A 9 meses del arranque de la administración de Andrés Manuel López Obrador, el tema del agua no parece haber adquirido un papel estratégico como para ocupar un espacio privilegiado y merecido dentro de la agenda nacional. En el Plan Nacional de Desarrollo (2019-2024), la gestión del agua está subsumida a la lógica que rige los designios de la política pública para asuntos que poseen mayor prioridad, como la lucha contra la corrupción, los proyectos regionales (Tren Maya), los programas sociales para el bienestar, la atención al combate a la pobreza o la ampliación de la matrícula en la educación superior.
Los hechos sugieren lo complicado que es salir del marco normativo establecido desde la época neoliberal que nos ha prohibido conocer el funcionamiento del agua y en particular los caudales que pueden ser obtenidos donde se minimicen los impactos ambientales involucrados, denotando que tampoco para las administraciones anteriores (2000-2018) el agua era un asunto estratégico.
Al respecto, basta recordar que en el paquete de las reformas estructurales se ejerció presión sobre el sector hídrico supuestamente para modernizarlo. El objetivo era privatizar el agua, para eso se propuso una, afortunadamente, fallida Ley General de Aguas.
El decreto presidencial publicado el 1 de julio de 2019 en el Diario Oficial de la Federación (DOF), por el que se establecen facilidades administrativas para el otorgamiento de nuevas concesiones o asignaciones de aguas nacionales, revela parcialmente cuál será el rumbo de la política oficial para el agua a lo largo del sexenio (2018-2024).
En consonancia con la política de austeridad, combate eficaz a la corrupción y atención preferencial a los sectores sociales más desfavorecidos, las disposiciones emitidas en el decreto privilegian la dotación de agua a través de títulos de concesión y asignación a las comunidades afromexicanas y a los pueblos originarios, así como a aquellas poblaciones consideradas en situación de alta y muy alta marginación.
Dispone, además, de beneficios relacionados con el incremento de volúmenes para quienes ostenten títulos de asignación público-urbano y que no se encuentren vigentes a la fecha. Con esta disposición se pretende cumplir y hacer garante el derecho humano al agua y al saneamiento, previsto en el artículo 4 de la Carta Magna; sin embargo, entre otros, se evita hacer propuestas y consideraciones sobre el saneamiento respectivo, soslayando, además la definición clara de la fuente de agua con la cual se cumplirá cabalmente tal derecho.
El contenido del decreto marca una diferencia con la lógica de la administración y gestión del agua que había predominado a lo largo de las 3 últimas décadas, que daba preferencia a la dotación de agua a los usuarios privados, locales y trasnacionales, aplicando disposiciones de carácter desregulatorio, de ajuste presupuestal, adelgazamiento del sector y renuencia al conocimiento científico sobre el agua.
Así, el decreto de López Obrador tiene un potencial impacto político y ambiental al apuntar hacia el respeto de los derechos humanos, al alcance de la cobertura nacional en materia de acceso al agua y al combate a la corrupción enquistada en el sector; no obstante, para corregir las desviaciones neoliberales se enfrentan desafíos dentro del sector para lograr el cometido en materia hídrica.
Los principios que guiaron la política hídrica en la administración de Enrique Peña Nieto se caracterizaron por una tendencia desregulatoria y privatizadora congruente con la ortodoxia neoliberal, y se tradujo en la reducción presupuestal de las instituciones encargadas de la administración del agua, como la Comisión Nacional del Agua (Conagua).
De acuerdo con la síntesis del presupuesto ejercido por la Conagua, esta dependencia sufrió recortes drásticos sistemáticos, pasando de 47.3 mil millones de pesos en 2014, a 42.2 mil millones al año siguiente. En 2016 continuó esa tendencia: llegó a 40.2 mil millones. Y ya para 2017 cayó estrepitosamente 72 por ciento, al quedar en 29 mil millones. En 2018, los recortes continuaron hasta llegar a 26 mil millones de pesos asignados. Esa caída buscaba despojar a la institución de capacidad de gestión, siguiendo el mismo modelo aplicado a Petróleos Mexicanos (Pemex) y la Comisión Federal de Electricidad (CFE).
En el caso del agua se ha coartado la necesaria mejora técnico-científica respecto de la principal fuente hídrica del país: el agua subterránea. También destaca el impulso a polémicos y técnicamente injustificados proyectos de mega-infraestructura hídrica y la entrega inequitativa de derechos de agua. Así, gracias a los decretos presidenciales y a una transferencia incontrolable de derechos entre los usuarios, unas cuantas manos concentran el agua.
Tal es el caso de la Laguna, donde como consigna Hoogesteger en 1998, unos 20 mil usuarios que (como ha ocurrido en otras partes del país) fueron convencidos de que no había agua y que la poca que quedaba estaba contaminada, y vendieron o rentaron sus derechos; de éstos, 12 mil fueron comprados por cuatro empresas privadas. Estos hechos denotan injusticias sociales y ambientales, donde siete de cada 10 de los numerosos reclamos sobre agua por todo el país tiene que ver con agua subterránea.
Es por ello que se advierten graves discrepancias entre ciertos actos amparados en la “impostergable” construcción de la seguridad hídrica y la urgente modernización del sector. Éstos son de gran importancia y complejidad y, aunque no alcanzarán a analizarse en su conjunto en este ensayo, nos enfocamos en aquellos que suscitaron un importante debate público, como los proyectos de mega-infraestructura hídrica, la fallida (¿deliberada?) actualización del marco regulatorio del agua (federal) que facilitó la concentración de derechos de agua y la falta de democracia en el gobierno del agua en México.
Dos casos analizados en proyectos de investigación desarrollados en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) en los últimos 3 años en materia de gestión y conflictos por el agua en México llamaron nuestra atención. El primero, versó sobre los megaproyectos en el Noreste del país para la extracción de las reservas prospectivas de gas de lutitas (gas shale), cuya conflictividad reside en el volumen irracional de agua subterránea que requiere y, en su inminente contaminación cuando se aplica la denominada fractura hidráulica (fracking), mermando el volumen existente de agua y su calidad original. El análisis reveló una enorme carencia de datos científicos y de estudios técnicos actualizados que dieran cuenta de los caudales involucrados, funcionamiento natural del agua subterránea y de su calidad, pero también de los efectos que esta controvertida actividad energética tendría sobre ecosistemas en tiempo y espacio, así como en las formas tradicionales de organización social, económica y cultural de la región. Se corroboró una tensión política entre los campesinos aglutinados en la Confederación Nacional Campesina, algunos ganaderos del Norte de Coahuila (Acuña-Piedras Negras) que defienden sus propiedades y derechos de agua, y los empresarios regionales y las autoridades locales y estatales interesadas en la extracción del gas shale que han construido una campaña de presión mediática para acaparar títulos de concesión de agua (subterránea) y de nuevas tierras.
A los defensores del fracking organizados en asociaciones como Clúster Energético en Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila, en alianza con directivos de la Secretaría de Energía y el Instituto Mexicano del Petróleo, lo que menos parecía preocuparles era la protección y conservación ambiental del agua subterránea (fuente primordial de abastecimiento hídrico de esa región del país), ni el costo político y social del problema. Para ellos, lo importante era avanzar en el negocio trasnacional, a pesar de que la exploración inicial que realizó Pemex arrojó resultados pobres en materia de reservas de gas de lutitas (de 27 pozos sólo tres fueron exitosos).
En este conflicto, el problema no era la escasez per se del agua (porque, si acaso, es escasez de tecnología) ni el hecho de que vieran hacia el agua superficial, por el contrario, se pudiera gestar un complejo cuadro que comprometiera y vulnerara la seguridad hídrica regional, por el potencial daño que implica la inyección de un coctel de más de 80 sustancias altamente tóxicas y contaminantes al agua que circula en los acuíferos sin saber a dónde irán y qué y cómo afectarán el ambiente. Algo que siempre ha sido claro para los campesinos y ganaderos afectados y un sector de ambientalistas y académicos.
Si ampliamos el análisis espacial, encontramos que el fantasma de la llamada escasez hídrica movilizaba y sigue movilizando capitales, influencias e instituciones públicas y académicas, incluso antes del inicio del sexenio de Peña Nieto, alrededor del extinto y técnicamente injustificado megaproyecto Acueducto Monterrey VI.
En este caso, la vox populi sobre la insaciable sed de alrededor de 4 millones de regiomontanos exigía la construcción de un trasvase de agua de 390 kilómetros de extensión que condujera el agua de la cuenca del Pánuco a la Presa Cierro Prieto en Linares, Nuevo León. Dicho trasvase eludía la posibilidad de usar fuentes de agua locales, las cuales no fueron estudiadas en forma exhaustiva. Con dicha obra se pretendía asegurar un flujo de agua estimado en 5 mil litros por segundo, que aunado a los caudales de agua de las presas El Cuchillo y La Boca, más la perforación de una batería de pozos, garantizaría un volumen de 12 mil 500 litros por segundo, cantidad superior a la necesidad estimada en 2010 que ascendía a 11 mil 750 litros por segundo. El proyecto era un legado del expresidente Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012), quien otorgó un título de asignación que amparaba un flujo de 15 mil litros por segundo del Pánuco a Nuevo León. Peña Nieto lo incorporó a sus 266 promesas de campaña y lo promovió activamente, adjudicándole la obra a un consorcio empresarial filial de Grupo Higa, que posteriormente se vio envuelto en escándalos de corrupción. Esto despertó recelo entre el empresariado local, quienes formaron una coalición de más de 60 instituciones públicas y privadas, con la participación de The Nature Conservancy y el Fondo Metropolitano del Agua, para enfrentar los negocios de los mexiquenses y sus aliados regiomontanos. La coalición logró que Peña Nieto diera marcha atrás al proyecto y en la actualidad le apuestan a que la construcción de la Presa Libertad garantizará el abastecimiento de agua de su ciudad, pero la disputa continúa.
Recientes estudios efectuados por investigadores de la Universidad Autónoma de Nuevo León revelan que la escasez del agua (superficial, claro está) no compromete el crecimiento demográfico, urbano y económico de Monterrey: 2 mil litros por segundo se extraen de sólo 8 metros de profundidad a través de una batería de pozos situados en el Barrio Antiguo de la ciudad, cantidad por arriba del caudal proyectado con la Presa Libertad, es decir, 1 mil 500 litros por segundo. También documentaron los daños físicos a diversos inmuebles en los municipios del Norte de Nuevo León y de Coahuila ocasionados por microsismos de hace 2 años, precisamente, en los momentos en que Pemex efectuaba la perforación de los 27 pozos para confirmar las reservas de gas shale proyectadas por el Departamento de Energía estadunidense. Cabe señalar que el Servicio Sismológico Nacional ha clasificado como zona asísmica el Noreste del país.
En contraste, a más de 1 mil kilómetros de distancia de los jugosos negocios energéticos y de infraestructura hídrica descritos, en Valles Centrales de Oaxaca un movimiento índigena conformado por alrededor de 300 campesinos, originarios de 16 comunidades zapotecas (Ocotlán y Zimatlán de Álvarez) y aglutinados en la Coordinadora de Pueblos Unidos por el Cuidado y Defensa del Agua (Copuda), también conocidos como los “Sembradores del Agua”, se enfrentan a las restricciones de una rígida veda presidencial impuesta sobre el agua subterránea desde 1967 en el acuífero administrativo denominado Valles Centrales, polígono en el que está asentada la ciudad de Oaxaca. El problema de la falta de acceso al agua se acentuó cuando la región sufrió una sequía atípica en 2005, que causó una mayor presión hídrica, que se topó con la postura oficial de la Conagua de continuar la vigencia del Decreto de Veda de Valles Centrales.
Consecuentemente, los campesinos zapotecas perdieron el acceso a subsidios específicos para el campo, previstos en los programas federales de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa) y la CFE, situación que los obligó a llevar a cabo obras rudimentarias para retener e infiltrar agua pluvial al acuífero y con ello recuperar los niveles someros de agua subterránea que históricamente les han permitido sobrevivir. En el transcurso de 1 década, los afectados consiguieron regresar parcialmente la productividad de sus pozos y norias, evitando así la profundización del desmantelamiento de la frágil soberanía alimentaria nacional.
En 2012, gracias a una demanda judicial que en calidad de comunidades originarias ampararon en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, obligaron al Estado mexicano a reconocer la flagrante violación cometida al derecho de libre goce y uso de sus recursos naturales. Así, en el sexenio pasado se concluyó la “consulta indígena libre, previa e informada”, mandatada por el Poder Judicial, en la que participaron activamente las comunidades, las autoridades y algunos académicos, entre ellos quienes suscriben el presente.
A lo largo de este proceso se identifican tres situaciones que caracterizaron al gobierno y su gestión del agua en el sexenio pasado. La primera, se carecía de estudios técnicos y científicos actualizados: al igual que en el caso del fracking, en Oaxaca se realizaron estudios usando metodología obsoleta y la Conagua negó la suspensión del decreto de veda, negándose a efectuar un estudio técnico requerido cuyo valor era de 2 millones a 4 millones de pesos, que determinaría si existía agua disponible que pudiera concesionarse a un grupo de campesinos dedicados a la agricultura de auto sustento. Es menester señalar que el Centro de Investigaciones Regionales del Instituto Politécnico Nacional contribuyó con estudios propios, los cuales poco o nada fueron considerados en las mesas de negociación. Se pudo atestiguar que, en el fondo, lo que se requería para resolver el conflicto era la voluntad política de parte del titular del Poder Ejecutivo federal. Así, 1 mes antes del cambio de gobierno en una sala de juntas de la Subsecretaría de Derechos Humanos de Gobernación (en la Ciudad de México) se instruyó a funcionarios de la Conagua, la Sagarpa y la CFE a que resolvieran en menos de 30 días el problema que existió durante más de 2 sexenios.
Lo anterior, obliga a repensar el modelo de democracia que impera en México sobre el gobierno del agua, porque en este caso, el control del recurso subterráneo está sometido a la atribución estrictamente presidencial sobre la permanencia o el levantamiento de un Decreto de Veda, avalado por estudios carentes de rigor técnico necesario para garantizar la gestión justa del agua subterránea para el ser humano, para otros componentes del ambiente, y en especial para los ecosistemas. Las decisiones sobre quién y de qué forma se accede al agua subterránea han estado lejos de ser democráticas y más cerca de ser autoritarias, donde la falta de rigor científico y técnico ha sido el común denominador.
Si el gobierno de López Obrador acata los resultados de la consulta indígena, se reconocerán los derechos territoriales y la libre determinación por parte de los pueblos originarios, tal y como se pretende con el Decreto del 1 de julio pasado. De esto resulta evidente que en forma adicional se deberá pugnar por la adecuación de los referentes jurídico, científico, ambiental y económico para lograr enmarcar un precedente socialmente justo.
De acuerdo con los transitorios del Artículo 4 Constitucional, modificado en 2012 en torno al reconocimiento constitucional del derecho humano al agua y al saneamiento, el Congreso de la Unión está obligado a expedir una nueva Ley General de Aguas para armonizar sus disposiciones en aras de garantizar el cabal cumplimiento de este derecho constitucional.
Al aprovechar una coyuntura legislativa favorable, la Conagua y la bancada del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en el Congreso de la Unión impulsaron la aprobación de una iniciativa de ley en 2015, apodada Ley Korenfeld en alusión a David Korenfeld Federman, quien había fungido como titular de la Secretaría de Agua y Obra Pública (2006-2011) del gobierno mexiquense y desde 2012 era titular de la Conagua (hasta 2015). A éste se le atribuía la autoría de la iniciativa, cuestionada por su marcado carácter desregulatorio (que incitaba a la contaminación del agua), por el andamiaje de un nuevo sistema de tarifas, y un importante número de sanciones previstas para aquellos involucrados en materia de investigación científica sobre el agua.
La iniciativa de ley fue bloqueada debido a la enorme presión social y política de parte de un movimiento integrado por diferentes líderes, ambientalistas, periodistas y académicos, para quienes era evidente que con la desregulación del sector se terminaría de consolidar la mecánica privatizadora del funcionamiento de otras reformas estructurales, como la energética, profundizando las desigualdades sociales existentes.
Los priístas entendieron que existe un complejo entramado de actores, usuarios e intereses involucrados en la gestión del agua, distinguiéndose a finales de 2015 dos posturas encontradas: por una parte, quienes exigen una distribución y acceso equitativo al agua aludiendo el respeto a este derecho humano y, recientemente, al medio ambiente; y por la otra, se concibe al agua como la materia prima fundamental para el lucro, destacando los sectores de la industria agrícola de exportación, la industria embotelladora y de bebidas, las papeleras, las mineras, los hoteleros, así como las compañías dedicadas a la provisión del servicio de agua potable, saneamiento y tratamiento de aguas residuales, por citar los más relevantes.
A la par de la presentación de la iniciativa Korenfeld, un sector de ambientalistas, líderes sociales, así como académicos de la Coordinadora de la organización no gubernamental Agua para Todos, Agua para la Vida, presentaron ante la Cámara de Diputados y el Senado de la República una iniciativa ciudadana de Ley General de Aguas (ICLGA), como contraposición a la propuesta oficial. Con esta acción pretendían visibilizar ante la opinión pública la exigencia de una democratización del sector, así como la modificación sustancial de los actuales márgenes tolerados de polución hídrica y de impactos a los ecosistemas. Para algunos, la propuesta fue polémica porque pretendía, entre otras cosas, “ciudadanizar” los actuales Consejos de Cuenca (organismos de carácter consultivo, que aglutinan a los representantes de los usuarios del agua con reconocimiento legal) como una medida de contrapeso o debilitamiento a las actuales facultades del titular del Poder Ejecutivo Federal en el sector, específicamente la gestión de los derechos del agua, las cuales pasarían a ser parte de las atribuciones de los Consejos Ciudadanos de Cuenca. En el fondo, esta propuesta recuerda la tensión existente entre la federación y los estados por el control soberano de los recursos nacionales: ¿a cuántos gobernadores no les agradaría ejercer la tutela constitucional sobre las inexistentes aguas estatales? Al mismo tiempo un grupo de académicos (donde participaban los autores de este artículo) elaboró una propuesta de ley que se enredó en las maniobras políticas de la Cámara de Diputados.
La legislatura pasada (2015-2018) continuó con el esfuerzo de sacar adelante la reforma del agua, esta vez bajo la dirección del diputado mexiquense José Ignacio Pichardo Lechuga (estado del presidente Peña Nieto), quien presidía la Comisión de Agua Potable y Saneamiento, este convocó a una serie de foros y reuniones con diversos sectores interesados en el tema a fin de lograr el anhelado consenso. En esas reuniones destacó la participación de los miembros del Consejo Consultivo del Agua (CCA), la Asociación Nacional de Empresas de Agua y Saneamiento (ANEAS) y un sector de la academia. Para inicios de 2018, circulaban extraoficialmente un par de documentos que sintetizaban, por una parte, una compilación de los foros y reuniones sobre el tema y, por otra, un borrador analítico de la posible iniciativa de reforma a la LAN, a este último se le conoció como Ley Pichardo. Este documento no levantó la controversia esperada, debido fundamentalmente a que nunca fue del dominio público, pero una revisión cuidadosa revela una enorme similitud con la iniciativa Korenfeld. Para esa fecha, las campañas electorales estaban en pleno despegue y la eventual discusión en comisiones del borrador hubiese representado un costo político para el candidato oficial a la Presidencia de la República.
Antes de esto, a mediados de 2017 se hizo pública una tercera propuesta para regular el agua que ya había sido promovida sin éxito en la Cámara de Diputados y el Senado de la República. A diferencia de las anteriores, se distinguió por el perfil académico de sus autores y su énfasis en el agua subterránea. Esta iniciativa fue formulada por un equipo de trabajo especializado de varias universidades, con una participación mayoritaria de académicos de la UNAM, y su finalidad fue atender los vacíos regulatorios de las aguas del subsuelo en la LAN. La iniciativa se publicó en la UNAM como Ley del Agua Subterránea: una propuesta y sus autores la entregaron a los diputados que integraban la Comisión de Agua Potable y Saneamiento en San Lázaro, así como a algunos miembros del Senado. En este último, tuvo una mejor recepción, a pesar de que nunca fue sometida a discusión en las respectivas comisiones.
Un argumento central de esta propuesta es que el recurso subterráneo representa el 97 por ciento del agua físicamente accesible y disponible en las porciones continentales, su alumbramiento artificial es altamente tecnificado y, generalmente, permanece invisible en el paisaje urbano. En el caso de la Ciudad de México, los pozos están ocultos “y protegidos” por una barda de concreto y alambrado de púas, por fuera, discretamente se indica el número de pozo y el titular de la asignación, es decir, el Sistema de Aguas de la capital.
El agua subterránea alimenta, principalmente, las grandes ciudades del país, desde que se le alumbra circula directamente entre las redes de distribución de agua potable, las cuales a su vez están conectadas a los hogares, las empresas e, incluso, a las grandes industrias. Se estima que más del 70 por ciento del agua empleada en el sector agrícola es de origen subterráneo.
La propuesta atacaba las debilidades del vigente método científico empleado para la evaluación del agua subterránea, situación que se traduce en la falta de un ordenamiento integrado de pozos y concesiones, así como en el monitoreo estricto de la calidad del agua obtenida. El tema del agua subterránea carece de “prestigio”, y su tratamiento es en gran medida desconocido para la opinión pública y hasta para los políticos, y erróneamente suele considerársele como un asunto estrictamente técnico, sin entender que políticamente de ella dependen diversas viabilidades.
La propuesta reveló que el manejo del agua subterránea en México es un asunto político que está sometido a la voluntad presidencial: la atribución para su manejo técnico le fue conferida a la Conagua y al Instituto Mexicano del Agua (IMTA), dependencias que por ley deben evaluar, investigar y gestionar esta agua con el respaldo político del presidente en turno. También amplió el cisma entre distintas visiones: la del sector de hidrogeólogos, quienes argumentan sobre la necesidad de cambiar el paradigma de evaluación para pasar a uno científico y sistémico de esta agua; y la de aquellos que desde una visión ingenieril pugnan por conservar criterios obsoletos a partir de su dominio técnico desde las instancias señaladas, ya que cuentan como aliado político desde el sector privado a profesionales de las empresas dedicadas a la perforación y la construcción de pozos para el alumbramiento del agua subterránea.
Esta discrepancia resume el enfrentamiento entre los ingenieros (quienes, desde el sector público, defienden la aplicación del Balance Hídrico: cuánta agua entra a un sistema no definido y cuánta sale) y los hidrogeólogos (quienes señalan la necesidad de complementar la gestión del agua con nuevos indicadores que permitan más efectividad que se traduzca en políticas de conservación y protección del agua subterránea).
En octubre de 2017, la Asociación Geohidrológica Mexicana convocó a su congreso anual en la ciudad de Puebla, espacio en el que se promovió la visión oficial para la gestión del agua subterránea. Aleccionador fue el conjunto de actividades pre-congreso, en los que se impartieron talleres y cursos relacionados con la técnica de la fracturación hidráulica (fracking). En octubre 31, la Conagua, a través de un comunicado oficial, informó que por instrucciones del presidente de la República, Enrique Peña Nieto, el director de la dependencia, Roberto de la Parra, creaba el Cotema (Comité Técnico de Manejo de Aguas Subterráneas) como órgano consultivo integrado por académicos, investigadores, especialistas y funcionarios de los tres niveles de gobierno. Fue evidente que el mencionado congreso fue el corolario que sirvió para buscar el respaldo político presidencial y evitar el avance en el Poder Legislativo de una propuesta que estaría atentando en contra de los intereses y los negocios creados en la perforación para el agua subterránea.
Éste no es un asunto menor. Cada vez que el presidente autoriza una concesión o asignación de aprovechamiento de agua subterránea a través de la Conagua, se abre la oportunidad de negocio para los perforistas, quienes se dedican a alumbrar el recurso. Los autores de la propuesta de Ley de Agua Subterránea están excluidos del Cotema, con lo cual se cancela una visión alternativa para el manejo del agua.
Días después de la derrota electoral priísta, el 6 de julio de 2018 fue marcado por la controversia, y la falta de expertise imperante en los medios de comunicación, sobre los problemas que atañen al agua. Diez decretos presidenciales fueron publicados en el DOF, en los que se dice reconocer y determinar (sin planteamiento científico sólido) un volumen específico de agua para el sostenimiento del ambiente y los ecosistemas, mejor conocido como caudal ecológico, así como la determinación de zonas de reserva de agua para el mismo fin en alrededor de 300 cuencas. Al siguiente día, académicos y ambientalistas expresaron públicamente su desacuerdo con dicha medida, destacando dos problemas centrales: las implicaciones que se desprendían del levantamiento de los decretos de veda para establecer volúmenes de agua disponible tanto para el ambiente como para los usos público-urbano y doméstico; mientras alertaban sobre la falta de infraestructura crítica para el monitoreo efectivo del caudal ecológico o de las zonas de reserva de agua en cada una de las cuencas beneficiadas.
La Conagua determinó que de acuerdo con la actualización de la disponibilidad media anual en las cuencas, así como con la extinción de volúmenes amparados en títulos de concesión o asignación no vigentes, en más del 50 por ciento de las cuencas existía el agua suficiente para liberarla al ambiente y a los usos consuntivos mencionados. En ambos casos, aunque existían declaratorias de veda emitidas por anteriores mandatarios en algunas cuencas, se consideró su suspensión provisional a fin de contar con los caudales suficientes para cumplir con el fin privatizador mencionado, hecho que levantó sospechas en el sector de académicos y ambientalistas inconformes. Estos últimos sostenían que con los decretos “se entregaría el agua para el fracking y se terminaría privatizándola”.
Otras cuestiones aún más preocupantes consistieron en que la determinación del volumen de los caudales decretados para el ambiente y las zonas de reserva, en ciertos casos, fueron cifras insignificantes. Un ejemplo es Chiapas, donde se determinó un caudal ecológico de alrededor del 0.31 por ciento del volumen total del agua utilizable. Si el caudal ecológico y las zonas de reserva fueron conceptos creados para que la naturaleza recupere su salud ecosistémica (sostenimiento y reproducción de humedales, sistemas biológicos riparios y preservación de manantiales), las cantidades decretadas, empíricamente, no ofrecen garantía alguna para que la naturaleza recupere el equilibrio deseado.
El 24 de agosto de 2018, en la Universidad Autónoma de Querétaro se celebró una reunión nacional con especialistas de diversas universidades para crear la Red de Apoyo para la Operación de Reservas de Agua en México o Red MORA. Las conclusiones de esa reunión académica son críticas e ilustrativas porque plantean interrogantes desafiantes: ¿con qué capacidades humanas y de infraestructura cuenta la Conagua para vigilar los caudales ecológicos y que las zonas de reserva cumplan con su objetivo?, ¿con qué indicadores, metodología e instrumentos se medirá la respuesta ambiental del caudal ecológico en las cuencas beneficiadas con la disposición?
Los decretos signados por el presidente Peña Nieto en Los Pinos en compañía de organizaciones no gubernamentales como el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF, por su sigla en inglés) fueron festejados con bombo y platillo, en un ambiente en el que el presidente –que soslayó la crisis presupuestaria a la que se había llevado a la Conagua y que se mantiene hasta la fecha– se presentaba como el más ambientalista de los mandatarios que este país ha tenido, pues nunca se había determinado un caudal ecológico de los alcances geográficos mencionados.
Aunque esos decretos fueron los más polémicos del sexenio, otros pasaron inadvertidos tanto para la academia como para los ambientalistas y, desde luego, una enorme parte de la opinión pública. Por ejemplo, al inicio del sexenio, Peña Nieto recibió un país con 320 acuíferos (unidades administrativas de gestión del agua subterránea) previamente vedados, el 5 de abril de 2018 emitió un decreto histórico para vedar otros 332 acuíferos, con ello terminó de establecer una veda en todo el territorio mexicano, es decir sobre los 653 acuíferos administrativos existentes. Ningún otro mandatario había decretado una veda de alcances geográficos tan extensos, que equivale al 50 por ciento de la superficie del territorio nacional. El único precedente habían sido el de los 89 acuíferos que había vedado en su momento el presidente Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958).
Esa veda no evitó que continuaran llegando inversiones extranjeras a México. Un estudio realizado en el Instituto de Geografía de la UNAM (2017) ubicó en un mapa las inversiones extranjeras en materia automotriz en el país al amparo del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que reveló que más del 75 por ciento de los clústeres industriales que llegaron desde 2000 hasta 2017 se establecieron sobre polígonos vedados, lo que sugiere que las empresas se conectaron a la red del agua vía los sistemas municipales de abastecimiento de agua (uso público-urbano), tal y como se pretende hacer en la actualidad con la compañía cervecera estadunidense Constellations Brands en Mexicali.
¿Para qué sirven las vedas? Desde 1973 la justificación que aparece en los decretos presidenciales es para “la conservación de los mantos acuíferos”, pero lo contradictorio es que los organismos que manejan el agua potable, públicos o privados, son alimentados por pozos que extraen el agua del subsuelo. Una idea inicial es que las vedas sirven para declarar de utilidad pública el agua y en consecuencia, el presidente en turno, tenga un control político del flujo del agua al poseer su dominio exclusivo y decidir a quién sí y a quién no se la otorga, lo que implica un manejo autoritario del agua.
Paradójicamente, el presidente “más ambientalista” de la historia de este país –a pesar de las restricciones que impuso en abril de 2013– decidió continuar dotando de agua a los usuarios, para ello emitió tres decretos publicados en el DOF (7 de abril de 2014; 17 de mayo de 2016, y 23 de marzo de 2018), en los que estableció facilidades administrativas para renovar o expedir nuevos títulos de concesión y asignación en todo el país, cuyos títulos hubieren vencido el 1 de enero de 2009 o en su caso el 1 de enero de 2004. Estas disposiciones, sobre todo los decretos de abril de 2014 y de mayo de 2016, se aplicaron tanto para aguas superficiales como subterráneas, mientras que el de 2018 fue exclusivamente para las subterráneas. Una revisión detallada del decreto evidencia la permisividad y laxitud con que el presidente dotó de agua a quien así lo solicitara, debido a que se dispuso que aquellos usuarios que hubieren entrado en pleito judicial con la Conagua sin que aún hubiese acabado podían recurrir a un desistimiento simple, y así poder acceder al proceso de renovación del título de concesión respectivo. Esto nos conduce a afirmar que éste fue el decretazo del sexenio, porque dotó de agua subterránea a quien así lo exigiera.
En síntesis, los decretos son disposiciones que simulan la administración del agua en México, porque una cosa es establecer en el papel el volumen otorgado para su aprovechamiento, y otra cosa es que la autoridad cumpla con el monitoreo del caudal extraído y aprovechado en tiempo récord, a fin de vigilar que no se rebase lo autorizado y de ser el caso, estar en la condición de establecer las sanciones correspondientes. Por ejemplo, en Guanajuato existen más de 20 mil pozos y en la Conagua sólo hay personal para inspeccionar unos 300 al año en todo el país. Tampoco, se monitorea que el uso del agua autorizado sea correctamente aplicado por el usuario; así, parece también existir una desconexión total entre la vigilancia y la adecuada disposición final del agua residual, a menos que sean fallas previstas y toleradas para asegurar el favor político, o sea, continuar con el sistema de ineficiencia planeada.
De esta manera, con el conjunto de decretos mencionados se consolidó la reforma política del agua, que si bien no se logró por la vía legislativa, con los decretos signados, Peña Nieto cumplió con los requerimientos de agua de los inversionistas privados, las empresas y los usuarios al otorgar las concesiones exigidas. A finales de su sexenio las concesiones de agua pasaron de 6 mil 640 en 2012 a 8 mil 473; es decir, 1 mil 839 concesiones en 6 años: 36.22 por ciento de las entregadas hasta 2012.
El World Resources Institute (WRI) indica que México ocupa el lugar 24 de 169 en su National Waters Stress Rankings (2019), nuestro país se encuentra en un nivel de High Baseline Water Stress, definido como la extracción de más del 40 por ciento de la denominada disponibilidad anual, mientras que algunas zonas del país especialmente en el Norte están en el nivel más alto de estrés, donde la irrigación para la agricultura, industrias y municipalidades extraen más del 80 por ciento del promedio anual de la disponibilidad de agua calculada. El estrés de agua, según el WRI, presenta serios peligros para la vida humana y la estabilidad de los negocios. Más allá de lo cuestionable de la metodología empleada para la determinación de los indicadores de los niveles de estrés hídrico, lo cierto es que su difusión se convierte en un elemento de presión para la sociedad y las autoridades.
En el sexenio anterior, a la luz de las políticas neoliberales, todo aquello que hubiese sido etiquetado como “estratégico” era sinónimo de oportunidad de mercado, de negocio y, por supuesto, objeto de reforma política de carácter desregulatorio y privatizador. Sin embargo, como se mencionó al inicio, el tema del agua no parece ser estratégico para el presidente López Obrador, cuyo Plan Nacional de Desarrollo subsume el agua a la lógica de otros proyectos, o bien, es posible que al mandatario le parezca que es un asunto estrictamente técnico y fuera del ámbito de la corrupción claramente observada en otros sectores, como el petrolero.
Al Poder Legislativo el tema le fue legado: la reforma legislativa del agua no fue consumada, y al presidente de la Comisión de Agua Potable y Saneamiento, diputado Feliciano Flores, le dejaron la tarea de sacar en 2 años la reforma pendiente, porque como es del dominio público, el tercer año se le considera como el de “parálisis legislativa”, a menos que ahora sea distinto. En esos 2 años (y ya se fue uno) debe convencer a su bancada sobre la importancia de formular una nueva ley para abrir los espacios de debate legislativo que la lleven a su voto en el pleno. Esa Comisión ha convocado a la celebración de 33 foros regionales del agua en el país, en donde los diputados escuchan la opinión de los usuarios del agua y de las partes interesadas. A menos que la comisión esté avanzando en la redacción de la nueva ley y pensando en una gran política del agua, es posible que el calendario político-electoral derrote los tiempos legislativos una vez más. Por lo pronto, habiéndose agotado el primer periodo de sesiones, se vislumbra complicada la reforma a la Ley de Aguas Nacionales, por lo que será un tema pendiente que, en su caso, tendría que retomar el Senado de la República, de donde salió muy temprano una propuesta para evitar la privatización del agua, que al estar colmada de problemas constitucionales fue congelada.
El Poder Ejecutivo apenas ofreció una señal de lo que parece ser guiará la política del agua en este sexenio con el decreto publicado el 1 de julio. En concordancia con la política social de “primero los pobres”, el decreto establece la renovación y expedición de títulos de concesión sobre aguas nacionales dando preferencia a los pueblos originarios, comunidades afromexicanas, y comunidades de alta y muy alta marginación. No obstante, son muchos los desafíos que se enfrentan para que esta disposición presidencial sea una realidad, entre ellos la falta de infraestructura crítica para el abastecimiento de agua en las localidades rurales que presentan altos índices de pobreza.
Una revisión a la disposición presidencial muestra que los usos doméstico y público-urbano únicamente estarán contemplados para la expedición de nuevos títulos o renovación de aquellos vencidos el 1 de enero pasado. Asimismo, el volumen de agua asignado a los usuarios no podrá rebasar los 100 litros de agua por día/habitante, según las sugerencias de la Organización Mundial de la Salud respecto al cumplimiento del derecho humano al agua y saneamiento. En el caso de las comunidades rurales que se abastecerán de agua subterránea, el gobierno concederá el título respectivo para uso doméstico, pero el titular deberá obtener, adicionalmente, los permisos necesarios para llevar a cabo las obras que permitan el alumbramiento del recurso, así como para sus descargas residuales fuera de los sistemas municipales de alcantarillado. En ambos casos, las comunidades marginadas tienen enormes carencias: el costo de una perforación o construcción de un pozo es bastante oneroso, por lo que el gasto lo deberían asumir las propias autoridades locales, mientras que en el caso del alcantarillado, es evidente que un porcentaje mayoritario carece de dicha infraestructura.
Esta problemática se amplía, ya que el decreto establece que se le otorgarán nuevos títulos de asignación a las comunidades que no cuenten con éste, aquí surgen varias interrogantes resultado de lo establecido constitucionalmente: ¿quién costeará la construcción y mantenimiento posterior de las redes de distribución del agua en dichas localidades?, ¿cuál será la participación de otros niveles de gobierno como los municipios y los estados en dicho proceso? Considerando la insuficiencia presupuestal que caracteriza a los municipios más pobres de México, ¿cómo enfrentarán las disposiciones del decreto?, ¿licitarán la construcción, mantenimiento y provisión del agua al sector privado, privatizando el agua?
Si la actual administración federal persigue con este decreto cumplir con el derecho humano al agua y saneamiento en aquellas comunidades históricamente marginadas por el propio Estado, debe ir más allá de la entrega de un documento administrativo que ampare volúmenes de aprovechamiento de agua a los usuarios. Con el fin de atacar las disposiciones reglamentarias, se debe de garantizar que el Estado tendrá una participación rectora, coordinada y eficaz para la construcción de la infraestructura necesaria que provea el líquido, a fin de evitar provocaciones y tensiones con los usuarios que serán afectados. En este contexto debe revertirse la disminución en las condiciones operativas de la Conagua como factor inhibidor en el cumplimiento del decreto.
También hace falta reformular radicalmente el concepto del papel del agua, se tiene que pensar a través de la condición del agua en una gran política que cubra el desarrollo económico y, dentro de éste, la industria, agricultura y el desarrollo urbano, de tal forma que sea sustentable, sostenible, justo y equitativo. Eso es lo que debe contener la Ley General de Aguas, que debe formularse para sostener el modelo de desarrollo y no convertirse en una camisa de fuerza que defienda intereses creados o cree nuevos intereses facciosos.
La política de austeridad anunciada se incrementará en 2020, por lo que ni el gobierno ni la Conagua podrán enfrentar medidas correctivas que son de gran envergadura y con gran impacto sistémico, pero además podrá agravar la crisis presupuestaria de la Comisión heredada del neoliberalismo, que la dejó con serias limitaciones de recursos humanos y de infraestructura para definir y vigilar los caudales ecológicos y las zonas de reserva. Tal vez, si bien nos va, tendremos actividades de mantenimiento pero no correctivas ni preventivas para evitar mayor deterioro. Aquí el riesgo que se corre es la posibilidad que desgasten sus energías tratando de sobrevivir y no atiendan la necesidad de reelaborar indicadores, metodología e instrumentos para medir la respuesta ambiental del caudal ecológico en las cuencas.
Es posible que la 4T se encuentre, aún en contra de su voluntad y de los cambios que se requieren en materia de agua, manteniendo las condiciones que han propiciado malos manejos y apropiaciones injustas del agua y con esto el agravamiento de las condiciones hídricas en el país.
Gonzalo Hatch Kuri/Samuel Schmidt/José Joel Carrillo-Rivera
*Gonzalo Hatch Kuri es geógrafo y profesor-investigador del Colegio de Geografía de la UNAM (ghatch@comunidad.unam.mx); Samuel Schmidt es politólogo y visiting scholar en la Universidad de Texas, en Austin (shmil50@hotmail.com), y José Joel Carrillo Rivera es ingeniero geólogo e investigador titular del Instituto de Geografía de la UNAM (joeljcr@igg.unam.mx)
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