Análisis

Venezuela, una nación bajo asedio

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Entre 1999 y 2018, Venezuela celebró 25 procesos electorales –desde presidenciales hasta municipales–; desde entonces y hasta la fecha, ha sufrido intentos de golpes de Estado, sabotaje productivo, comercial y financiero, acciones vandálicas, boicot electoral, huelgas, bloqueo legislativo. La ausencia de democracia es sólo un pretexto para mantener el asedio contra esa nación.

Dice un conocido adagio filosófico-político que la única verdad es la realidad. Sin embargo, la realidad admite distintos matices –incluso encontrados­– de acuerdo con los ojos que miran, según evidencia la misma realidad. Ojos que perciben, filtran y opinan según valoraciones e intereses que viven detrás de los globos oculares. Puede además afirmarse como obvio que lo que esos ojos perciben, cualesquiera sean sus preferencias ideológicas, moldes de pensamiento, matrices de formación o herencias culturales es, en todos los casos, apenas un recorte parcial de la realidad. Aun así, hay una enorme distancia entre la diversidad de miradas sobre el mismo hecho y una lisa y llana mentira. Y esto último, la mentira, en sus también diversos formatos, es lo que habitualmente vemos y escuchamos sobre Venezuela a través de los medios hegemónicos de confusión.

Venezuela es un país cuyo pueblo y gobierno están bajo asedio. Prácticamente desde el mismo momento en que comenzó a desandar la vía bolivariana, asumiendo una indómita aspiración de emancipación del dominio económico y político de los círculos elitistas y de la visión dependiente de los intereses de Estados Unidos en el Caribe y América Latina.

La rebelión popular conducida por Hugo Chávez Frías le valió el inmediato rechazo de los sectores privilegiados, sectores que se habían repartido el botín económico y político a lo largo de 40 años mediante el Pacto del Punto Fijo, sellado luego de la caída del dictador Pérez Jiménez. Modalidad no muy distinta al bipartidismo –a imagen y usanza estadunidense– que en muchas naciones latinoamericanas supuso un remedo de democracia. Para que nada cambie y para que parezca que el pueblo decide.

Por eso, cuando empezaron a cambiar los vientos, cuando la organización popular comenzó a expresar la fuerza y la opinión de los postergados, los mecanismos de reacción se activaron de inmediato. Ante la innegable necesidad del control del Estado sobre el principal recurso económico del país, el petróleo, la imprescindible inversión de prioridades en la asignación de recursos poniendo en el centro al bienestar de las mayorías junto a la potente propuesta de democratización contenida en la Constitución aprobada en 1999, sonaron las alarmas del poder establecido y sus mentores políticos y culturales en los Estados Unidos. Desde entonces, la revolución bolivariana ha sufrido un ataque permanente.

Al igual que sucede con la violencia, que adopta distintas modalidades, la guerra contra el movimiento popular chavista y sus consecutivas victorias electorales se ha desarrollado combinando distintos planos y tácticas. Es una estrategia multidimensional cuyo propósito es acabar con este importante intento social evolutivo.

La guerra política, una guerra sociocultural

En los 20 años transcurridos desde la asunción de Hugo Chávez a la presidencia en 1999, el país ha transitado 25 convocatorias electorales, incluyendo elecciones presidenciales, legislativas, constituyentes, regionales, municipales y una iniciativa de revocatoria de mandato. De éstas, el chavismo ha vencido en 23 oportunidades, siendo derrotado en la iniciativa de una nueva reforma constitucional en 2007 y obteniendo la oposición un amplio triunfo en las parlamentarias de 2015.

Los sectores opositores han intentado detener la marea de transformaciones, pretendiendo socavar y derrocar al gobierno mediante golpes de Estado, sabotaje productivo, comercial y financiero, acciones vandálicas de calle (“guarimbas”), boicot electoral, huelgas, revocatoria de mandato, bloqueo legislativo, escalando finalmente a intentos de magnicidio, atentados contra instalaciones civiles y militares y el desconocimiento de la institucionalidad.

El chavismo ha cimentado su fortaleza política en base a la organización, al fuerte arraigo popular con un progresivo aumento de la conciencia política en los sectores postergados y en la unidad cívico-militar. La oposición, fragmentada pero con fuerte apoyo empresarial, de medios privados, de la cúpula eclesiástica y del aparato conspirativo estadounidense, fue recomponiendo parcialmente su fuerza desde los sectores medios y acomodados de la sociedad. Estos últimos, mayormente de ascendencia europea, caracterizados por su admiración hacia el estilo de vida estadounidense y el individualismo como timón de la existencia. En la vereda de enfrente –o mejor dicho, en los barrios periféricos, en los cerros y los lugares donde la comodidad no abunda– emergieron con potencia las reivindicaciones de mestizos, negros y criollos, herederos de la miseria, la segregación y la servidumbre colonial, pero también de la gesta independentista.

La guerra de la oligarquía contra la revolución bolivariana es en última instancia una pugna por negar la dignidad e igualdad de derechos para todo ser humano y es el fruto del rasgo violento de perpetuar la imposición de la cultura occidental y blanca como modelo a seguir.

La guerra económica

Paralelamente a la ofensiva política, Venezuela fue objeto de ataque a su economía. Un elemento clave en la agresión ha sido la embestida contra su moneda nacional, el bolívar, que con su pérdida de valor ha arrastrado a los salarios. Como ariete principal se utilizaron portales web como “dolartoday”, operado desde Florida por opositores al gobierno venezolano, cuya referencia teórica es el profesor Steve Hanke, vinculado al ultraconservador Instituto Cato.

La disminución del producto interno bruto (PIB) también es resultado de la caída de los precios del petróleo (ahora en franca recuperación), todo lo cual produjo un achicamiento del mercado interno y el aumento de la desocupación, siendo ello, junto a los bajos ingresos, el principal motor de la emigración.

La expansión del mercado negro, prohibido por ley, produjo una espiral inflacionaria y volvió prácticamente estériles los esfuerzos gubernamentales por equiparar la virulenta agresión monetaria. Al mismo tiempo, las agencias calificadoras elevaron el “riesgo país” sin correspondencia seria con las variables económicas, encareciendo el crédito y produciendo el aumento de la deuda soberana, de por sí exigida por la situación.

A este cuadro se suma la fuga millonaria de divisas por parte de la banca y el sector privado (un “bachaqueo”  financiero a gran escala), el terrorismo de la cadena de comercialización con un abusivo aumento de precios, el acaparamiento de productos (la supuesta “carestía”, acentuada por el contrabando de extracción) y la excesiva dependencia del país de la importación de bienes para la producción y el consumo.

A este último factor apunta el bloqueo impuesto por las sanciones unilaterales de Estados Unidos, como el congelamiento de los activos de la petrolera venezolana en ese país, la prohibición de las compañías estadounidenses de realizar transacciones con la empresa y el asfixiante cerco financiero montado para inhibir la provisión de divisas y la compra de insumos – entre ellos medicinas de primera necesidad. Un reciente estudio (CELAG) calcula la pérdida de los venezolanos por el boicot financiero y comercial (2013-2017) entre 245 mil y 350 mil millones de dólares.

A pesar de esta guerra económica, el gobierno de la revolución bolivariana ha sostenido su compromiso social, manteniendo un 75 por ciento del presupuesto invertido en el bienestar poblacional. Numerosos son los logros de la revolución bolivariana en el campo de la extensión de los servicios sanitarios, la protección a la ancianidad, la gratuidad educativa, el incremento de la matrícula universitaria, la construcción masiva de vivienda social, la extensión de los servicios públicos, el acortamiento de la brecha digital, la superación del analfabetismo, la garantía de provisión alimentaria, la entrega de tierra al campesinado. Sin contar con una victoria intangible pero primordial, acrecentar la dignidad, la participación y la convicción emancipadora del pueblo.

Vincular la estrategia de demolición económica a los ciclos electorales y a los intentos de una oposición mandatada desde Estados Unidos para liquidar la revolución, es sencillo. La correlación es directa.

La guerra mediática y diplomática

Cualquier búsqueda de noticias sobre Venezuela en Internet a través de los algoritmos monopólicos de una conocida empresa estadounidense, dará como resultado una catarata de informaciones poco felices. Cualquier comentarista en cadenas televisivas de amplia audiencia – posición que ostentan no en base a la calidad de sus contenidos sino por la apropiación concentrada de los servicios de radiodifusión– emitirá su porción de veneno contra el gobierno de Nicolás Maduro, sin investigar, repitiendo tópicos y ocultando la raíz de la coyuntura venezolana y sus propias motivaciones políticas.

Cualquier opositor al gobierno encontrará inmediatamente eco a sus críticas y se presentarán como “prueba testimonial” dramáticos relatos de emigrados, que abundarán en detalles sobre supuestas represiones, manejos tiránicos y las más diversas calamidades. Todo este material que bombardea diariamente a ciudadanos ocupados en quehaceres cotidianos, con poco tiempo para analizar la información en profundidad y contexto, no cumple con las reglas básicas de un periodismo veraz. Es sesgada, no ofrece fuentes contrastadas en proporción equilibrada, ni suficientemente fehacientes. Contiene una clara intencionalidad, idéntica a la que adhiere el cártel de medios internacionales propiedad del capital: demonizar la persona del presidente Nicolás Maduro y desprestigiar a la revolución bolivariana, exacerbando sus dificultades y minimizando (u ocultando) sus logros.

En definitiva, los medios de confusión masiva sirven a la insoslayable intención de ponderar las evidentes bondades del sistema capitalista y los países con gobiernos afines, en los que pobreza, escasez, corrupción, delincuencia, manipulación electoral, discurso único, felizmente, son fenómenos superados…

Ya fuera de toda ironía, su objetivo es crear sin pudor alguno la atmósfera para forzar el cambio de gobierno en Venezuela o justificar, si así lo “exigieran” las circunstancias, un derrocamiento violento, dadas las características “perversas” del “régimen”.

Un papel similar cumplen las ofensivas diplomáticas, comandadas desde Washington a través de la OEA, cuyo secretario general ocupó el vergonzoso papel de llevar adelante una descarnada ofensiva políticamente motivada contra el gobierno constitucional de Venezuela. Actitud violatoria de las normas del derecho internacional, pero consistente con la práctica histórica de ese organismo.

Al mismo tiempo, la ofensiva continental de gobiernos de derecha articulados en el llamado Grupo de Lima (salvo México, desde la victoria electoral de Andrés Manuel López Obrador) ha sido ariete fundamental para sostener una imagen negativa de Venezuela y su gobierno, cimentada en declaraciones, apariciones en medios, suspensión en organismos de integración como el Mercosur, abandono de la UNASUR, etcétera).

A esta cruzada non sancta se han plegado varios gobiernos de una Europa publicitada como civilizada, pero que gobernada por corrientes derechistas y neofascistas, comete a diario violaciones a los derechos humanos, como dejar que personas se ahoguen en el mar o fomentar guerras a través de la venta de armas. A la arremetida se ha sumado el actual presidente de gobierno de la monarquía parlamentaria española, Pedro Sánchez, quien lejos de adoptar el principio de no intervención, continúa fielmente con el precepto de la corona –aún 200 años después de la expulsión del imperio– de no aceptar la emancipación plena de América Latina y el Caribe.

Detrás y delante de todo ello está la soberbia de las administraciones estadounidenses, súbditos a su vez, del complejo financiero-industrial-militar que es en realidad el gobierno permanente, el partido único que comanda los destinos de aquel país y que pretende no perder su status de poder mundial dominante.

Sin embargo, a pesar del absurdo estigma de “amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos”, de la severidad de crecientes sanciones unilaterales, la guerra diplomática no ha conseguido en los estamentos multilaterales, pese a repetido intentos, su objetivo principal: lograr mayorías para condenar al gobierno de Venezuela, abriendo la puerta de ese modo a acciones agresivas avaladas por el consenso internacional.

La guerra psicológica

Venezuela está siendo sitiada, tal como eran asediadas las plazas difíciles de conquistar a lo largo de la historia. Una táctica indispensable de un cerco militar es la guerra psicológica, que apunta a debilitar la confianza en la propia capacidad de defensa para forzar la rendición de la plaza. Entre los objetivos centrales de la asfixia está la criminal intención de dividir a las fuerzas armadas y sumar su apoyo al golpismo, lo que conduciría a una guerra civil y muy probablemente a la partición territorial del país.

Esta guerra psicológica es llevada adelante con el rumor permanente de una “inminente intervención militar”, con el absurdo argumento de “ayuda humanitaria”. Con el mismo propósito se ha instalado la imagen de un “gobierno paralelo”, reconocido por aliados, en realidad vasallos, de la estrategia de reconquista del suelo venezolano por los cruzados del capital y el imperialismo. En el mismo propósito confluyen traslado de soldados, videos de lanchas desembarcando en playas colombianas, visitas de altos mandos del Comando Sur a Colombia, montajes de carpas y cajas con pomposas etiquetas simulando contener elementos para paliar la “dramática crisis humanitaria”.

No parecen dadas las condiciones de una invasión abierta; un asalto final a la plaza cercada parece, como mínimo, prematuro. El Congreso estadounidense no ha aprobado ninguna intervención de su ejército, no hay consenso en Naciones Unidas, ni en la Unión Europea. En Latinoamérica, pese a la adhesión de varios gobiernos a la tentativa de golpe, nadie parece dispuesto a involucrarse en un conflicto armado de efectos terribles y perspectivas de “triunfo” dudosas.

Aun así, la situación es grave. La insensatez, irracionalidad y extremismo de varios de los gobiernos involucrados en la amenaza de guerra, son la variable peligrosa que no puede ser desestimada. Corresponde a los pueblos levantar una ola unánime por la paz y el levantamiento del asedio a Venezuela.

Las habituales motivaciones inmorales

Las motivaciones de esta arremetida en curso contra Venezuela, no son muy diferentes a las que habitualmente conducen a las atrocidades de invadir, colonizar y destruir a otros. Por lo mismo, no admiten justificación alguna.

La codicia de las corporaciones respecto a la posibilidad de capturar y administrar las enormes reservas naturales del país como petróleo, gas, oro, hierro o coltán y su valor estratégico geopolítico son motores centrales de la agresión. A esto se suma la intención de cerrarle el paso al avance de las relaciones comerciales y de inversión entre China, Rusia y América Latina, las que hacen disminuir la hegemonía económica de Estados Unidos y Europa sobre la región.

La revolución bolivariana ha dado además un fuerte impulso a procesos de integración solidaria y soberana, los que emergieron como dique de contención a la pretensión estadounidense de determinar la política de la región y su posicionamiento internacional.

Finalmente, se trata de establecer un castigo ejemplarizante y evitar la construcción de alternativas al decadente modelo excluyente del capitalismo, lo cual queda evidenciado en la persecución y proscripción política de liderazgos populares y la progresiva instalación de regímenes represivos de derecha en varios países de la región, funcionales al objetivo mencionado.

Presente y futuro

El imperialismo occidental cree (o quiere hacer creer) que al altivo gobierno de la revolución le ha llegado la hora. Que es tiempo de que los venezolanos vuelvan al redil de la servidumbre, de la hipocresía moral, del fracaso social, de la política fraudulenta que encarnan los gobiernos detractores de la apuesta revolucionaria.

Buena parte de los gobiernos y los pueblos del mundo no estamos de acuerdo. No somos imparciales, ni ambivalentes. Pensamos más bien que lo que tiende a su fin es un sistema de apropiación violento, tanto en términos objetivos como subjetivos. La intencionalidad de un pueblo se expresa en su soberanía, la posibilidad de construir sociedades más justas se instala sólo a partir de la paz. La paz es condición de equidad y la equidad, condición ineludible de libertad.

Para que haya paz, equidad y libertad, lo que debe caer, más temprano que tarde, es la voracidad de poder imperialista, producto de la violenta y prehistórica ambición de dominar a otros y acumular riqueza en desmedro del bienestar colectivo.

Javier Tolcachier*/Telesur

*Investigador en el Centro Mundial de Estudios Humanistas

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