Lo que pasó en Culiacán, capital y municipio de Sinaloa, ha sido producto de la incapacidad del populismo lopezobradorista; y, políticamente, una prueba de la ingobernabilidad en que se encuentra el país ante la violencia sangrienta que está dejando toda clase de delitos perpetrados por las bandas criminales, para continuar con la herencia maldita que crearon, permitieron y alimentaron tanto el calderonismo como el perverso peñismo. Los sicarios de los hijos del Chapo Guzmán y su poder económico-militarizado (no pocos de sus integrantes son desertores del Ejército y la Marina), con demostrada estrategia y tácticas, advertidos de que irían por el tal Ovidio Guzmán, sitiaron la ciudad y esperaron a que llegaran los integrantes de la Guardia Nacional.
Cuando éstos supuestamente rodearon la mansión del capo-júnior o se dijo que hasta lo habían detenido, con armas más poderosas que las de los uniformados, anunciaron el “¡Arriba las manos!”, para los habitantes, gobernantes y policías; y que teniéndolos en la mira, matarían a discreción si los soldados no desistían de su misión de capturar a Ovidio Guzmán.
A buen resguardo en Palacio Nacional los secretarios de la Defensa, Marina y Seguridad, a quienes López Obrador dejó el encargo de resolver la amenazante situación, convinieron en tocar retirada y dejar al capo en completa libertad; habiendo cosechado un saldo de ocho muertos, camiones militares incendiados, integrantes de la Guardia Nacional saludando a los sicarios –ya que algunos de ellos eran sus antiguos compañeros– y hasta entregándoles sus armas y uniformes para con uno de éstos “disfrazar” a Ovidio para devolverlo a los narcotraficantes.
A reserva de saber más del hecho, si la Comisión Nacional de los Derechos Humanos logra investigar más a fondo, lo cierto es que la orden de extradición del júnior del Chapo Guzmán (tiene 20 que colegiadamente dirigen el narcotráfico), fue eficazmente frustrada por la estrategia desarrollada por los sicarios. Por lo que el fallido operativo se ha venido calificando como el Ayotzinapa de López Obrador, dejándole negativas consecuencias económicas, políticas y sociales. Así como la percepción de que una camarilla de delincuentes doblegaron al gobierno federal que se hace llamar “gobierno de México”; en lo que es ya la centralización de todos los poderes municipales, estatales y el federal, incluyendo a diputados y senadores y a la misma Suprema Corte de Justicia de la Nación.
No a la clásica de “a mano alzada”, sino al grito de “¡Manos arriba!”, con el que los sicarios respondieron al fallido operativo implementado por el gobierno federal, los sinaloenses presenciaron y padecieron la guerra que ya tienen en marcha los delincuentes del narcotráfico contra los gobernantes de todo el país. El ¡Manos arriba! aterrador que vivió Culiacán, es un hecho que prueba la superioridad de la narcopolítica que se inició con el homicidio del periodista Manuel Buendía; y para obtener más detalles acerca del hecho, hay que consultar el libro de Miguel Ángel Granados Chapa: Buendía, el primer asesinato de la narcopolítica en México.
Son los sicarios una delincuencia organizada que disputa el poder político institucional, emplazando al Estado, la sociedad y el gobierno, a rendirse para ser ellos quienes impongan la “ley del más fuerte”. Siete sexenios (1982-2019) sembraron lo que ahora se cosecha: el total reinado de violencia que imponen los narcos.
Álvaro Cepeda Neri
[OPINIÓN] [COLUMNA] [CONTRAPODER]
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