Ayotzinapa, Tixtla, Guerrero. El zapateo es lo suyo. Fue en la secundaria que empezó a desarrollar la habilidad con los pies y en el bachillerato cuando, por vez primera, se inscribió en un club de danza. Los bailes típicos de Veracruz son sus favoritos. Pantalón, guayabera y botines blancos; sombrero de palma y paliacate rojo al cuello.
Cuando el pueblo de Tixtla festeja a algún santo, él siempre está ahí, azotando los pies sobre la tarima. Tan extrovertido. Su habilidad lo ha llevado incluso a participar en competencias de danza folclórica celebradas en la Ciudad de México.
Su padre se siente orgulloso de esa soltura, de la electricidad que impulsa cada contoneo. “Yo lo he ido a ver y la verdad no tiene miedo, pena. Eso a mí me hace sentir orgulloso, de que mi hijo tenga capacidades para eso”.
A este joven bailarín le “rompieron el camino”. Él es uno de los 43 muchachos que desaparecieron la noche trágica de Iguala. Aquella en la que los policías arremetieron a mansalva contra los estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, una escuela para pobres.
¿Cuál de los 43 rostros que ya circulan a nivel mundial es el de este danzante de la música popular? ¿El de cara alargada? ¿El de cejas pobladas?, ¿El de labios delgados? ¿El de ojos hundidos? ¿Aquél con el rostro aún de niño?…
Su padre no dice su nombre. Tampoco el de su hijo. Prefiere que en estas líneas conste, simplemente, que es “un padre de familia que tiene a su hijo desaparecido”. Y es que considera que identificarse puede poner en peligro a su vástago: “En donde lo tengan le van a decir, ‘sabes qué, te vamos a dar una pinche calentada porque tu padre se está metiendo mucho en los medios’”.
A este hombre de huaraches de ixtle, su corazón le habla. En forma de presentimientos, le comunica que su hijo está con vida, que volverá al hogar, a “la Ayotzinapa” gratuita, la única escuela que, dada su cuna humilde, le permitiría concretar la ilusión de superarse, de ser profesionista.
Aun así, veterano de la lógica de vida, este repartidor de agua sabe que es muy probable que los muchachos no volverán como se fueron: “a la mejor lleguen maltratados o sicológicamente dañados…”, pero para qué pensar en ello ahora, lo primero es la vida, que vuelvan con vida.
El 24 de septiembre, es decir, 2 días antes de que ya nada se supiera de este joven, su padre estuvo con él. Un encuentro de amigos. Lo encaminó hasta la puerta de “la Ayotzinapa”, “cuna de la conciencia social”, como se lee en uno de los pilares de su fachada principal. Un fuerte apretón de manos, un abrazo, un hasta pronto. “Todo iba normal hasta que después del 26 de septiembre sucedieron estos lamentables hechos”.
Fue esa noche, alrededor de las 21:00 horas, que este hombre recibió una llamada telefónica. Eran los compañeros de escuela de su hijo, quienes le comunicaron los hechos de Iguala. De inmediato, toda la familia se trasladó a las instalaciones de la Normal para aguardar noticias. Nunca se imaginaban lo que estaba por venir, la incógnita detrás de la desaparición.
Al día siguiente, en medio del caos que desató la represión, este papá con estudios de bachillerato fue a Iguala a hacerla de investigador. Recorrió hospitales, separos… Pidió, incluso, apoyo al Ejército, pero “fue un fracaso”. El gobierno le pidió que dejara pasar 15 días para levantar la denuncia e iniciar la búsqueda.
El único delito de los 43 jóvenes desaparecidos por policías “fue el estudio”, las ganas de conocer más libros, de prepararse, dice. En esa etapa juvenil, cuando el hambre de aprendizaje es insaciable, su hijo empezó a interesarse también por la agricultura y la ganadería, actividades que practicaba en “la Ayotzinapa”.
A sus 19 años, todo lo tenía previsto este joven. Estudiar otra carrera, tal vez para abogado. Y en caso de no obtener una plaza como maestro, poner unas granjas para sacar adelante a sus progenitores y sus tres hermanas menores y que no padezcan carencias.
“Yo les pediría a los 43 jóvenes que me lleguen a escuchar, que le echen ganas. Que todos los padres de familia los estamos buscando. Todo México. Otros países”, pronuncia este padre de familia. Las gotas de lluvia resbalan sobre su piel canela; los grillos y los tordos han cesado su cantar.
Ya concluida la entrevista, la grabadora de voz apagada, el hombre se lleva ambos puños al pecho y dice, bajito, “es muy doloroso hablar de esto”.
Han pasado casi 2 meses desde la desaparición forzada de 43 normalistas rurales. Días duros para los familiares de estos muchachos, no sólo por los estragos propios del hecho, sino por el manejo gubernamental y mediático de la situación.
En este tiempo, los jóvenes que se preparaban para ser maestros han sido asesinados en cada oportunidad. Versiones cojas que, en su momento, se difunden como verídicas.
El plan macabro ha traspasado los hechos de violencia en Iguala. En una especie de tortura, tal como los familiares lo han denunciado. De los 43 muchachos detenidos-desaparecidos se ha dicho de todo: que fueron ejecutados, destazados, quemados, asfixiados; sus restos, calcinados, enterrados en fosas clandestinas o arrojados a un río.
Las hipótesis, manejadas como verdades, poco a poco han sido desmontadas. Apenas el 11 de octubre pasado, el Equipo Argentino de Antropología Forense confirmó que los restos humanos hallados en las fosas clandestinas de Cerro Viejo no son de los estudiantes desaparecidos por policías.
La última versión oficial del hecho, difundida por televisión en el día 42 de ausencia apunta a que los jóvenes de Ayotzinapa habrían sido ejecutados, calcinados hasta por 15 horas en el basurero de Cocula y, posteriormente, sus restos arrojados al Río San Juan.
El mensaje es confuso. La narración, en voz de Jesús Murillo Karam, procurador general de la República, se presenta como verídica. Incluso es reforzada con fragmentos de testimonios y supuestas fotografías de los hechos. Sin embargo, al final se aclara que, en tanto no se identifiquen los restos humanos –cenizas que podrían ser incluso inidentificables–, los jóvenes conservarán el estatus de desaparecidos.
Frente a ese panorama, los padres y las madres de familia de los 43 estudiantes arrancados se han construido un caparazón colectivo. Juntos han aprendido a dudar de cada palabra de la autoridad, de cada nuevo montaje. Han conocido tan desnudamente al poder público que incluso han logrado descifrar por anticipado el contenido de cada nueva embestida. Es así, por ejemplo, que previo a la difusión de esta última versión, los padres y las madres de familia habían advertido públicamente que el gobierno saldría a anunciarles la muerte de sus hijos.
—¿Qué sienten cada vez que se enfrentan a una nueva versión institucional sobre la supuesta suerte de sus hijos?
—La verdad ya no sentimos nada. A mí ya no me causa nada de temor. Pero sí hay temor en mi familia porque se creen lo de la televisión. Se ponen llorar –dice el hombre que ha pedido que se le identifique únicamente como “un padre de familia que tiene a su hijo desaparecido”.
Y agrega: “Yo no le tengo confianza al gobierno de que diga ‘aquí están sus muertos, ya se acabó todo’. El gobierno da testimonio de que encuentran fosas y no dan un certificado médico que diga ‘aquí están los cuerpos de sus hijos’”.
Estas dos mujeres, residentes de Tixtla, nunca han dado una entrevista a los medios de comunicación. No han tenido motivo. Antes del 27 de septiembre pasado se dedicaban por completo al cuidado de su hogar. Reunidas en la cancha de basquetbol techada de Ayotzinapa, las mujeres cruzan miradas, ninguna quiere ser la primera en iniciar el relato.
Es el día 45 desde la desaparición forzada de sus hijos, alumnos de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa. A estas alturas, refieren, la tristeza y el dolor se han transformado en coraje y rabia. La autoridad ha provocado tal mutación. Sus versiones manipuladas, sus mentiras, su ineficacia, la manera en que manejan la información, el cómo juegan con su dolor…
“Ya estamos cansados, pero no físicamente. Estamos cansados de que este gobierno no dé resultados. Es inepto. No actúa como debiera. Nosotros vamos con todo hasta encontrarlos y a lo que venga. Estamos preparados para luchar contra el gobierno porque ellos se los llevaron: fueron policías. Ahorita tenemos coraje y rabia, ya no nos detiene nada”, dice una de ellas.
La otra mujer ayuda a entender el porqué de tal determinación. Refiere, por ejemplo, que en la última reunión que tuvieron con el procurador, el pasado 7 de octubre, éste se comprometió, a petición expresa de los padres y las madres, a no dar por sentado que los restos humanos encontrados en Cocula eran los de los muchachos, así como a no difundir públicamente las imágenes de éstos. Los engañó.
Su petición no era un capricho, explica esta mamá. Buscaba contener la angustia que tal revelación de bases endebles podría generar entre sus familiares. Y bueno, lo inevitable pasó. A las pocas horas de la difusión de esta información, su hija de 21 años de edad le llamó con el llanto atravesado. “Tranquila. No es nada. No es cierto lo que está pasando. No hagas caso”. Con estas palabras, esta mujer intentó tranquilizar primero a su hija, luego, a una decena de familiares y conocidos a los que, igualmente, los embargó el desconcierto.
Que las búsquedas no estén precedidas de un trabajo de inteligencia; que a los muchachos los buscan muertos y no vivos; que no se emplea tecnología para encontrarlos; que el Estado mexicano demorara el trámite de petición de asistencia técnica a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos; que el gobierno encomiende a funcionarios de bajo nivel la resolución de los asuntos relacionados con el caso son sólo algunas de las quejas que los familiares de los 43 estudiantes de Ayotzinapa detenidos-desaparecidos han manifestado.
—¿Anteriormente habían atravesado por alguna situación que les permitiera mirar esta cara del gobierno? –se les pregunta.
—No. Pero aunque no nos había tocado, ya veíamos que el gobierno actuaba mal. No le dábamos tanta importancia, pero ahorita que se trata de nuestros hijos, vamos contra ellos.
La fe en Dios, la esperanza de que sus hijos regresen vivos, así como la unión que han forjado son el origen de la fuerza para seguir en pie y alertas, no obstante su pesar, cometan estas mujeres.
En palabras de una de ellas: “Aquí es mi segunda casa [la Normal de Ayotzinapa] porque aquí estamos y todos pasamos por el mismo dolor. Ya somos una segunda familia, yo así lo siento. Yo soy de aquí, de Tixtla, y cuando voy a la casa no me siento bien, me siento más triste, nomás estoy pensando, se me vienen ideas a la cabeza. Cuando llego aquí ya me encuentro con las amiguitas y como que nos comprendemos, y ya me siento bien. Lo que hago es sólo ir a dormir. Tempranito, cuando amanece, ya estoy aquí”.
La mujer más delgada, la de ojos redondos, hace un llamado a toda la población mexicana, particularmente a todas las mamás del país, a que las comprendan y las apoyen para que “juntos encontremos a nuestros hijos”, porque “ahorita somos nosotros, pero otro día pueden ser ellos”.
Al final, se dirige a la reportera. Le habla con la mirada empapada de esperanza; le lanza una promesa: “Ahora que aparezca mi hijo, ahora sí nos tomamos muchas fotos”.
Dar carpetazo al caso Iguala. Analistas e integrantes del movimiento social advierten esta intención en las declaraciones del titular de la Procuraduría General de la República del pasado 7 de octubre. Resuelto el caso, al menos en apariencia, la protesta social perdería razón y, en consecuencia, la represión nuevamente se instalaría en Guerrero y en el resto del país.
Apenas 3 días después del anuncio oficial de que los jóvenes de Ayotzinapa desaparecidos habrían sido ejecutados, calcinados y, posteriormente, sus restos arrojados a un río, la policía volvió a hacerse presente en una manifestación pública. Algunos llevaban consigo balas de goma.
A partir del 10 de octubre, durante la protesta que culminó con un bloqueo en el Aeropuerto Internacional General Juan N Álvarez, ubicado en la ciudad de Acapulco, el panorama cambió. A la altura del centro comercial La Isla, se registró una trifulca entre manifestantes y policías estatales.
Un día después, los integrantes de la Coordinadora Estatal de los Trabajadores de la Educación en Guerrero, quienes prendieron fuego a la sede del Partido Revolucionario Institucional con sede en Chilpancingo, también se enfrentaron con agentes de la policía estatal.
Felipe de la Cruz, representante de los padres y las madres de los 43 estudiantes detenidos-desaparecidos, comenta que este punto fue abordado durante el encuentro que sostuvieron la tarde del pasado 11 de noviembre con funcionarios encabezados por Miguel Ángel Osorio Chong, secretario de Gobernación.
Al respecto, dice, las autoridades federales se justificaron diciendo que “es la reacción del estado, no de la federación”, es decir “que ellos no tienen nada que ver con lo que determine el gobernador de Guerrero porque el enfrentamiento que se ha dado es con estatales”.
—¿Por qué recurren a protestas como la quema de las instalaciones de gobierno? –se le pregunta a una madre de un joven desaparecido, que tampoco accede a dar su nombre.
—Si pasamos a esto es porque el gobierno se debe dar cuenta de que estamos protestando en nuestra lucha de buscar a nuestros hijos. Queremos invitar a los papás a que nos comprendan porque, si el día de mañana un hijo se les desaparece, van a sentir lo que nosotros.
Una representación de San Salvador Atenco, el pueblo que defendió sus tierras ejidales de la construcción de un aeropuerto, estuvo presente en la normal de Ayotzinapa. Fueron a cerrar filas. A apoyar a los estudiantes que nunca los abandonaron cuando ellos fueron blanco de represión.
Felipe Álvarez, quien por 4 años fue preso político en El Altiplano, penal de máxima seguridad, fue parte de esta representación. Desde la cancha techada de básquetbol de la escuela, el líder campesino envía un mensaje a los padres y a las madres de los 43 estudiantes detenidos-desaparecidos.
Les pide, en primera instancia, que se llenen de energía, que sean más fuertes y que asimilen mejor las cosas. Y es que, explica, aunque la esperanza es muy buena y jamás debe renunciarse a ella, uno también debe estar preparado para lo peor.
Les aconseja, asimismo, no creer en la palabra de la autoridad en tanto no les presenten evidencia clara de su dicho, además de no dejarse intimidar, pues “por muy humildes que seamos, no podemos soportar esa humillación”.
Sobre todo, les dice, “nunca claudiquen en la búsqueda de los muchachos”. Y agrega: “Sépanse que estamos aquí y vamos a estar. Desde aquí, desde lejos, desde nuestro corazón, desde nuestro espíritu”.
Flor Goche, @flor_contra/Enviada
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