Sin lugar a dudas, la agresión contra la democracia y la paz social que se ha desarrollado en los últimos meses en y contra la República Bolivariana de Venezuela, no tienen parangón en las tensas relaciones entre los pueblos de Nuestra América y la élite corporativa dominante estadunidense. La guerra integral, no convencional desatada contra el pueblo venezolano, expresión actual de una compleja pugna histórica, tiene distintos frentes y expresiones:
– En lo económico, a través del ataque de los sectores capitalistas nacionales, en combinación con el férreo e inhumano bloqueo comercial impuesto por la Administración Trump;
– La guerra comunicacional, a partir de la generación de falsas matrices para desprestigiar a la instituciones venezolanas y confundir a la opinión pública mundial;
– La guerra propiamente dicha, en el terreno, con las agencias de inteligencia de países extranjeros actuando para alimentar conspiraciones militares, comprar conciencias, organizar y entrenar grupos armados para atentar contra la paz del país;
– El frente ideológico, en el cual se retoman desde la anacrónica Doctrina Monroe, hasta los más trasnochados argumentos antisocialistas de la Guerra Fría, en una especia de Macarthismo del Siglo XXI, mediante el ataque sistemático a los modelos de socialismo democrático, con el objeto de inducir su fracaso y compararlos con el “exitotoso” capitalismo neoliberal salvaje;
– Y el frente político diplomático internacional, a través del cual la burocracia del Departamento de Estado, apoyándose en otros entes como los Departamentos del Tesoro, de Defensa y los Asesores de Seguridad, se ha desplegado en un derroche antidiplomático, para presionar, extorsionar y tratar, por todos los medios, de aislar al Estado venezolano del sistema internacional, tanto en los entes multilaterales, como en las capitales de prácticamente todos los países del planeta.
No es posible analizar la realidad sociopolítica de Venezuela sin entender la raíz del conflicto histórico en desarrollo. Por un lado, debe considerarse que Nuestra América Latina y Caribeña es un continente en disputa permanente. Desde el siglo XVIII, mucho antes de enarbolar sus conocidas doctrinas de dominación anexionista, los “padres fundadores” de Estados Unidos, ya advertían que, una vez que su población creciera lo suficiente, le arrebatarían a la corona española sus dominios en la América Hispana, uno a uno. A pesar de que el país norteamericano batalló por su independencia contra el imperio inglés, jamás apoyó los procesos de independencia de las colonias españolas, afines al suyo, al menos en principio. No querían ya entonces en Washington ver nacer pueblos libres, querían conquistar el Continente todo y ejercer su dominio en lo que ellos consideran el hemisferio occidental. La Doctrina Monroe, el Destino Manifiesto, el Corolario Roosevelt, Sistemas Panamericano e Interamericano, golpes de Estado, invasiones, intervenciones de todo tipo, bases militares, falsa lucha contra las drogas, arrebatar territorios directamente y pare usted de contar: el objetivo siempre ha sido el mismo.
Ya se preconfiguraba el carácter imperialista-expansionista que adquiriría Estados Unidos y que ya en 1829 denunciaba Simón Bolívar, cual profeta geopolítico: “Estados Unidos, que parece destinado por la Providencia para plagar la América de miserias, en nombre de la libertad”. Se trata entonces del derecho a la existencia de pueblos y naciones libres versus aceptar con resignación ser simples dominios del imperio estadunidense, esclavizados y al servicio del metabolismo de control social del capital.
En el centro de esta disputa histórica que no conoce pausa, ni tregua, se encuentra Venezuela. Nuestro país, por razones geográficas y geológicas, cuenta con grandes riquezas y, más importante aún, cuenta con un pueblo levantisco, rebelde, libertario, antiimperialista de origen y por definición. Los conquistadores europeos cruzaron varias veces la América del Sur en búsqueda del famoso “Dorado”. Aunque no se percataron hace 4 siglos, esas tierras que buscaban con desesperación, son las que hoy pertenecen al sagrado territorio de la República Bolivariana de Venezuela. Sin embargo, ya a finales del siglo XIX, en la medida en que se desarrollaban las fauces del imperio estadunidense, la aparición del petróleo y sus usos logró atraer todas las codicias hacia la inmensa riqueza energética del país.
Todos los gobiernos venezolanos que durante el siglo XX asomaron, aunque fuera una relampagueante política soberana en relación con las ganancias de la industria petrolera, fueron desestabilizados y derrocados por obra y gracia de la élite corporativa dominante en Washington. La tensión y contradicción histórica se maximiza cuando, esta vez por obra y gracia del pueblo de Venezuela, Hugo Chávez llega al poder político en 1999 y entramos en el siglo XXI con una política de verdadera y radical nacionalización de las industrias vinculadas a los Recursos Naturales. Ya en los primeros años de esta nueva fase de la disputa histórica se produjeron viscerales rebeliones de la burguesía nacional, apoyada abiertamente por Washington, que incluyeron el golpe de Estado de 2002, el sabotaje a la industria petrolera, entre otros muchos capítulos de esta etapa aún en desarrollo. Los actores imperialistas han procurado, por todos los medios a su alcance, derrocar y liquidar la Revolución Bolivariana, para retomar el control político del país, para que las riquezas de los venezolanos y venezolanas, se vuelvan a tributarle beneficios al capital transnacional.
Hugo Chávez y la Revolución Bolivariana invirtieron por primera vez la gran riqueza nacional en las grandes necesidades del pueblo. A través de las denominadas Misiones Sociales, se abordaron deudas sociales insólitas en la salud, la vivienda, le educación, la infraestructura, la cultura, la alimentación, el trabajo productivo, la producción industrial, entre otras muchas. Los gobiernos estadunidenses, principal rostro político del imperio corporativo mundial, han acentuado su empeño obsesivo en resolver esta pugna histórica en Venezuela a favor del capital. Toda coyuntura política, económica y social en los últimos años, puede explicarse a partir de la confrontación de modelos y la disputa por retomar o conservar el poder político en Venezuela. Todos han sido episodios reales de este libro apasionante, en el que un pueblo es atacado de 1 mil maneras, para que se rinda y le entregue el poder, su poder, a sus antiguos explotadores.
Son inútiles los análisis simplistas y reduccionistas, plasmados en manuales elaborados por laboratorios en Washington y difundidos con veneno sensacionalista e inhumano por los grandes medios de comunicación al servicio del imperialismo y el statu quo. Lo que ocurre en Venezuela no es un dilema democracia-dictadura, ni un asunto de derechos humanos, ni se define por la personalización entre Nicolás Maduro versus el dirigente de turno de la oposición burguesa ungido por la Casa Blanca. Se trata, como nos hemos referido, de otro capítulo de la disputa histórica entre un pueblo que está decidido a ser libre e independiente, contra un imperio empeñado en dominarlo a través de actores nacionales y mundiales, sometidos a sus intereses. Entendiendo esta premisa, se pueden explicar y comprender desde una aproximación científica y realista, los dinámicos acontecimientos que se divulgan a través de tendenciosos y sesgados titulares en occidente.
Desde febrero de 2018, cuando Washington dio la orden directa para que la delegación de la oposición venezolana se negara a firmar el acuerdo integral producto del proceso de diálogo llevado adelante en la República Dominicana durante meses, se activó este capítulo de la disputa histórica, cuyas secuelas hemos vivido desde enero de este año. Un golpe de Estado en proceso, con una amenaza permanente de invasión militar, en medio de un salvaje y criminal bloque financiero y comercial, cuyos autores intelectuales y materiales dan la cara sin máscaras. La autoría de los crímenes contra Venezuela ha sido orgullosamente reivindicada por los miembros de la propia administración Trump: el propio Donald Trump, Mike Pence, John Bolton, Mike Pompeo, Elliott Abrams, Greg Faller, Marco Rubio; con el agregado de algunos “presidentes” y gobiernos latinoamericanos, que en realidad no son más que eslabones subordinados de la cadena de mando de la Casa Blanca y que tratan de sumar a le región a esta guerra no convencional.
Nunca antes los voceros y funcionarios de alto nivel de gobierno alguno de Estados Unidos se habían presentado tan abierta y públicamente como los dirigentes y promotores de un golpe, del bloqueo y de las amenazas de guerra contra Venezuela. Esto contrasta con el formato tradicional de los golpes y procesos de desestabilización política en América Latina y el Caribe, en los cuales, si bien la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por su sigla en inglés) y los gobiernos estadunidenses siempre han sido autores intelectuales y financistas, guardaban las formas al darle protagonismo mediático a militares o políticos de las élites burguesas de nuestros países, para no ser tan evidentes.
De entre de todas las amenazas y declaraciones guerreristas del asesor de Seguridad, John Bolton, para procurar ahorcar al pueblo venezolano, hacer colapsar la economía y forzar un cambio de gobierno por la fuerza, destaca el reconocimiento de los verdaderos objetivos de esta arremetida imperialista: las empresas petroleras estadunidenses ya están listas para entrar a producir en Venezuela cuando ocurra el cambio de gobierno. Para completar la estrategia, la burguesía venezolana en la Asamblea Nacional, que jamás discute legislación alguna al servicio del pueblo, vuelve a ubicarse a favor de Washington en el desarrollo de la disputa permanente, y se dedica a discutir y aprobar leyes para permitir que las empresas transnacionales puedan explotar recursos naturales por su cuenta, contraviniendo la Constitución Nacional; como también pretenden que Venezuela reingrese en vetustos mecanismos de cooperación militar con Estados Unidos, para facilitar la intervención militar imperialista; aparte de su permanente solicitud para que se impongan más medidas restrictivas, mal llamadas sanciones, contra las instituciones financieras e industriales del Estado venezolano, para restringir la capacidad institucional y facilitar el criminal bloqueo contra la economía, contra el pueblo venezolano todo.
Aunque la guerra integral contra Venezuela está en pleno desarrollo, la agresión imperialista ha ido dando tumbos y va de torpeza en torpeza, de fracaso en fracaso, subestimando al pueblo venezolano y su voluntad de independencia y libertad. La Revolución Bolivariana no es un partido o una coalición partidista circunstancial, no depende ni responde a ningún poder o corporación económica, ni es tampoco una casta burocrática aferrada al poder. La Revolución es un fenómeno sociopolítico, cultural, que cuenta con el apoyo inexorable de las mayorías tradicionalmente excluidas de la toma de decisiones, y cuyas raíces se extienden hasta lo más profundo de la identidad histórica del pueblo de Venezuela. No existe, ni existirá, imperio, por poderoso que sea, capaz de borrar de la faz de la tierra, un cuerpo y un proceso social tan arraigado como el del chavismo. Por más campañas perversas de desprestigio, por más odio político que pretendan generar, por más recursos que le dediquen, por más amenazas que lancen, por más bloqueos que impongan, están destinados a fracasar.
Es entre los venezolanos y venezolanas, incluyendo a la burguesía y sus representantes, a pesar de todas las diferencias que podamos mantener, que debemos diseñar y desarrollar mecanismos para la administración de esta disputa histórica, para lograr acuerdos de coexistencia y convivencia, para avanzar en la regularización de este conflicto por el control y el destino de la riqueza nacional y el protagonismo o invisibilización de las mayorías. Acuerdos que, sin ignorar las diferencias y el proceso de pugna subyacente, protejan la paz y la independencia nacional, alejando para siempre las amenazas militares (externas o internas) y los ataques imperialistas contra nuestra economía. Acuerdos que permitan funcionar el aparato productivo y el sistema de protección social, sin sufrir las consecuencias de la ambición del capital por controlar los destinos del país. Que los venezolanos y venezolanas puedan estudiar, trabajar y sentir que sus derechos sociales están garantizados y se democratizan, sin tensiones y coyunturas impuestas para afectar la vida en sociedad.
Que sea el pueblo, libremente, el que decida, el que elija, el camino a seguir, en condiciones de respeto a nuestra soberanía. Que en todos los desafíos electorales por venir, la burguesía presente su propuesta de economía neoliberal y privatizaciones sin complejos. Que el pueblo la evalúe y la contraste con el proyecto socialista, sin injerencias, sin guerras inminentes, sin campañas de mentira y tergiversación. Como decía el Libertador: “Yo tengo pruebas irrefragables del tino del pueblo en las grandes resoluciones; y por eso es que siempre he preferido sus opiniones a las de los sabios”. Mientras la Revolución Bolivariana esté en el poder, el pueblo siempre tendrá la primera y la última palabra en la definición del camino y el destino de nuestra sociedad.
Hemos transitado procesos de diálogo político con la oposición en 2014, 2016, 2017-2018 y ahora en 2019. Conversaciones que se han mantenido a pesar de la violencia política, de la injerencia protagónica de Washington en las continuas conspiraciones y de las reacciones del Estado ante la agresión. Para que el entendimiento de frutos trascendentes, reales, las partes debemos comprender y tenemos que partir del carácter permanente, estructural, de esta pugna a la que hemos hecho referencia, y aportar a la construcción y protección de los mecanismos políticos necesarios para lograr acuerdos firmes en medio de diferencias, a veces irreconciliables. Quienes apuesten por un diálogo simplista y utilitario para ganancia de los agresores, o los que tienen intereses en la guerra, o en un proceso para remover un grupo del poder o negarle al otro el acceso, equivocan una vez más el rumbo y la estrategia, sin considerar las fuerzas profundas y las contradicciones radicales que han definido la evolución e interacción política en los últimos tiempos.
No es con una firma, una elección puntual o un acuerdo instruccional parcial que se procesan diferencias tan determinantes y se garantiza la paz duradera. La solución puede incluir opciones y acuerdos como esos, pero no la definen, ni la restringen. Seamos capaces de ver mucho más allá. De elevar la jugada, de estar a la altura de la historia y del futuro. Hagamos política desde la realidad concreta, desde nuestras posiciones ideológicas, pero siempre teniendo como objetivo el desarrollo humano, la meta bolivariana de la mayor suma de felicidad y posible. La solución debe llevarnos a un mecanismo permanente y flexible de administración del conflicto histórico que nos ha marcado y nos marcará por décadas.
El presidente Nicolás Maduro no se cansará de transitar los caminos del diálogo, pero no para tratar de superar un escollo coyuntural o circunstancia específica, sino para ampliar el horizonte de paz y de prosperidad a través del establecimiento de canales y métodos estables de diálogo social, político y económico, con los partidos de oposición, con la clase trabajadora, con el Poder Popular, con las fuerzas productivas. Acerquémonos para reconocernos, entendernos y respetarnos en nuestras diferencias y coincidencias. No le temamos a la contradicción que ha desatado los acontecimientos de nuestro propio devenir. No la ignoremos, no la subestimemos, ni la dejemos al margen. Entendámosla con coraje e inteligencia y aprendamos a administrar durante las próximas décadas este conflicto constitutivo, esta disputa omnipresente, que nos rige, con la sabiduría y la madurez que nos exige el pueblo de Venezuela, los pueblos de Nuestra América, los pueblos que luchan, resisten y tienen derecho a vivir en paz, en condiciones de libertad e igualdad. Es decir, tienen derecho a vencer.
Jorge Arreaza*/Prensa Latina
*Canciller de la República Bolivariana de Venezuela
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