Damasco, Siria. En respuesta al movimiento de los Chalecos Amarillos, el presidente francés Emmanuel Macron anunció algunas medidas sociales y organizó un debate nacional de 3 meses.
Pero al cabo de esas discusiones resulta no sólo que las posiciones siguen siendo las mismas sino que además se han endurecido.
Las medidas sociales que realmente se pusieron en marcha consistieron en aumentar el poder adquisitivo de los trabajadores peor remunerados mediante una revalorización de ciertas subvenciones, en vez de mejorar sus salarios.
El “Gran Debate” permitió que se expresaran 2 millones de franceses, pero la gran mayoría los Chalecos Amarillos prefirió ignorarlo. Se abordaron numerosos temas –como la caída del poder adquisitivo de las clases populares y medias, la ineficacia del Estado en el interior del país y la política energética– pero sin abordar nunca la causa de la crisis. Y es importante recordar que esa crisis, lejos de ser únicamente francesa, está afectando a todos los países occidentales desde que desapareció la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y se acentuó grandemente debido al derrumbe financiero registrado en 2008 [1].
Los franceses han tomado conciencia del hecho que la mediana burguesía se ha visto desclasada, obligada a abandonar las ciudades y relegada a la “periferia urbana”. Pero siguen sin asimilar la rápida desaparición de la clase media en Occidente y su repentina aparición en Asia. Por consiguiente, no han entendido todavía que los males que los afectan son resultado del éxito de los actores capitalistas que han logrado deshacerse de las reglas políticas, así que siguen considerando responsables a los súper ricos y no a los políticos que han venido eliminando las reglas que los superricos tenían que respetar en el pasado.
El desplazamiento de las empresas occidentales que utilizan conocimientos y habilidades básicas puede favorecer a todos sólo si se crean nuevas empresas que utilizan conocimientos y habilidades más avanzadas. Por lo tanto, Asia no ha robado la riqueza de Occidente sino que se ha beneficiado con las inversiones occidentales. La anomalía reside en el hecho que –desde el fin de la URSS– los responsables políticos occidentales renunciaron a regular ese proceso, autorizando no sólo la transferencia de tecnología –como medio de lucrar con la desigualdad de los niveles de vida entre países– sino también para escapar a las responsabilidades sociales.
Los Chalecos Amarillos han evitado cuidadosamente la designación de líderes para su movimiento, dejando así a la clase dirigente sin interlocutor.
Esa clara dirigente, que inicialmente adoptó una actitud conciliadora hacia los participantes en las protestas, endureció bruscamente su actitud hacia ellos cuando entendió que no sería posible resolver la crisis sin afectar directamente su propio modo de vida. Se puso entonces del lado de la oligarquía y en contra del pueblo y desató la represión policial que ya ha causado numerosos heridos y mutilados de por vida. El paso siguiente ha sido dejar el campo libre a los anarquistas para que causen desórdenes del orden público durante las manifestaciones, con lo cual desacreditan las protestas.
Al cabo de estos 3 meses de protestas, la sociedad francesa está simultáneamente más consciente del problema y más profundamente dividida. Hay dos lecturas posibles de este periodo:
-Considerar que los acontecimientos actuales (aumento de las desigualdades; debilitamiento de las instituciones nacionales y evolución hacia un Estado represivo; competencia en cuanto a quién representa al pueblo unido) son similares a los que condujeron a la Segunda Guerra Mundial;
-O considerar que esos mismos acontecimientos son similares a los que acabaron suscitando el movimiento de las Comunas Libres (como la célebre Comuna de París).
Esas dos interpretaciones no se contradicen entre sí en la medida en que la Segunda Guerra Mundial fue también una manera de responder a la crisis financiera de 1929 sin tener que asumir sus consecuencias económicas y sociales.
Un sondeo de opinión de IFOP-Atlántico del 20 de marzo de 2019 muestra que si bien un 50 por ciento de los franceses espera que haya reformas, un 39 por ciento estima que habrá que pasar por una revolución. Esa última proporción es dos veces mayor en Francia que en los demás países occidentales donde se realizó el sondeo. Este apetito revolucionario se explica simultáneamente por la tradición francesa y por el muy particular inmovilismo de las instituciones que hace imposible toda solución reformista (las reformas actuales se hacen siempre en beneficio de quienes controlan las instituciones y no a favor del interés general).
Considerando que la clase dirigente francesa está más preocupada por preservar su modo de vida que por resolver la crisis y que la causa de esta crisis es de naturaleza transnacional, podemos prever que la evolución de dicha crisis dependerá principalmente de factores exteriores.
Hace años que existe entre la clase dirigente un debate sobre una eventual decadencia de Francia. Resulta imposible resolver ese debate porque la noción de decadencia responde a valores relativos. Sin embargo, lo que sí es cierto es que Occidente en general, y Francia en particular, se ha visto ampliamente desbordado por otros actores.
Desde 2009, o sea desde el derrumbe financiero de 2008, Estados Unidos ha registrado un crecimiento de 34 por ciento, la India de 96 por ciento y China de 139 por ciento, mientras que el “crecimiento” de la Unión Europea fue negativo (-2 por ciento).
Durante el mismo periodo, Estados Unidos –que gobernó el mundo de manera unilateral a partir del derrumbe de la Unión Soviética– mantuvo su despliegue militar a través del mundo y su capacidad de producción de armamento pero perdió su superioridad tecnológica en el sector militar. Estados Unidos se especializó entonces en la guerra asimétrica, o sea en la manipulación de grupos armados no estatales que Estados Unidos arma y financia. Mientras tanto, Rusia, cuyo ejército se hallaba en ruinas después del derrumbe de la URSS, supo reconstruirse y, gracias a su progreso científico, convertirse en la primera potencia mundial en términos de guerra convencional y de armamento nuclear.
En materia de derechos humanos y de derechos del ciudadano, Estados Unidos es el único país que practica a gran escala el asesinato sin juicio mientras que los países miembros de la Unión Europea –incluyendo el Reino Unido, que está a punto de abandonarla– son los únicos Estados que convocan referéndums para ignorar después la voluntad expresada por sus ciudadanos. En Rusia, el índice de población carcelaria es de 385 por 100 mil habitantes pero en Estados Unidos es de 655, o sea un 70 por ciento más elevado.
El mundo de hoy no tiene nada que ver con el de hace 10 años. Estados Unidos sigue estando a la vanguardia en Occidente, pero Occidente ya no es la vanguardia del mundo. Rusia y China lo han sobrepasado, tanto en el plano económico, como en el plano militar e incluso en materia de política. Pero seguimos viendo películas de Hollywood, aprendiendo inglés y soñando con pasar las vacaciones en Nueva York, como si nada hubiese cambiado.
Creer que una mejor repartición de la riqueza en Occidente puede resolver el problema, como en los últimos 500 años, es sólo una ilusión. Existe, por supuesto, un conflicto de clase que habrá que resolver, pero es de carácter muy secundario en relación con los cambios internacionales. Todas las luchas sociales clásicas serán insuficientes ya que Occidente ha perdido su preeminencia.
Que Occidente se ha quedado a la zaga de Rusia y China es un hecho, pero no una fatalidad. No se trata aquí de defender la estrategia que Paul Wolfowitz enunció en el momento de la caída de la Unión Soviética, estrategia tendiente a impedir que los competidores de Estados Unidos pudieran desarrollarse más rápido que el país del dólar, sino de precisar que el mundo sería un lugar mejor si todos pudieran desarrollarse libremente. No se trata tampoco de afirmar que todo desarrollo tendría que ser conforme al american way of life simplemente porque los recursos del planeta no lo permiten. Se trata más bien de estimular cada civilización a seguir su camino respetando su propio medioambiente.
Sólo un poder soberano puede ordenar los cambios estructurales. La única escala de gobierno que permite promover el interés general es la nación. Así que la prioridad debería ser restablecer la soberanía nacional. Simultáneamente, debe instituirse la democracia en el marco nacional, pero esto sigue siendo una cuestión secundaria ante la cuestión primordial del servicio del interés general.
En el caso de Francia, eso significa liberarse tanto del poder político de carácter supranacional como del mando militar extranjero, lo cual significa separarse no necesariamente de la Unión Europea sino de los principios del Tratado de Maastricht y no de la alianza atlántica sino del mando integrado de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Sólo recuperando su soberanía podrá Francia desempeñar un papel en el concierto de las naciones. Por el momento, Francia finge defender el multilateralismo cuando en realidad está aplicando una política de bloque, alineándose sistemáticamente tras las posiciones alemanas.
La primera decisión que Francia tendría que tomar es poner fin a la libre circulación de capitales. No se trata en lo absoluto de prohibir los movimientos de dinero, de renunciar al comercio internacional ni de dirigirse hacia la autarcía sino de recuperar el control de la riqueza nacional, que debe mantenerse en el país que la produce.
La segunda decisión tendría que ser reducir el campo y la duración de la propiedad intelectual, las patentes y los derechos de autor. Los descubrimientos, inventos, creaciones, las ideas en general no son cosa del derecho sobre la propiedad intelectual, pertenecen a todos. Las exclusividades y regalías son medidas temporales que deben reglamentarse única y exclusivamente en función del interés general.
La tercera decisión sería revisar uno a uno los acuerdos comerciales internacionales. El objetivo no es instaurar reglas proteccionistas, que podrían interrumpir el perfeccionamiento de la producción de bienes servicios, sino velar por el equilibrio en materia de intercambio, lo cual no tiene nada que ver con el proteccionismo.
Estados Unidos ha iniciado un proceso de reconquista de su soberanía, renunciando parcialmente a su supremacía imperial y regresando a una posición de simple hegemonía. Al mismo tiempo, está reequilibrando su balanza comercial. Pero mantiene los abusos en materia de propiedad industrial porque estos le garantizan una cómoda renta.
Las reformas resultan siempre menos dolorosas que las revoluciones. En definitiva, son cambios a largo plazo que tendrán que realizarse de una u otra manera. La clase dirigente los rechaza actualmente, pero no podrá impedirlos y sólo puede esperar prolongar su propio confort a expensas del sufrimiento de los demás sectores de la sociedad. Pero ese confort llegará a su fin cuando el sistema, que actualmente favorece a esa clase, comience a destruir también su modo de vida.
Nota
[1] “Occidente devora a sus hijos”, por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 4 de diciembre de 2018.
Thierry Meyssan/Red Voltaire
[ANÁLISIS][INTERNACIONAL]
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