Más de Kafka que de Stalin: del muro de deudas al “co-inmunismo”
Slavoj Zizek
Nuestra sociedad “abierta” y “liberal” es casquivana. A cada rato se empecina en mostrarnos la subsistencia de su rancia naturaleza, más decrépita, más deformada, grotescamente pintarrajeada de “democracia” tropical: como una anciana nostálgica de sus grandes días; vieja reina alucinada de una comedia cómica, de mueca ridícula de la realidad física y social, confiada de que alguna vez fue amada por quienes la abandonaron en el asilo de la historia, entre burlas y risotadas. Como al descuido, entrevera sus perifollos republicanos con sus andrajos despóticos olvidados por los diseñadores del folclórico vestuario, y exhibe en su obscenidad a los nuevos ordinarios gobernantes estatales y municipales, paridos de la misma matriz socioeconómica. Ésas, las anomalías genéticas del sistema político, incorregibles, a menudo impresentables, como los noveles príncipes (Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña) en la gran curda de la “democracia”.
¿Qué clase de mutantes regionales desembarcaron con la alternancia, el pluralismo, la descentralización y fragmentación del poder, el federalismo reformado? ¿Cómo han ejercido los virreyes sus pequeñas cuotas de poder en sus aldeas y cómo se refleja éste en balance financiero de los señoríos?
En un federalismo centralizado, era el príncipe que imponía y subordinaba a los gobernantes locales, intervenía en sus dominios, los controlaba política y presupuestalmente, mediaba entre caudillos y caciques regionales, a los que les distribuía o quitaba cuotas de poder, atemperaba sus apetencias políticas y económicas feudales e integraba nacionalmente sus pretensiones disgregadoras. Lo anterior sin menoscabo de la relativa autonomía con que contaban los gobernadores para mantener la estabilidad provincial, controlar las instituciones, congresos, ayuntamientos, grupos políticos y de interés, opositores, estructuras partidarias locales, repartir la cohesión de los beneficios y la impunidad. Un gobernador fuerte, elegido y respaldado por el príncipe, y a quien en cierta medida representaba, se convertía en el líder pequeño de la elite y la política estatal, en mediador de las contiendas de su jurisdicción. Toda insubordinación extrema era sancionada con los métodos radicales de las presiones hasta lograr la renuncia, la desestabilización artificial de los mandatos y la desaparición de poderes.
Ese nostálgico diseño institucional, por décadas garante de la relativa estabilidad y gobernabilidad excluyente del presidencialismo despótico, es el que pretende restaurar Enrique Peña Nieto. A golpes de sometimiento, acuerdos, dádivas, traiciones y decretos, impuestos y negociados con los partidos paraestatales reciclados en rebaño hacia la derecha.
¿Cuál fue el resultado del fin del presidencialismo despótico?
En el caso de los estados y municipios, la mayor soberanía ganada por quienes ejercen el poder sólo redundó en el florecimiento de sus tentaciones caudillistas y caciquiles. En la conversión de sus áreas de influencia en feudos donde ejercen el poder a su libre arbitrio, según sus intereses particulares, familiares, de grupo; verdaderas mafias organizadas, situación agravada por la ausencia de normas legales que regulen, inhiban, corrijan y sancionen sus arbitrariedades; la falta de controles por parte del gobierno federal o del Congreso, con el cual mantienen relaciones “amigables” (pues los legisladores les deben sus puestos a los gobernadores); la subordinación de los congresos locales y de otros organismos supuestamente encargados de la supervisión. El manejo de las finanzas se ha caracterizado por su opacidad, la discrecionalidad, la corrupción.
En todos ellos priva un principio básico de supervivencia. Es la máxima esbozada en 2004 por Alfonso Sánchez Anaya, quien fue gobernador de Tlaxcala, apoyado por el Partido de la Revolución Democrática (PRD): “siempre es bueno dejar a alguien que proteja cuando se deja la candidatura, mejor si se trata de un familiar tan cercano” (Rogelio Hernández, El centro dividido. La nueva autonomía de los gobernadores).
La alternancia no trajo consigo príncipes y principitos democráticos. Sus engendros astrosos resistieron la desaparición del mesozoico priísta absolutista, se reciclaron, se “modernizaron” y se diversificaron partidariamente con la boyante alternancia de los gobiernos federal, estatal y municipal. Son los torvos, rústicos Mario Marín, Sergio A Estrada Cajigal, Andrés Granier, Fidel Herrera Beltrán, Eduardo Bours, Amalia García, Humberto Moreira y otros, de aromáticas carnes dignas del presidio.
Ellos son dignos herederos de los Gonzalo N Santos, el Alazán Tostado; Rubén Figueroa Figueroa, Tigre de Huitzuco, o su junior Rubén Figueroa Alcocer. Los señores de horca y cuchillo de los viejos feudos de San Luis Potosí y Guerrero, por mencionar a dos postrevolucionarios y no a los decimonónicos prerrevolucionarios. Los de la ley de los ierros: encierro, destierro y entierro (Figueroa padre dixit). Afamados por los baños de sangre a los que sometieron a sus opositores vasconcelistas (1929), con la Guerra Sucia de la década de 1970 o en Aguas Blancas (1995). Los símbolos de la corrupción de partido omnímodo, que de “la moral” sólo conocían el “árbol que da moras” de los caciques más recientes como Jorge Carrillo Olea, Víctor Manuel Cervera o Eduardo Robledo.
Son los caciques de la alternancia, cuyo manejo feudal de las finanzas públicas y estatales se pondera con los agujeros negros: esa región finita del espacio cuyo campo gravitatorio le permite tragar, desintegrar y destruir todo objeto que se acerque a su horizonte de eventos. Nada que cae a un agujero negro vuelve a salir, al menos en su forma original.
De los hoyos negros de los gobernadores y los munícipes supura la excrecencia de la corrupción.
Por otro, han dejado una estela de finanzas estatales y municipales en serios problemas, al borde de la bancarrota y comprometidas para las siguientes generaciones.
Para recaudar impuestos locales se han visto indolentes. Prefieren la dependencia parasitaria de las aportaciones federales. Pero al momento de gastar el dinero se presentan como expertos en la opacidad.
Del total de los ingresos netos de los estados, en promedio, apenas el 12 por ciento corresponde a su recaudación propia. El resto son las aportaciones fiscales de la federación (1994-2012), según el anexo del Primer informe de gobierno de Peña Nieto. En el caso de los municipios, equivalen al 25 por ciento.
Los desmedidos adeudos ante la banca privada, de desarrollo, los proveedores y otros acreedores han provocado que sus obligaciones financieras superen las participaciones recibidas de la federación. En el caso de Coahuila son mayores en 285 por ciento; Chihuahua, en 169; Nayarit, en 112; Nuevo León, en 202; Quintana Roo, en 239; Sonora, en 108, y Veracruz, en 127 por ciento.
En la mayor parte de las entidades citadas está latente el riesgo de la insolvencia, de la contagiosa crisis de pagos y del rescate forzado ante una eventual alteración combinada de factores que desprenda los alfileres que sostienen las pesadas deudas de los estados y municipios: la caída en sus ingresos propios y las participaciones federativas (deterioro en la renta petrolera, el estancamiento económico y sus efectos nocivos sobre la recaudación no petrolera, la disciplina fiscal), el alza de los réditos y de los intereses devengados por los pasivos, el aumento de los precios que afecte a los egresos reales, el manejo político de las finanzas públicas por parte de los peñistas, la incontenible sangría asociada a la corrupción de los servidores públicos y los contratos “negociados” con los empresarios.
Si los nuevos gobernadores salen igual de diestros en las artes oscuras de sus antecesores, a nadie debería sorprender que más de una entidad emule el destino de la ciudad de Detroit, que en junio pasado se declaró en insolvencia de pagos, en bancarrota.
*Economista
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