México que hizo dos o tres revoluciones en un siglo no tiene por qué temerle a una más; y la próxima, si tendrá lugar, presentará, sin duda, un carácter excepcional, porque esta vez tendrá que resolver problemas fundamentales
Antonin Artaud
En México, la dominación tiránica y la explotación brutal coexisten desde siempre con una enorme riqueza de luchas sociales, utopías y grandes movimientos de innovación cultural. Se pueden citar, entre muchos ejemplos, las múltiples rebeliones indígenas que marcan su historia y la creación del movimiento obrero, impulsado por socialistas que, como Victor Considerant, Albert Owen y Plotino Rhodakanaty, llegaron a México con la idea de crear un mundo nuevo.
El Siglo XX, un siglo de revoluciones traicionadas, comienza con las epopeyas campesinas de Villa y Zapata y la utopía transnacional de Ricardo Flores Magón para terminar en 1994 con la rebelión indígena de Chiapas. A lo largo de ese tiempo, el país fue cuna de movimientos culturales de gran calado y alcance universal, como el muralismo y el normalismo rural. Fue, asimismo, el último refugio de disidentes que huían de las dictaduras totalitarias: Otto Rühle, Alice Gerstel, León Trotsky, Victor Serge, Vlady, Traven… Pero también lo fue de soñadores y poetas malditos que, como Malcolm Lowry, DH Lawrence, Artaud, y Jack Kerouac, entre tantos otros, buscaron aquí el paraíso, aunque a veces encontraron el infierno. A partir de la década de 1970, México se enriqueció con la llegada de los exiliados de las dictaduras latinoamericanas: uruguayos, chilenos, brasileños, colombianos, argentinos, guatemaltecos y salvadoreños que trajeron consigo nuevos saberes y el pálpito de sus pueblos martirizados.
¿Qué queda hoy de todo esto? No mucho. Vivo en México desde finales de la década de 1970, y en más de 40 años no he conocido peor momento. En 1935, Rosa E King, una mujer de negocios de origen inglés, publicó en Estados Unidos el relato de sus experiencias como testigo ocasional de la Revolución Mexicana en el estado de Morelos. El título, Tempestad sobre México, evoca de alguna manera la realidad actual. Hay, sin embargo, una enorme diferencia. La tempestad que describe King es la de una revolución social en ascenso para la cual –dicho sea de paso– la autora no experimenta más que simpatía, a pesar de su condición burguesa. En la actualidad, ninguna revolución está en el horizonte y sobre el país se ciñen no una, sino varias tempestades, ninguna de la cuales acarrea vientos de regeneración.
Veamos. México siempre ha sido un país de grandes contrastes, de unos cuantos millonarios y de muchos pobres; pero hoy, la polarización alcanza niveles insoportables. Integrada por los propietarios y gerentes del capital trasnacional, la exigua clase capitalista –¡apenas el l.1 por ciento de la población! – acumula una riqueza equivalente a la del 95 por ciento de los mexicanos. Dos terceras partes de los bienes y propiedades del país se encuentran en manos del 10 por ciento de los habitantes. Recordemos que aquí hizo su fortuna Carlos Slim, el magnate de las telecomunicaciones, que vale cerca de 55 mil millones de euros y figura a menudo como el hombre más rico del mundo en la lista Forbes.
Quince mexicanos más la integran. Uno es Germán Larrea, el señor del cobre, propietario de Grupo México, la compañía minera responsable del mayor desastre ambiental en la historia del país: el derrame de 40 mil metros cúbicos de ácido sulfúrico en los ríos Bacanuchi y Sonora (2014) que causó la muerte de toda forma de vida, además de que siete municipios de la región ya no tienen agua. ¿La causa? Falta de mantenimiento de una máquina. Larrea es también dueño de la mina de carbón Pasta de Conchos, donde el 19 de febrero de 2006 murieron 65 trabajadores por negligencia de la empresa.
Otro multimillonario, Alberto Baillères –de Industrias Peñoles, la segunda minera más importante de México– es responsable del envenenamiento por plomo, cadmio y arsénico de los pobladores de la Comarca Lagunera en el norteño estado de Coahuila. La mujer más acaudalada, María Asunción Aramburuzabala, heredera de la legendaria cervecería Modelo, y la primera dama en ocupar un sitio en el Consejo de Administración de la Bolsa Mexicana de Valores, cuyo patrimonio alcanza “sólo” los 5 mil millones de euros, que invierte en distintas actividades económicas: telecomunicaciones, biotecnología, bienes raíces, educación…
Frente a la riqueza obscena, se yergue una pobreza escandalosa que no ha cesado de crecer a partir de 1994, cuando entró en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) con Estados Unidos y Canadá. Se dijo, en ese momento, que México pasaría rápidamente a formar parte del selecto club de los países desarrollados. El gobierno privatizó todo lo que pudo: el petróleo, la industria eléctrica y ahora también el agua (justo mientras la Selección Mexicana le ganaba a Alemania en el Mundial de Futbol). Realizó, a la par, una reforma laboral que carcome los pocos derechos que los trabajadores habían conquistado en décadas de lucha, una reforma educativa que culpa a los maestros del fracaso escolar y, más recientemente, una Ley de Seguridad Interior cuyo único objetivo es reprimir la protesta social.
Con el objetivo de favorecer las empresas agroexportadoras, el gobierno renunció a implementar políticas ambientales, con el resultado de que México es ahora de los peores deforestadores y destructores de biodiversidad en el mundo; siembra, con muy pocas restricciones, todo tipo de organismos transgénicos, especialmente, aunque no exclusivamente, soya, algodón y, sobre todo, maíz, del cual –hay que enfatizarlo– es el principal centro de origen. La contaminación de origen petrolero siempre ha sido muy alta, pero la reciente entrega de la industria extractiva a la iniciativa privada amenaza con implantar aquí las peores prácticas contaminantes y destructivas de las trasnacionales de la rama.
México pertenece ahora a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), sin embargo el salario mínimo actual de 88.36 pesos diarios (menos de cuatro euros al cambio de 24 pesos) es uno de los más bajos del mundo, equivalente en términos reales a la tercera parte de lo que valía en 1994. En un país de 132 millones de habitantes, donde un litro de leche cuesta un promedio de 18 pesos y 1 kilo de carne (de mala calidad) 150 pesos, 61.3 millones de personas viven –o, mejor dicho, sobreviven– con menos de 95 pesos diarios y de éstas las franjas más bajas con apenas 24.5 pesos.
La paradoja es que la virtual cancelación del TLCAN por parte de Estados Unidos, lejos de mejorar este terrible escenario, lo empeora. La economía mexicana depende en gran parte del vecino del norte y al impulsar su guerra tarifaria y una mayor protección del mercado interno estadunidense, Donald Trump está ocasionando una crisis de la industria maquiladora de México. El resultado es que después del desastre de la globalización, ahora viene el cataclismo de la desglobalización que amenaza, entre otros, a los cientos de miles de trabajadores empleados en los sectores de exportación.
La crisis no sólo es económica; es también política, social y ambiental. La situación de los derechos humanos es catastrófica. Hay un número sin precedentes de periodistas asesinatos: 133 en 18 años (50 tan sólo en el actual gobierno de Enrique Peña Nieto), lo cual hace de México el país más peligroso para ejercer la profesión en América, y el segundo en el mundo después de Siria. “¿Cuántos feminicidios más puede soportar México?”, titula el diario español El País del 7 de marzo del año en curso. Las cifras son de terror y no sólo en la tristemente famosa Ciudad Juárez. Cada día, más de siete mujeres son víctimas de la violencia machista a nivel nacional y 23 mil 800 lo han sido en el curso de los últimos 10 años, en la mayoría de los casos sin que se haya hecho justicia.
Es indudable que la política de Donald Trump hacia los migrantes, llamada de “tolerancia cero” –separar a los niños de sus padres y criminalizar a cualquiera que cruce la frontera de manera ilegal– es de corte xenófobo y fascista. Pero no está por demás preguntarse qué pasa del otro lado. Mientras en el pasado México abría sus puertas a miles de refugiados, los desplazados latinoamericanos, caribeños, asiáticos y africanos que hoy cruzan el país con la esperanza de alcanzar los Estados Unidos padecen el tiro cruzado de la delincuencia organizada y de los agentes de migración.
Cada año, más de 800 mil personas atraviesan el río Suchiate para emprender el arriesgado viaje hacia el norte. En números gruesos, 600 mil logran la meta, 50 mil son deportadas y 150 mil son secuestradas en el camino. De estas, una parte es rescatada por sus allegados, pero entre 5 mil y 10 mil son víctimas de muerte violenta. Las cifras precisas nadie las conoce porque los familiares no se atreven a hacer denuncias por temor a represalias. ¿Más datos? Una de cada seis mujeres migrantes es prostituida por los cárteles criminales y en un sólo lugar, San Fernando, Tamaulipas, 72 personas fueron masacrados en 2010 y 193 en 2011.
Los atropellos a los derechos humanos y las muertes violentas aumentan día tras día en todo el país. La tortura, las detenciones arbitrarias y las ejecuciones extrajudiciales son prácticas corrientes de las llamadas fuerzas del orden, a menudo en complicidad con los cárteles criminales. Veinticinco mil 339 personas fueron asesinadas tan sólo en el curso de 2017 (la cifra más alta en dos décadas) y 104 mil 64 desde 2007. Según Amnistía Internacional, hay más de 34 mil desaparecidos; otros manejan cifras superiores a los 50 mil. Les llaman “daños colaterales” de la guerra contra el narcotráfico, pero reflejan una realidad terrible si pensamos que a lo largo de la década de 1970 del siglo pasado, en plena guerra sucia, el total de los desaparecidos no llegó a 1 mil.
Dichas muertes, secuestros y desapariciones forzadas carecen de motivos aparentes, ya que en muchos casos las víctimas son ciudadanos inocentes. Pero resulta que criminales y policías son a menudo la punta de lanza de empresas que buscan apropiarse de materias primas, bosques, aguas y tierras. México tiene la mala suerte de poseer enormes riquezas naturales. Además de contar con grandes yacimientos de petróleo y gas natural, es el primer productor mundial de plata, el undécimo de oro y el duodécimo de cobre; extrae también, cantidades importantes de fluorita, carbón, bismuto, hierro, arsénico, estaño, plomo, mercurio, manganeso, cadmio, antimonio…
La industria extractiva es un negocio extremadamente jugoso que moviliza cantidades descomunales de capital y deja utilidades anuales de unos 170 mil millones de euros. Poco o nada de esta riqueza llega a los mexicanos de a pie quienes, en cambio, padecen las consecuencias de la devastación ambiental. Una modalidad especialmente tóxica es la minería a cielo abierto que está prohibida en Europa, pero es cada vez más frecuente en México. Las empresas remueven la superficie de la tierra usando grandes cantidades de explosivos y extraen el mineral con tecnología basada en cianuro, una sustancia química letal que produce altos impactos ecológicos. Emplean además cantidades enormes de electricidad y agua que almacenan en lagunas que permanecerán contaminadas durante siglos y que desde ya infectan los mantos acuíferos, acabando con la biodiversidad y ocasionando enfermedades terminales a la población aledaña.
Nada de lo anterior preocupa al gobierno mexicano que ofrece a las mineras nacionales y extranjeras leyes a modo, privilegios fiscales e inmensas extensiones de territorio: más de 50 millones de hectáreas en concesión, equivalentes a la cuarta parte del territorio del país. De estas, al menos el 70 por ciento son para explotaciones a cielo abierto, lo cual ha dado pie al surgimiento de movimientos de resistencia, especialmente en las regiones indígenas. La represión no se ha hecho esperar: en sólo un año, el 2016, fueron asesinados 47 opositores a los proyectos mineros: especialmente en Oaxaca, Guerrero Veracruz y Chihuahua.
Las organizaciones criminales ya no se dedican únicamente al narcotráfico, sino que diversificaron sus actividades y son ahora parte de una extensa red de negocios legales e ilegales que involucra lo mismo a funcionarios gubernamentales que ejecutivos empresariales.
En Michoacán, uno de los estados más destrozados por la criminalidad, los grupos delictivos obtienen sus ganancias extorsionando a los productores de aguate y limón y vendiendo protección a empresas como la multinacional Ternium –subsidiaria de la italo-argentina Techint– que explota la mina de hierro más grande de México. Iguala, Guerrero, la ciudad donde fueron desaparecidos los 43 estudiantes de Ayotzinapa, se encuentra en el llamado “cinturón de oro”, un auténtico El Dorado enclavado en una región de pobreza extrema. En complicidad con Guerreros Unidos y los Rojos –los grupos delictivos que están involucrados en la desaparición de los normalistas– las mineras canadienses Goldcorp y Torex Gold extraen ahí cantidades fabulosas del metálico: se dice que en 20 años se apropiaron de más oro que los españoles durante 300 años de Colonia.
La conclusión es evidente: la violencia que impera en el país no se debe únicamente al narcotráfico, que ciertamente es un grave problema, pero no es el único. La violencia se relaciona también con la voracidad del gran capital, una renovada y siniestra versión de lo que Marx llamó acumulación originaria: el despojo de los productores y la expropiación de los bienes comunes.
Habría que añadir que este tipo de economía funciona porque la corrupción es endémica y empieza en la Presidencia de la República expandiéndose hacia abajo en todos los poros de la sociedad. Veinticuatro exgobernadores están envueltos en diferentes escándalos; ocho de ellos se encuentran detenidos y dos están prófugos. México es, junto a Rusia, el país peor evaluado de la OCDE; en 2017, se ubicó en 29 puntos en el Índice de Percepción de la Corrupción en una escala que va de 0 a 100, donde 0 es el peor país en materia de corrupción y 100 es el mejor evaluado. Profundamente corrupto, el grupo gobernante, con Enrique Peña Nieto a la cabeza, se ha hundido en profundidades de impopularidad y desprestigio, como pocas veces se ha visto en la política mexicana.
El caso tal vez más emblemático es de la “Casa Blanca”. En noviembre de 2014, la periodista Carmen Aristegui reveló que la primera dama, Angélica Rivera, había comprado una casa de 5.5 millones de euros a Juan Armando Hinojosa Cantú, del Grupo Higa, un contratista del gobierno, cercano a Peña. Poco después, se supo que el entonces secretario de Hacienda y ahora de Relaciones Exteriores, Luis Videgaray Caso, también había comprado una residencia millonaria a la misma persona. Peña y Videgarary tuvieron que ofrecer “disculpas”, pero salieron indemnes, mientras que Aristegui fue despedida de la televisora en la cual trabajaba. En 2016, dicha periodista –que ahora dirige un noticiero en línea– reveló que Peña Nieto plagió por lo menos las dos terceras partes de su tesis de licenciatura, a lo cual el inefable presidente contestó que se trataba de únicamente de “errores de estilo”.
Aunque sintomáticos de la impunidad de que gozan los poderosos, los casos citados son poca cosa comparados con la llamada “estafa maestra” que suma unos 170 millones de euros e involucra 11 dependencias gubernamentales que desviaron dinero público a través de 186 empresas (de las cuales 128 son fantasmas) a las que otorgaron contratos irregulares. Y está por supuesto, el mayor escándalo de corrupción global de la historia contemporánea, el de la constructora brasileña Odebrecht que admite haber pagado sobornos millonarios a funcionarios de 12 países para ganar contratos de obras públicas. Varios presidentes temblaron. Y Pedro Pablo Kuczynski, de Perú, tuvo que renunciar antes de ser sometido a un voto de destitución en el Congreso. En México, en cambio, a pesar de que la constructora ya reconoció haber pagado 10.5 millones de dólares en sobornos a funcionarios gubernamentales, la administración de Peña sigue intacta.
¿Alternativas?
México es hoy un concentrado de las desgracias que agobian a la humanidad en el siglo XXI: la devastación social y ambiental, el racismo, la corrupción, la guerra permanente, la arbitrariedad, la violencia estructural… En este horizonte tempestuoso, algunos apuestan a las elecciones presidenciales que se celebrarán el domingo primero de julio. Lo primero que destaca es que esta ha sido la campaña electoral más violenta de la historia: 112 candidatos de todos los colores han sido asesinados en unos cuantos meses debido a la presencia del crimen organizado. Decenas han optado por renunciar.
María de Jesús Patricio Martínez, Marichuy, la candidata independiente postulada por el Congreso Nacional Indígena (CNI) y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), recorrió 30 estados llevando la palabra de las comunidades en resistencia a los cuatro rincones del país. Juntó 281 mil 955 firmas, un número nada despreciable considerando el momento político. No alcanzó, sin embargo las 800 mil que se requerían para figurar en las boletas electorales y no tendrá derecho a ser candidata a presidencial. ¿Cuál es el balance? Si bien es cierto que Marichuy dio una lección de dignidad al llevar a cabo una campaña de contenidos y no de descalificaciones, es necesario recordar que en 2001 el EZLN movilizó 1 millón de personas tan sólo en la plaza mayor de la capital.
El fracaso tiene diferentes explicaciones. Está, en primer lugar, el desgaste natural de un movimiento que ha ocupado la escena mediática durante casi un cuarto de siglo y que ahora se encuentra en gran parte reducido a ser una expresión local en el estado de Chiapas. Pero está también la política errática del EZLN con respeto a las elecciones presidenciales: en 1994 llamó a votar por Cuauhtémoc Cárdenas; en 2001 ofreció el beneficio de la duda al panista Vicente Fox; en 2006 y 2012 estigmatizó a los que pretendían votar y se sumó a las campañas contra López Obrador. Desde un punto de vista libertario, siempre habrá razones para no votar y puede que en ocasiones las haya también para votar, pero lo cierto es que el EZLN no ha sabido explicar el sentido de dichas piruetas. La notoria ausencia de Marichuy, del CNI y del propio EZLN en el debate nacional después de que no lograron las firmas no les ayuda a salir del aislamiento.
Andrés Manuel López Obrador (AMLO), el candidato del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) y de otros partidos minúsculos (uno, el Partido Encuentro Social, declaradamente homófobo y de derecha), tiene buenas probabilidades de ganar ya que gran parte de las encuestas lo ubican unos 20 puntos por encima de sus contrincantes: José Antonio Meade, del gobernante y desprestigiado Partido Revolucionario Institucional (PRI) que va en alianza con el Partido Verde Ecologista –un partido que indigna a los verdaderos ecologistas desde que nació en 1986–, y Ricardo Anaya, abanderado del conservador Partido Acción Nacional (PAN), pero también del agonizante Partido de la Revolución Democrática (PRD) que está al borde de la desaparición.
¿Cómo definir a López Obrador? La etiqueta de “populista” que le adjudica la derecha recalcitrante no explica nada, pero difícilmente se le podría definir anticapitalista. Pragmático le viene mejor, aunque es verdad que una parte de la clase dominante lo sigue tildando de “peligro para México”. Expriísta, experredista, exalcalde capitalino (2000-2005), dos veces candidato (ésta es la tercera), en 2006 ganó las elecciones, pero la banda presidencial se quedó con Felipe Calderón, del PAN, gracias a un fraude descarado y en 2012 con Peña Nieto, gracias a la compra masiva de votos.
En la actualidad, AMLO ha suavizado su discurso declarando que sólo pretende limar las aristas más filosas del neoliberalismo y volver a implantar alguna forma de estado social. Promete barrer el sistema mexicano de arriba para abajo, como las escaleras, y asegura que al no ser él corrupto, el problema de la corrupción quedará resuelto, lo cual es francamente poco creíble. Asevera, además, que no todos los burgueses son deshonestos y que no es lo mismo un capitalista corrupto que un capitalista “honrado” (¿existe algo así?). Plantea, por tanto, una alianza con los sectores progresistas de la burguesía.
Algunos de dichos burgueses “progresistas” son conocidos exintegrantes de la “mafia del poder”, mote con el cual López Obrador define al grupo de empresarios, banqueros y políticos que le han cerrado el paso a la silla del águila. Alfonso Romo, hoy coordinador del proyecto de nación de Morena, es presidente de Grupo Pulsar, uno de los principales emporios empresariales del país (medios de comunicación, telefonía, bienes raíces, agronegocios y transgénicos) y tiene un pasado de activista del Opus Dei. Esteban Moctezuma, propuesto como Secretario de Educación Pública, es presidente de Fundación Azteca y fue Secretario de Gobernación en 1995, cuando se desató la persecución contra los neozapatistas. Víctor Manuel Villalobos, indicado como Secretario de Agricultura, es un académico que en 2004 fue el arquitecto del llamado TLC (tratado de libre comercio) de los transgénicos con Estados Unidos y Canadá. La lista de conversos podría seguir, pero me limitaré a mencionar tres más: los expanistas Gabriela Cuevas, Germán Martínez y Manuel Espino, los últimos dos con un pasado de activistas de extrema derecha.
Un hecho incontestable es que el candidato de Morena logró dar la vuelta a su imagen mediática. Televisa y TV Azteca, las empresas que en 2006 y 2012 instrumentaron las campañas anti-AMLO, cambiaron radicalmente su postura. La primera es más bien neutral y la segunda es indirectamente aliada de Morena, por el papel que juega en el equipo de López Obrador, el ya mencionado Esteban Moctezuma, uno de sus principales directivos. Antonio Solá, el estratega mediático que en 2006 lanzó la campaña: “López Obrador es un peligro para México”, ahora afirma que la misma persona ya no peligrosa y será el próximo presidente de México.
Si bien es claro que para una parte de la oligarquía es una garantía contra la amenaza, siempre presente, del incendio social, López Obrador no la tiene tan fácil. En mayo, el Consejo Mexicano de Negocios (CMN) –que agrupa a un selecto grupo de empresarios muy poderosos– publicó en distintos diarios de circulación nacional “Así no”, un desplegado en respuesta a las declaraciones del candidato morenista de “soltar al tigre” (léase: encabezar la protesta social), en caso de que le vuelvan a hacer fraude. Algunas organizaciones patronales como la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex) y el Consejo Coordinador Empresarial (CCE) se solidarizaron con el CMN, aunque admiten de mala gana que su candidato, Meade, no tiene ninguna posibilidad de victoria. Carlos Slim, que es crítico de Peña Nieto y anteriormente gustaba coquetear con López Obrador, se distanció de él por tener intereses en las obras de construcción del Nuevo Aeropuerto Internacional de Ciudad de México. Éste es uno de los cuestionados megaproyectos de Peña Nieto, al cual López Obrador se opuso en un primer momento, para luego dar marcha atrás.
En resumidas cuentas, a pesar de que el candidato de Morena pactó con distintos sectores de la clase dominante, es evidente que el PRI y sus aliados ya activaron la máquina del fraude. Recordemos que este es un rasgo característico del sistema político mexicano. En 1988, hubo fraude contra el entonces candidato Cuauhtémoc Cárdenas, mientras que en 2006 y en 2012 lo hubo contra el propio López Obrador. Puesto que en la actualidad, la manipulación electoral difícilmente puede rebasar el 5 o 6 por ciento, todo depende del diferencial de votos. Como sea, y gane quien gane, el próximo presidente de México deberá hacerse cargo de una economía semidestruida y de un Estado en descomposición, controlado por el gran capital extranjero y, a escala de muchos estados, por la delincuencia organizada que forma parte integrante del capital financiero internacional (Guillermo Almeyra, La Jornada, 24 de junio).
No quiero concluir estas notas demasiado esquemáticas con un mensaje desalentador. Así como México es uno de los principales laboratorios del capitalismo más salvaje, también lo es de valiosas resistencias. Los zapatistas siguen siendo un polo de referencia y el movimiento organizado más poderoso del país, la Coordinadora Nacional de los Trabajadores de la Educación –que agrupa a varios cientos de miles de maestros especialmente en las regiones indígenas– se mantiene vivo, a pesar de los múltiples intentos por desarticularlo. Diseminados por la abigarrada geografía mexicana una multitud de movimientos locales, comunidades, colectivos y frentes luchan por la reconstrucción contra las compañías mineras, las maquiladoras la devastación ambiental, la privatización de la educación…
Es verdad que la coyuntura es desfavorable y no sólo en México; pero también los es que puede cambiar en cualquier momento. Quiero citar el ejemplo luminoso de los niños migrantes enjaulados que dieron un fuerte golpe a las políticas xenófobas de Donald Trump: en unos cuantos días, ellos lograron lo que no pudo hacer el Grupo de los Siete con los aranceles: obligaron al presidente estadunidense a comerse sus palabras, firmar una orden de no separación y, aunque éste no abandona sus intenciones persecutorias, consiguieron el objetivo limitado, pero para ellos crucial, de estar con sus padres (Hugo Aboites, La Jornada, 23 de junio). Esos niños y sus amiguitos del otro lado de la frontera, serán los protagonistas de la próxima revolución que, como vaticinó el poeta Antonin Artaud hace más de 80 años, presentará, sin duda, un carácter excepcional, porque esta vez tendrá que resolver problemas fundamentales.
Tlalpan, 24 de junio de 2018.
Claudio Albertani
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