ese minoritario sector vive bien, es por la explotación capitalista a la que es sometido el resto del mundo, acumulación originaria mediante.
Sin embargo, junto a esa democracia formal, existe otra: la democracia popular, de base, participativa y directa. No es una utopía sino que, quizás todavía como experiencias balbuceantes en los socialismos conocidos, surgidos desde el siglo pasado y aún presentes hoy día, ya vio la luz la democracia obrera y campesina, democracia real, gobierno de los históricamente desposeídos.
Esa democracia consiste en permitir que el pueblo, ya no con su voto cada cierto periodo, sino con la participación efectiva en las decisiones político-sociales de su vida cotidiana (asambleas de base, grupos de discusión, cabildos abiertos, etcétera) se autodirija. Es tal como pedía una consigna del mayo francés de 1968: permitir e impulsar “la imaginación al poder”.
La democracia engañosa del capitalismo, representativa, a cuentagotas, no es democracia. Apuntemos a la democracia socialista. Si bien habrá que mejorar mucho en ella, ya en muchos lugares es un hecho constatable. Pero que quede claro: ¡sólo con el socialismo una verdadera y genuina democracia será posible! Lo demás es pura fantasía.
Marcelo Colussi*/Prensa Latina
*Politólogo, catedrático universitario e investigador social
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