La conferencia magistral dictada por Amado Boudou, vicepresidente argentino, en el Senado mexicano, el pasado 30 de abril, durante la semana de seguridad social 2015, rememoró las palabras de Don Quijote: “¿Y dónde hallastes vos ser bueno el nombrar la soga en casa del ahorcado?” (Don Quijote de la Mancha, segunda parte, capítulo XXVIII).
Las palabras de Boudou tuvieron ese efecto incómodo en la casa de los anfitriones (valga la figura retórica, pues los legisladores locales un día aprueban cualquier cosa, y al siguiente, sin el menor rubor, sancionan lo contrario, dado su servilismo voluntario ante el Poder Ejecutivo), porque una parte de su presentación se centró en la crítica de las tradicionales políticas de ajuste fiscal, de corte (fondo)monetarista, cuya corrección descansa en la reducción recesiva y antisocial del gasto público. Es decir, de cualquier renglón presupuestario, con excepción del financiero, pues de lo que se trata es de generar, a cualquier costo, el excedente necesario para pagar el servicio de la deuda estatal, interna y externa: los intereses y la amortización (o el reciclaje) del principal.
Boudou destacó el fracaso de la ortodoxia fiscal. Ya sea en su experiencia latinoamericana, aplicada reiteradamente desde la crisis de 1982, impuesta por los organismos financieros multilaterales, o asumida espontáneamente por los gobiernos que padecen su síndrome de Estocolmo económico.
O la más reciente, instrumentada en Estados Unidos, la Unión Europea (UE) y la Eurozona, la cual siguió al efímero keynesianismo fiscal de circunstancia –la expansión del gasto, déficit y deuda públicos–, empleado para tratar de contener el colapso global del neoliberalismo de 2008-2009, y cuyo objetivo fundamental fue tratar de evitar la quiebra de sus sistemas financieros, más que jugar un papel económico contracíclico.
A partir de 2010, esos gobiernos retornan el draconiano ajuste fiscal. En 2013, Steffen Seibert, vocero de Ángela Merkel, dijo: “Si queremos superar la crisis, necesitamos una política de consolidación fiscal, reducir los déficits, y un curso de reformas. El Banco Central Europeo, dirigido por el Draghi, agregó: “No existe ninguna alternativa viable a un ajuste fiscal riguroso, a la consolidación fiscal en la zona euro [que] garantice una corrección oportuna de los déficits excesivos”.
Desde ese momento la “austeridad” fiscal se volvió el signo de los tiempos en el llamado mundo desarrollado, con su respectivo proceso de tercermundialización. Sobre todo en las naciones parias de la región: Irlanda, Islandia, Grecia, España o Italia, a las que la “disciplina” fiscal las ha regresado a la edad de piedra. El terrorismo fiscal sustituyó a las intervenciones militares imperialistas, como la realizada por los estadunidenses en contra de Vietnam, país que, con enormes sacrificios, desde 1975, trata de superar las graves secuelas de esa agresión.
El recorte del gasto público y las prestaciones sociales, el alza de impuestos directos e indirectos, el despido de empleados públicos, las privatizaciones, entre otras medidas, se volvieron las normas de larga duración que hundieron a los europeos en la estanflación, el alto desempleo y el aumento de pobreza y miseria.
La crítica de Boudou a la ortodoxia llega justo cuando ya son perceptibles los efectos desestabilizadores del choque petrolero en México, iniciado en julio de 2014, sobre los ingresos y el gasto público –pese a que Luis Videgaray, titular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, decía que ellas estaban protegidas por el seguro de coberturas petroleras, el cual compensaría y atenuaría la pérdida de ingresos obtenidos por la venta de esa materia prima–, y sobre la actividad productiva.
Los datos más recientes de Hacienda muestran que la crisis del mercado de hidrocarburos hizo un enorme boquete en las hojas de balance del Estado.
Durante el primer trimestre de 2015, los ingresos petroleros del sector público se desplomaron en 120 mil millones de pesos, en comparación con los captados en el mismo lapso del año anterior. Esa cantidad equivale al recorte del gasto anunciado a principios del año. Ello representa una caída real de 43 por ciento. En el caso del gobierno federal, la pérdida ascendió a 104 mil millones de pesos, 53 por ciento.
Parcialmente, el deterioro en la recaudación fue compensado con el aumento en los impuestos tributarios, como el de la renta, de bienes y servicios y otros indirectos inventados este año y que afectan la capacidad de consumo de la población.
Si son válidos esos elementos, entonces no será extraño que la recaudación tienda a debilitarse en lo que resta del año, dado el recorte en la meta de crecimiento, lo que gravitará sobre el gasto y el balance estatal. De por sí, el déficit del sector público aumentó de 62 mil millones de pesos a 100 mil millones, en 38.5 mil millones de pesos, 57 por ciento más en términos reales, ubicándose en 100.4 mil millones de pesos. El deterioro se explica por los números rojos de Petróleos Mexicanos (Pemex) y la Comisión Federal de Electricidad (CFE). El balance negativo del gobierno federal, en cambio, se redujo en 26 por ciento, al caer de 38 mil millones de pesos a 29 mil millones de pesos.
La mejoría en la recaudación de los impuestos tributarios sería digna de alabanza: podría indicar una mayor responsabilidad de los contribuyentes y una mayor eficiencia de los recaudadores.
No obstante, la Procuraduría de la Defensa del Contribuyente (Prodecon) propone otro elemento que podría sintetizarse en un concepto: terrorismo fiscal.
La campaña “persuasiva” de Hacienda deja indefensos a los pagadores de impuestos, según la Prodecon, además de que tiene tintes de “amenaza o intimidación”. La Procuraduría cita “10 malas prácticas persuasivas”: las comunicaciones verbales e intimidatorias sobre las presuntas irregularidades; la presión para que los contribuyentes firmen un compromiso de “autocorrección”; el impedir el acceso a los asesores del contribuyente durante la cita con los recaudadores; la fijación arbitraria de las citas a las que son convocados los contribuyentes; el empleo de un lenguaje de tecnócrata; la exigencia de información y documentación fuera de facultades de fiscalización; el uso de formatos no oficiales, entre otras.
Durante su conferencia magistral, Boudou reprochó el empleo del instrumento fácil para ajustar el equilibrio en las finanzas públicas, de acuerdo con el manual monetarista: el recorte en el gasto público.
A finales de enero, Videgaray se inclinó por el empleo de esa herramienta: sacó la tijera y cortó el gasto público en 124.3 mil millones de pesos, con relación al autorizado por el Congreso de la Unión para 2015. Esa cantidad es equivalente a 0.7 por ciento del producto interno bruto (PIB).
La poda ya se registra en las hojas de balance del Estado, aunque de manera desigual, porque el sacrificio no ha sido solidariamente equitativo. Además, la ortodoxia fiscal tiene una condición básica: cualquier renglón del gasto es sacrificable, menos el pago del servicio de la deuda pública, ya que es necesario ofrecer seguridad y garantías a los inversionistas. De hecho, el recorte en aquellos renglones tiene por objeto liberar recursos para asegurar la cobertura del otro elemento.
Los egresos presupuestarios del sector público, descontando la inflación, ya evidencia un menor ritmo en su ejercicio durante el primer trimestre del año. Crece realmente 13.9 por ciento en el primer trimestre de 2014 y 11.9 por ciento en el mismo lapso de 2015. El gasto programable pasa de 15.1 por ciento a 13.7 por ciento.
El costo financiero de la deuda pública, sin embargo, crece 36 por ciento, en 17 mil millones de pesos más, al pasar de 40.8 mil millones de pesos a 57 mil millones de pesos.
Hasta el momento, algunas partidas que no han sido afectadas: la relacionada con la justicia aumenta 34.6 por ciento; en coordinación de la política de gobierno, en 86 por ciento; en seguridad nacional, 22.4 por ciento; en asuntos de orden público y de seguridad interior, en 35 por ciento.
Sin duda, el desborde de la delincuencia lo justifica. También las necesidades de mantener la inestable estabilidad política, siempre al borde del estallido.
De paso, dicho gasto, por razones preventivas, es útil debido al creciente descontento social ante un gobierno con serios problemas de credibilidad y legitimidad. El carácter antisocial de las reformas estructurales lo justifica aún más, ya que se avizoran mayores movilizaciones, acaso más violentas, ante la legalización del despojo en beneficio de las grandes corporaciones, y la eliminación de los mecanismos legales de las futuras víctimas.
Otros componentes del gasto programable muestran los síntomas de la austeridad.
Del lado social, los renglones afectados son protección ambiental, cuyo gasto real aumentó 43 por ciento en el primer trimestre de 2014 y en el mismo lapso de 2015 creció en 16 por ciento; en vivienda y servicios a la comunidad pasó de 38 por ciento a 14 por ciento; en educación apenas creció 4.3 por ciento. Con relación al desarrollo económico, los egresos destinados al sector agropecuario decrecieron 3.4 por ciento. Hace 1 año se habían elevado en 52 por ciento; en energía su ritmo pasó de 43 por ciento a 11 por ciento; en transporte, de 141 por ciento a 9 por ciento; en turismo pasó de 141 por ciento a 50 por ciento; en ciencia y tecnología, de 28 por ciento 12 por ciento.
Si la declinación del gasto programable ya afecta los conceptos con el bienestar social, la reducción en la inversión productiva está hipotecando el futuro.
En el primer trimestre la inversión real en educación decreció 25 por ciento y en abastecimiento, agua potable y alcantarillado en 9 por ciento.
El total de la inversión pública presupuestaria funcional redujo su ritmo de crecimiento de 46 por ciento entre enero y marzo de 2014 a 8 por ciento en el mismo lapso de 2015. La inversión física destinada al desarrollo social se contrajo 5.2 por ciento; en vivienda y servicios comunitarios, 7.5 por ciento; en educación, 51 por ciento; en recreación y cultura, 0.6 por ciento; en salud se contrajo de 33 a 8 por ciento; en el sector petrolero, de 61 a 12 por ciento; en comunicaciones, de 180 a 64 por ciento; en el sector agropecuario, de 491 a 8 por ciento.
De mantenerse la tendencia señalada del gasto programable no sería extraño que en la segunda mitad del año el número de renglones con números negativos se amplíe significativamente.
La estrategia empleada por Enrique Peña Nieto y Luis Videgaray puede definirse adecuadamente con la expresión señalada por el economista y jurista estadunidense William K Black, de la Universidad de Missouri-Kansas City: la “austeridad autodestructiva” ya tiende a sacrificar el crecimiento económico, el empleo y el bienestar de las mayorías.
Al tratar de explicar el mediocre desempeño del país en el primer trimestre del año, Hacienda señala al “entorno externo complejo y volátil” y al menor crecimiento esperado internacionalmente y en Estados Unidos, como condicionantes desventajosas que obstaculizan el despliegue económico de México.
Pero nada dice con relación a la doble consecuencia perniciosa de la reducción del gasto público: sus efectos multiplicadores recesivos hacia el conjunto de la economía; y el pesimismo que siembra sobre las expectativas de corto y mediano plazo, reforzadas con el anuncio de que la disciplina fiscal se mantendrá en 2016.
La gran desgracia para México es que ante los episodios críticos, los neoliberales sólo tienen una receta que aplican indistintamente en épocas de auge o de recesión: la austeridad fiscal y la restricción monetaria, la reducción en el gasto público y la elevación de tasa de interés, la contención salarial, las nuevas dosis de reformas, todos ellos responsables de los penosos resultados alcanzados entre 1983 y 2015.
Países como Argentina, que han optado por la gestión económica heterodoxa, han obtenido mejores resultados, pese a que ese camino es más complejo, ya que no ofrece “un recetario único, sino que se enfrenta a los problemas concretos y aplica medidas específicas para acercarse al objetivo de la política económica, que el gobierno lo resume en crecimiento con inclusión social”, como diría el economista Alfredo Zaiat.
“Austeridad” y “ajuste fiscal” son las mismas ideas y propuestas, pero envueltas en un nuevo ropaje, expresadas con una nueva palabra. La austeridad como la empleada por Enrique Peña Nieto y Luis Videgaray no es más que una versión edulcorada de los salvajes ajustes fiscales impulsados por los organismos multilaterales y el llamado Consenso de Washington. El cambio de nombre se debe a que, como dice Boudou, el segundo término ha perdido marketing, debido a sus “fracasos globales”.
“El ajuste fiscal como tabla de salvación de la vida económica de las sociedades”, agrega Boudou, ha sido “un estrepitoso fracaso en todos los países donde [se ha] aplicado”.
Se pregunta el vicepresidente argentino: “Díganme ustedes: ¿qué observamos cuando nos dicen que son necesarios programas de austeridad fiscal? La propuesta siempre es clara: reducción de las elevaciones presupuestarias en los sistemas de salud, de educación, en los sistemas de jubilaciones y pensiones, aumento de la edad para acceder a una pensión en los distintos Estados.
“¿Alguno de los presentes ha escuchado alguna vez que, ligado al concepto de austeridad, se proponga una reducción de los pagos de servicio de deuda de un país; que se disminuya la carga de intereses sobre el conjunto de la sociedad; que se ponga un límite a la relación de deuda sobre el PIB de algún Estado? Jamás.
“El concepto de austeridad funciona de manera tal que empeora ferozmente la distribución del ingreso. Elimina fondos destinados a los ciudadanos que menos tienen y los reasigna hacia las corporaciones más poderosas. Cuando se aplican estas políticas de Estado, protege a las corporaciones financieras y deja indefensos a los ciudadanos más vulnerables.”
Marcos Chávez M*, @marcos_contra
*Economista
[Sección: Capitales]
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