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El Fósforo que se volvió loco porque le quemaron la cabeza

El Fósforo que se volvió loco porque le quemaron la cabeza

El Fósforo (durante su juventud Fós) se pensaba como un ser unívoco (pero no como solemos pensarnos nosotros, sino desde su propia y natural epistemología).

 

Dicen… De cuerpo largo, angosto y blanco. No de nieves o de espuma, sino puro álamo, salvaje y añoso. Su lóbrega cabeza queriendo ser, como una transición necesaria de rojo a rosa, de amaranto a escarlata, con esa redondez que exultaba y excitaba a monjas y frailes, y con esa suavidad erótica del caletre inferior.

 

Su cosmogonía (–así lo decía él–), era simple, pero inalterable, casi irreductible. Fósforo apolítico, acreyente, agnóstico por vocación, abecedario por contenido y un poco, sólo un poco, romanticón. Sin Dios ni ley (sí es que en la comunidad fosforil estas entelequias escatológicas existiesen…). Fós, a decir del broca cochi, no estaba ni ahí con la moda, el mercado o las luchas espirituales del Sacro Imperio. El tipo era un hereje.

 

Incluso las palabras consumo, consumido(r) le pateaban fuerte en su paisaje interior, deteriorándole algo parecido a nuestras neuronas, pero que en rigor no eran neuronas sino SBI. (Química de fósforos).

 

En este punto es imprescindible aclarar algunas cuestiones capitales en la “life” de los P (símbolo críptico de la estirpe): su salvajismo nihilista no era producto de la falta de cualidades o de la carencia de humanidad (en el sentido P), sino la consecuencia lógica de su bella naturaleza.

 

“La razón de mi esencia es mi cabeza que se extiende larga y fina, dando cuerpo a mi existencia”, decía.

 

No piense el lector que Fós, en una pirueta filosófica, se creyera lo de cogito ergo sum. Su nihilismo se lo hubiera impedido, aunque sabía eso de que las cosas tienen su espíritu, como las épocas (citando con descaro la Fenomenología de Hegel…). Él era él, sin más. (De cómo conocía estas cuestiones, no hay datos que lo expliquen. Las sabía y punto…)

 

El Fósforo (P) tampoco creía en la perversa revolución de las estrellas ni en las profundas contradicciones que plantea la existencia de los paupers y de los newpunkies tropicales. Él sólo era una luz para asustar las sombras, una posibilidad en la nada, una alternativa frente al fumador que intenta dejar el vicio. Él era… Un orgasmo rutilante, un potencial permanente e infinito en la fiebre de unas piernas que se cierran después de hacer el amor.

 

Escuchar consejos, ¡nunca! Aunque el abuelo dijera: “cuídate mucho de las…” O, eso de su tía Carlota que, como dicen, “jamás pudo prender bajo el agua”.

 

—Cuentos, pamplinas, prédicas de viejos románticos.

 

Le advirtieron de las cajas: “que te raspan, que son suaves y dulces pero traicioneras, que son cosas diferentes. Que tu mundo y el de ella son irreconciliables, contradictorios, que…”

 

Y él –“que los tiempos han cambiado, que ya no existen misterios ni ministerios, que hoy tenemos encendedores y chisperos. Que, según las tesis hegelianas de la negación dialéctica, fósforo y caja se oponen, pero no son contradictorios, porque uno y otro se contienen. Entonces, si A=A, A no es antagónico de B, y B no está en confrontación con A, ergo A=B”. Desafiando abiertamente la lógica aristotélica de la identidad absoluta…

 

“Por lo tanto, un fósforo puede ser caja y una caja fósforo”, o algo por el estilo.

 

Argumentos sólidos, posiciones transfísicas, eclecticismo postmoderno que Fós olímpicamente podía sostener. ¡Imposibles de refutar!

 

—¡QUE ME DEJEN EN PAZ!

 

En fin, Fósforo era así. En su época más joven, cuando se hablaba de él como un ciberfósspunk, a raíz de no sé qué, señaló rotundo: “un Fós es un fósforo si brilla con luz propia, sin encender hogueras o derretir corazones”. Y agregó: “que me extinga en tu raspa”. (Del memorial poético de los FOSFORUM POETS)

 

Sin embargo, hay un detalle que aún intriga: su manera abyecta y obsesiva de mirar las “cajas” por el extraviado rabillo del ojo. Había inquietud y sensualidad en aquella mirada, en ese interés casi enfermizo y mágico que le empujaba y estremecida. Pero no era miedo. Era un extraño darse que él no comprendía, mas tampoco resistía. Así pasó el tiempo, un par de días (en la temporalidad fosforil, algo como un siglo), entre mirar y soñar, entre sentir y no hacer. Tiempo de hastío y fantasmas, inexorable máquina de vacío y eternidad…

 

Entonces, sin darse cuenta, sin un susurro, rápido como el golpe de guillotina, como un hachazo invisible y homicida, sin un aullido, en un primer y último frote lacerante y espasmódico, el fósforo fue luz, llamarada roja libertaria que sólo el viento manoseo, luego llamitas calipso (como tus ojos reflejados en el río que enfría Budapest), penumbra e infierno y, finalmente, carbón negro, raquítico y absurdo (como mapa de extrema pobreza). Irónico, inútil, mordaz.

 

Nunca sintió la mano, nunca vio la caja, sólo un micro milésimo en el tiempo eterno de su orgasmo póstumo… Donde fue vida, muerte y redención.

 

Raúl Zamorano Farías*

 

*Doctor en Filosofia Guridica por el Centro di Studi Sul Rischio della Universita degli Studi di Lecce (Italia); profesor-investigador de la UNAM.