Los funcionarios calderonistas –pintados de azul y, a veces de amarillo chuchista para sellar la complicidad de la derecha perredista con la ultraderecha panista– amontonan sus declaraciones desde Gobernación (Ramírez Acuña, Mouriño, Gómez-Mont y el señor Blake) para tratar de justificar que, aparte de los “daños colaterales” (las víctimas inocentes del fuego cruzado: más de 5 mil en la cifra oficial de homicidios que rebasa los 38 mil), el combate a muerte contra las delincuencias va viento en popa.
Y que, cuando los mexicanos se enteran por información de la prensa escrita, ampliada con los noticieros de radio y televisión, sobre el baño de sangre, la “mala percepción ciudadana” les impide darse cuenta de que la lucha a la defensiva de marinos, soldados, policías y Fuerza Área contra la desafiante ofensiva de los sicarios del narcotráfico es una batalla que van ganando las instituciones encargadas de garantizar la máxima seguridad convertida ya en máxima inseguridad.
Con excepción de los servidores públicos que se transportan en vehículos blindados protegidos por guardias, casi todos los mexicanos –turistas nativos, obreros, mujeres de las maquiladoras, niños, estudiantes y periodistas (particularmente los reporteros, cumpliendo con su deber de estar en el lugar de los hechos para sus notas verídicas)– sobrevivimos con angustia por el terror, amenazas muchas veces cumplidas, secuestros y asesinatos. Calderón, despectivo, los califica de “daños colaterales”: víctimas de las balaceras entre soldados, marinos, policías y delincuentes que disparan a tontas y locas.
El ataque al periódico El Sur, que se edita y circula en Guerrero, desde sus dos polos –la capital Chilpancingo y el puerto-municipio de Acapulco– es parte de las acciones dirigidas por el narcotráfico contra los medios de comunicación impresos (aunque no han quedado al margen las instalaciones de radio y televisión), para meterlos a su cerco intimidatorio. Sólo que el periodismo no cederá un ápice en su tarea de informar, analizar y criticar los abusos del poder (y los narcos, sus sicarios y cómplices son un poder llevado al extremo: el poder de matar, atemorizar, secuestrar, etcétera). Los cárteles de las drogas y del dinero obtenido por medios ilegales quieren restringir las libertades y que sus capos dirijan un “estado de terror” contra el estado de derecho, constitucional y democrático republicano, que garantiza la seguridad pública, privada y los derechos para todas las libertades que tienen, en la libertad de expresión, su pivote en torno al cual giran y se mantienen.
Ya los sicarios han atacado a otros periódicos; han matado a cientos de miles de mexicanos, entre los que están los periodistas y sus cuadros de avanzada en la información, como los reporteros (gráficos, camarógrafos, etcétera). El ataque al matutino El Sur y la balacera sobre sus periodistas, destruyendo instalaciones e intimidando con la barbarie del atentado, son actos de una delincuencia que arremete en todos los flancos de la sociedad civil para completar su campaña terrorista y que ella interceda por ellos o se rinda. El criticar la hasta ahora poco eficaz y eficiente estrategia calderonista y reclamar que nos devuelvan la seguridad no significa (como Calderón ha afirmado) que la rebelión de esas pandillas armadas reciba alguna contemplación.
No se exige protección sólo para los periodistas, sino para todos los mexicanos ajenos a los delincuentes. Ahora han sido el periódico El Sur y sus periodistas en un clima de violencia también política, por los abusos del otro poder: el poder político del desgobernador, empresario y déspota Zeferino Torreblanca Galindo, quien no es ajeno a la atmósfera intimidatoria contra la prensa escrita. Él también tiene mucho que ver en la violencia general en Guerrero.
*Periodista
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