1. Representa una confirmación. La negación de los viejos genes del “nacionalismo revolucionario” priísta que sellaron la política mexicana y modelaron un estilo de desarrollo hasta la gran crisis económica de 1982. Ese “nacionalismo revolucionario” de la postguerra que se basó en el crecimiento del mercado interno protegido, en beneficio exclusivo de la acumulación de capital de la burguesía local –una parte de ésta germinada en las entrañas de la “modernización” porfirista y otra incubada en el útero de la Revolución Mexicana de 1910-1917 y sus reformas subsecuentes–, amparada y fortalecida por la intervención activa y autoritaria del Estado, y la búsqueda de una autonomía relativa ante el despliegue de los intereses hegemónicos del naciente imperialismo capitalista estadunidense, en el contexto de la bipolaridad de la Guerra Fría, evitando la confrontación en los temas fundamentales para esa nación, pero resaltando su independencia en los secundarios considerados como relevantes para México (Mario Ojeda, Alcances y límites de la política exterior de México, Colegio de México, México, 1976).
2. Constituye una afirmación. La militancia irrestricta en la mutación genética hacia la neoporfirista “modernización” neoliberal. En el nuevo proyecto postrevolucionario impuesto por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, bajo los cánones del Consenso de Washington, y adoptado por los tecnócratas Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari, afianzando un mercado completamente abierto e integrado a la globalización financiera-industrial de la hegemonía unipolar estadunidense, donde la nueva oligarquía procreada y en proceso de trasnacionalización comparte la economía con el capital extranjero multinacional, con el cual se asocia y tiende a ser desplazada paulatinamente por éste. En el que el policiaco Estado jibarizado se limita a velar despóticamente esa forma de acumulación y reproducción del capital. En la sustitución del nacionalismo por la subordinación a la estructura económica estadunidense, a través del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y el sometimiento a su seguridad nacional, intereses geopolíticos y nuevos enemigos fabricados con la post-Guerra Fría y desde 2001 (narcotráfico, inseguridad, terrorismo, migraciones, movimientos sociales, reformas económicas y comerciales), como forma de legitimación política y credibilidad internacional, intercambio practicado por Salinas de Gortari.
El rechazo del elusivo concepto de nacionalismo en una realidad plurivalente, como si fuera la peste negra, a favor de un aldeano cosmopolitismo, no sólo contrasta con el acendrado nacionalismo de Estados Unidos, “la esencia de su patriotismo inextricablemente ligado a la idea de que históricamente la razón de ser de su nación es global”, como señalara el ideólogo político neoconservador Robert Kagan, asesor del llamado Baby Bush [George W Bush] y de John McCain. Esa máscara ideológica que históricamente le ha servido para vigilar a su población, perseguir y neutralizar a los adversarios, aplastar a los críticos y disidentes y sojuzgar a las minorías (tal y como hicieron y hacen los priístas de viejo y nuevo cuño). Justificar su autarquía (recuérdese los obstáculos que impone, por encima de los acuerdos internacionales al ingreso de cierto tipo de inversiones productivas foráneas, la compra de empresas o de mercancías y servicios, mientras exige un trato nacional o privilegiado a los suyos al resto del mundo). Exportar sus valores culturales y morales absolutistas, calificados por ellos como superiores y los únicos universalmente válidos (el “absolutismo americano”, como dice el politólogo Louis Hartz en su trabajo La tradición liberal en Estados Unidos). Imponer por cualquier medio su supremacía a escala planetaria (Lorenzo Meyer, La desvanecida ruta de la ambición nacional).
También desentona con el nacionalismo empleado como una fuerza liberadora, cuyos resultados en otras naciones, en materia de soberanía, democracia y desarrollo, ha arrojado mejores resultados que los alcanzados por la opción globalizadora neoliberal adoptada por las elites dominantes mexicanas. Países como China, India, Argentina, Venezuela, Ecuador o Bolivia lo integran a un proyecto nacional que combina un Estado y abandono de parte del modelo neoliberal.
El deterioro de la soberanía nacional observado con la renovación neoliberal de México en la órbita imperial estadunidense –para usar las palabras del maestro José Luis Ceceña– se agravó a partir de 2001. Si los gobiernos de Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo ataron la política de seguridad interna y exterior a los intereses estratégicos de ese país, el proceso se intensificó con Vicente Fox, con su alineamiento a la política internacional del Baby Bush, la emisión de la Ley de Seguridad Nacional, la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad en América del Norte (marzo de 2005) o la Iniciativa Mérida, que cede espacio a la intervención estadunidense ante problemas como el del terrorismo o el narcotráfico.
Sin embargo, fue Felipe Calderón, urgido de legitimidad y respaldo externo por haber llegado al gobierno a través del golpismo “técnico” (igual que Salinas), quien abrió las puertas, de manera cínica o soterrada, con la complicidad del Congreso de la Unión dominado por priístas y panistas, a la intervención descarada de los estadunidenses. Sus programas de seguridad pública y nacional, que privilegiaron un estado de excepción anticonstitucional para su “guerra” en contra del narcotráfico, antes que la prevención en el consumo, el terrorismo gubernamental –sin desdeñar, desde luego, otros problemas como la vigilancia y la contención de la oposición de izquierda, la guerrilla–, y que requiere de la asesoría, la capacitación policiaca-militar, la modernización de armamento de los aparatos represivos del Estado y el financiamiento, facilitan la presencia de los “vecinos” del Norte en territorio nacional, las actividades coordinadas o sus acciones en apariencia unilaterales (por ejemplo en la detención de algunos narcotraficantes o la fracasada operación Rápido y Furioso, donde los aparatos de seguridad mexicanos parecen fuerzas subordinadas, formalizadas con la Iniciativa Mérida y otros acuerdos negociados).
En ese sentido, el escándalo relacionado con el espionaje que realizan las agencias de inteligencia de Estados Unidos en México, con la anuencia de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial mexicanos, y apoyados por las dependencias oficiales como la Policía Federal, la Secretaría de la Defensa Nacional, la Secretaría de Marina, la Procuraduría General de la República o el Centro de Investigación y Seguridad Nacional, entre otros, sólo testimonian parcialmente la magnitud de la intervención y la cínica violación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
Es cierto que dicha práctica y otras son milenarias y permanentes en el caso de Estados Unidos que, de esa manera, vela por sus intereses globales, económicos, políticos, diplomáticos y militares. También lo es el hecho de que no es nueva en nuestro país.
Actualmente se sabe, por ejemplo, que la Agencia Central de Inteligencia estadunidense (CIA, por su sigla en inglés) llegó para quedarse en México desde 1951. Que en el país estableció una de sus bases de operaciones más importantes por medio de la cual extendía sus tentáculos hacia otros países latinoamericanos a los que vigilaba (por ejemplo, con el apoyo del gobierno local y la entonces empresa Teléfonos de México, instalaron un sistema de espionaje en la Embajada de Cuba), desestabilizaba y participaba en sangrientos golpes de Estado. Que incluyó en su nómina a políticos mexicanos, todo en aras de contener la expansión del comunismo, supuestamente. También se ha develado que los expresidentes Adolfo López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría fueron algunos de sus agentes, con sus conocidas claves de Litensor, Litempo-8 y Litempo-14, respectivamente, tal y como han documentado trabajos como Nuestro hombre en México, de Jefferson Morley; La historia oculta de la CIA, de Winston Scott; El diario de la CIA, de Philip Agee; La CIA en México, de Manuel Buendía o los documentos desclasificados del archivo de seguridad nacional estadunidense (www.gwu.edu/~nsarchiv/NSAEBB/NSAEBB204/index2.htm).
Pero ahora la injerencia es de otra naturaleza e involucra a individuos como Vicente Fox, Felipe Calderón, Eduardo Medina Mora, Genaro García Luna, Daniel Cabeza de Vaca, Francisco Javier Ramírez Acuña, el fallecido Juan Camilo Mouriño, Fernando Gómez-Mont, Francisco Blake Mora (también fallecido), Patricia Espinosa Cantellano, Guillermo Galván Galván, Mariano Francisco Saynez Mendoza, Alejandro Poiré Romero, Arturo Chávez Chávez o Marisela Morales Ibáñez, quienes de una u otra manera compartieron las responsabilidades de la seguridad interna y nacional del país. En diversos grados, ellos saben los detalles de la presencia de las agencias estadunidenses, las conocidas y las desconocidas. Difícilmente puede pensarse que no supieran de la red de espionaje construida en México y cómo funciona (internet, telefonía y otros medios), porque desde diciembre de 2005, antes de la negociaciones de la Iniciativa Mérida, ya se sabía de que se licitarían equipos para “interceptar, analizar y usar la información captada de todo tipo de sistemas de comunicación que operan en México”.
Lo extraño, en todo caso, es que no compartieran la información obtenida. Las frecuentes filtraciones empleadas para denostar a diversos políticos pueden ser originadas de esas operaciones. Sin embargo, también es posible que se deba a la vigilancia que lleva a cabo el gobierno mexicano por su libre iniciativa. En nombre de la seguridad interna, la estabilidad y la gobernabilidad.
Posiblemente esa responsabilidad sea compartida por Teléfonos de México, Telcel, Nextel, Telefónica, Unefon, Iusacell, Cisco y Prodigy, empresas a las que alguna vez García Luna les propuso la realización del espionaje.
Es obvio que en un país donde impere el estado de derecho más de uno de los individuos señalados ya hubiera sido investigado por esas prácticas y otras delincuenciales. Pero en México, donde está ausente el imperio de las leyes, deambulan como respetables políticos.
También es evidente que ante esos sucesos, los peñistas sufrieran una histriónica demencia. En nombre, desde luego, de la misma seguridad interna y nacional, la estabilidad política y la gobernabilidad. Difícilmente podría esperarse de él una reacción similar a la de Evo Morales, presidente de Bolivia; Cristina Fernández, presidenta de Argentina; Nicolás Maduro, presidente de Venezuela, o Rafael Correa, presidente de Ecuador. O al menos parecida al cinismo de la alemana Ángela Merkel.
Enrique Peña Nieto se limitó a decir que la mera “posibilidad” del espionaje sería “inaceptable” mientras promovía en California la subasta de las riquezas mexicanas. La Procuraduría General de la República y la Secretaría de Relaciones Exteriores se dicen sorprendidos y emulan al avestruz. Miguel Ángel Osorio Chong trabaja como tapadera. A la pregunta formulada a Janet Napolitano, relativa a cómo afecta el espionaje a la relación bilateral, el palafrenero Osorio respondió: ‘‘la relación está basada en la confianza, en la colaboración institucional con los países amigos, en el diálogo”.
Al cabo, el gobierno peñista se beneficiará de la intervención y de la infraestructura de espionaje montada por los estadunidenses. Quizá sólo modificará el estilo de la “cooperación”.
No sólo eso. Como señalara el periodista Jenaro Villamil, Peña Nieto ya diseña su propio Big Data: su servicio de manejo, procesamiento de datos y nuevas tecnologías de la información y comunicación, actividad que recaerá en Alejandra Lagunes, exdirectiva de Google y de Televisa, y cuyo costo estimado, sin considerar la corrupción, es al menos de 100 millones de dólares anuales, y en la que participan tres grandes empresas de manejo y procesamiento de datos digitales: EMC Computer Systems, Kio Network y la gigante trasnacional Google Inc.
Enrique Peña Nieto no sólo no ha hecho el intento por restaurar la soberanía perdida. Además, trabaja como cabeza de playa en el redespliegue hegemónico estadunidense en América Latina. Del brazo de otros miembros del harén estadunidense, Chile, Colombia, Perú, Honduras, Costa Rica, Panamá y Guatemala, forman la Alianza del Pacífico, en oposición a China, que busca ampliar su presencia en la región, y al Mercado Común del Sur, la Unión de Naciones Suramericanas y la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América. Actúa como mercenario en contra de los gobiernos progresistas que aspiran a superar la condición neocolonial que se les “ofrece”.
*Economista
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Fuente: Contralínea 347 / agosto 2013
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