Los bancos centrales autónomos: un “enclave autoritario… Perdurable”
Delia M Boylan
A la Reserva Federal estadunidense o a los bancos centrales como el argentino y el chileno postautoritarios, por ejemplo, sus respectivas leyes orgánicas les exigen un manejo monetario fino, en coordinación con otras autoridades encargadas del manejo económico global, en especial con las del área fiscal. Ello con el objeto de tratar de alcanzar una sincronía en el desempeño de las variables clave (tasas de interés, tipo de cambio, salarios, entre otras) y las metas generales de la política económica (estabilidad de precios y macroeconómica, equilibrio de las cuentas externas, finanzas públicas, el crecimiento, empleo).
El Banco de México (Banxico), que encabeza Agustín Carstens, en cambio, por razones políticas y técnicas, funciona de manera distinta a raíz de la reforma constitucional de 1993, modelada durante el salinismo bajo la lógica de las contrarreformas neoliberales impulsadas por el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y el Consenso de Washington, y ante el riesgo de un eventual triunfo electoral del entonces partido progresista más importante (ahora convertido en social neoliberal).
Su autonomía no sólo lo convirtió en un enclave autoritario, en un santuario hermético de la ortodoxia monetarista, alejado del control democrático en el manejo de uno de los elementos clave en la toma de decisiones económicas.
Esa situación no es novedosa. Sólo repite la historia observada en diversos países, en especial de América Latina, que con las reformas autonómicas neoliberales determinan que sus bancos centrales se dediquen exclusivamente a la preservación del valor de la moneda, es decir, el control de la inflación con la manipulación de los réditos y otros instrumentos monetarios; se divorcien con las hacendarias; y se nieguen a otorgar financiamiento al sector público, por considerar, como buenos monetaristas, que su gasto desmedido es el responsable de los procesos hiperinflacionarios ocurridos en América Latina en las décadas de 1980 y 1990, después de la crisis de la deuda externa. Para preservar inmaculada su independencia, se excluye a estos organismos de todo tipo de escrutinio legal, medida que los vuelve intocables. Como se observa, esas características son reproducidas por el Banxico.
Los casos típicos de las autonomías concedidas a los bancos centrales son las experiencias de los militares golpistas y la de los regímenes autoritarios neoliberales que les siguieron. Uno de ellos es la del sanguinario golpista Augusto Pinochet que, de la mano de los Chicago Boys locales, aprobó la independencia del banco central chileno.
Pero detrás de la máscara independentista de la lucha en contra de la inflación, la defensa de la estabilidad de la moneda, la emisión del dinero en circulación y de las normas monetarias, crediticias, financieras y cambiarias, y el desenvolvimiento de los pagos internos y externos, se oculta un hecho perverso: lo que en su momento se calificó en Chile como la imposición de una “dictadura económica” –como se decía en 1988 en ese país, según el analista Manuel Délano–, que debería sobrevivir a la dictadura militar con un fin supremo: mantener la vigencia de las directrices neoliberales bajo los gobiernos postmilitares. La autonomía del banco central fue uno de los eslabones de una cadena política –que incluía a legisladores inamovibles afines a los militares para que, junto con la derecha surgida de las entrañas de la dictadura, asegurara la mayoría requerida que vetara cualquier intento de cambio– y económica diseñada por el régimen para perpetuar su institucionalidad y la influencia pinochetista en la futura democracia surgida entre las ruinas golpistas (http://elpais.com/diario/1988/12/05/economia/597279607_850215.html).
Pinochet aplicó auténticos cerrojos que obstaculizaron el trabajo de los gobiernos de la “concertación” al menos hasta principios de este siglo. Uno de ellos fue el nombramiento que realizó de los directivos del banco central, promilitaristas y neoliberales convencidos, que sólo podían ser removidos por ellos mismos. ¿Quién podía oponerse en el baño de sangre? Con el autonomismo impidieron que sus medidas monetarias pudieran ser vetadas por el Ejecutivo, aun cuando obstaculizaran sus propósitos de crecimiento y empleo. Al ministro de Hacienda, que tradicionalmente es el jefe del equipo económico gubernamental, sólo se le permitió asistir a las reuniones del Consejo del banco central con derecho de voz, pero sin voto, por lo que los funcionarios del organismo pudieron imponer tranquilamente sus decisiones monetarias sin obstáculos.
Otro caso ilustrativo es el del gobierno neoliberal-autoritario argentino de Carlos Menem y su Chicago Boy ministro de economía, el Merlín Domingo Cavallo, banquero central de la golpista junta militar y artífice del famoso y desastrado “corralito” (la congelación de los ahorros de la población, un verdadero robo), impuesto por Fernando de la Rúa, en un intento desesperado por tratar de evadir el inatajable colapso del experimento neoliberal criollo, que detona la revuelta social en diciembre de 2001 y provoca el derrumbe de ese gobierno.
Menem y Cavallo otorgaron la autonomía al banco central en 1993, con objetivos similares al del chileno. Ambos son las almas gemelas de Carlos Salinas de Gortari y Pedro Aspe, que hicieron lo mismo con el Banxico. Actualmente aquellos, agobiados, enfrentan juicios penales por sus tropelías cometidas por su paso en el gobierno.
Salinas de Gortari y Aspe viven tranquilamente, participan en el saqueo neoliberal de los recurso de la nación que ellos mismos instrumentaron y se preparan para ampliar su agenda de negocios con la profundización de la depredación energética que legislan los peñistas-priístas-panistas y sus socios menores.
En una nación como México, los gobiernos neoliberales priísta-panistas no han necesitado del estruendo de los sables para controlar al autónomo banco central.
En 1988, 2006 y 2012 retuvieron y se alternaron en la Presidencia de nuestra civilizada nación con métodos que, de alguna manera, rememoran a los militares latinoamericanos. Es cierto que, técnicamente, usurparon el poder “higiénicamente”, sin mayores sobresaltos, más allá del escándalo temporal de la impotencia callejera de la oposición. Pero sí replicaron límpidamente la técnica jurídica republicana de las formas autoritarias de la imposición.
Al menos dos vías aseguran la fidelidad del Banxico ante el Ejecutivo, más allá de algunas reyertas escenográficas.
¿Qué impío se arriesgaría a sufrir la cólera de un Huitzilopochtli sediento de sangre? Quizá el único caso conocido sea el del itamita (del Instituto Tecnológico Autónomo de México, ITAM) Miguel Mancera, director del Banxico e idolatrado por el partido del orden en virtud de su rancio conservadurismo, quien, en septiembre de 1982, fue expulsado del templo por José López Portillo, acusado de deslealtad (esconder información sobre la situación de un país al borde del desastre) y por oponerse a la nacionalización bancaria y el control del mercado cambiario. Su lugar fue ocupado por Carlos Tello, que representaba el nacionalismo estatista y quien aplicó aquellas medidas. Pero Miguel de la Madrid inmediatamente corrigió la anomalía. Restableció el orden. Despidió a Tello, reinstaló a Mancera en el trono, eliminó la regulación cambiaria y preparó la reprivatización financiera.
Otra forma de subordinación es más sutil. La selección cuidadosa de los elegidos por el dedo divino para ocupar la junta de gobierno, con el objeto de garantizar la homogeneidad ideológica en torno al proyecto neoliberal y la fidelidad al sistema. Todos fueron forjados en los hornos académicos de los creyentes a ultranza de los mitos monetaristas. Todos se refinaron doctrinariamente por tránsito en los pasillos del propio Banxico, de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, del FMI y de los laberintos de la especulación financiera.
Carstens en el ITAM, Chicago y el FMI. Los subgobernadores: Roberto del Cueto, en la derechista escuela libre del derecho, como Javier Lozano, en Scotiabank-Inverlat y el ITAM; Javier E Guzmán, en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey y el FMI; Manuel Ramos, en el ITAM y la neofranquista opusdeista Universidad Panamericana; Manuel Sánchez, en Bancomer-BBVA y el ITAM.
Todos son intachables Chicago Boys. Aunque no sean los mejores. Ni sus resultados cosechados sean sus mejores credenciales.
Joseph E Stiglitz, Premio Nóbel de Economía 2001, los conoce de buena tinta. Los conoce y los ha padecido en los pasillos del FMI, el Banco Mundial y las atalayas de los bancos centrales de diferentes partes del mundo, pues, como se sabe, los talleres taylorianos-fordistas de las escuelas de Chicago los produce en masa y luego los arroja al mundo para que propaguen el virus de la peste neoliberal.
Dice Stiglitz en su nota: “No dejemos la economía en manos de los tecnócratas. Hay que tener en cuenta algo bastante desafortunado: que los directores de los bancos centrales tienen infinidad de competencias pero que, en realidad, las mismas no existen. En la mayor parte de los países no son necesariamente los mejores economistas los que ocupan los mejores lugares para emitir opinión en materia de macroeconomía.
“El resultado de todo eso es que muchos bancos centrales no producen estabilidad ni crecimiento.”
Luego agrega: “La mayor parte de las veces, los bancos centrales independientes que hacen hincapié en la inflación lograron una cosa: reducir la inflación (de no haberlo conseguido, la situación sería aterradora). La cuestión, sin embargo, es saber si se aceleró el crecimiento. ¿Aumentaron los sueldos? ¿Bajó el desempleo? ¿El desempeño real es mejor?”
En México, las políticas monetaristas de estabilización, fondomonetaristas y heterodoxas necesitaron 17 años para reducir la hiperinflación (tasa de tres dígitos) a una tasa de un dígito: de 81 por ciento, en 1983, a 9 por ciento en 2000. En 2013 fue de 4 por ciento. Pero antes se les escapó la fiera y en 1987 llegó a 159 por ciento. El resultado deslumbra a más de uno.
Pero, para responder las preguntas de Stiglitz, el balance es una desequilibrante estabilidad precaria. Inútil para las mayorías. Algunos de los costos pagados por tratar de controlar y desinflar al tigre de los precios ha sido la desinflación salarial, cuyo poder de compra se despeñó poco más de 70 por ciento, y del crecimiento, que se convirtió en una tasa media anual de estancamiento crónico: 2.3 por ciento, de 1983 a 2014. Las recesiones son inolvidables: 1983, 1985, 1995-1996, 2001, 2008-2009, 2013-2014. Tampoco se olvida la inflación recurrente de otros desequilibrios, como la sobrevaluación cambiaria, la especulación financiera o el desequilibrio externo, que estallaron en 1987 o 1994, y no precisamente como pompas de jabón.
Jabonoso ha sido el legado de Chicago en la Presidencia, en el banco central, en Hacienda.
Ellos han responsabilizado al gasto público como el causante de la inflación, ya que, al ampliar la demanda de bienes y servicios sobre la capacidad de oferta para cubrirla, provoca el alza de precios. Suponen que, racionalmente, los “agentes económicos” siempre elevarán sus cotizaciones (salarios, de bienes, etcétera) ante cualquier expectativita de un aumento en el gasto estatal que aumentará los precios.
No se sabe si realmente los funcionarios del banco central y sus pares doctrinarios se creen esas historias. Pero es evidente que les han sido útiles para doblegar la testuz fiscal del Estado (restringir el gasto público). Para que los refinados nenes de Chicago puedan realizar su tarea de escolapios monetarios, la única. Aunque el tigre inflacionario se pasee orondo por las calles y se burle de su meta de precios: 3 por ciento anual +/-1 punto porcentual, variación irrelevante para las necesidades nacionales. Han servido para emascular las funciones contracíclicas del gasto público y promotoras del crecimiento, el empleo y el desarrollo. Para que el bloque dominante se deleite devorando el despojo de las empresas públicas y sectores estratégicos del Estado. Y de la economía. Y Peña Nieto nutrirá su insaciable voracidad con el sector energético y de las telecomunicaciones.
La única forma de intervención estatal que están dispuestos a tolerar es la de policía de la seguridad interna y de guardián de la acumulación privada de capital.
Ellos comparten el mismo lenguaje de los titulares de Hacienda: Aspe, Carstens, Guillermo Ortiz, Ernesto Cordero, José Antonio Meade, Luis Videgaray. Forman una santa hermandad.
La incomodidad de Videgaray con Carstens y Eduardo Sojo, del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), no es por los pobres resultados arrojados por la gestión peñista, sino porque, ante los inevitables reflectores, no se aplicaron en maquillar decentemente el rostro cadavérico de la economía.
Pero alguien tenía que cargar con el muerto. Y eso es incómodo para cualquiera.
“En la esfera de la economía, una institución que se presta para ese tipo de protección es la banca central. La autonomía de la banca central no sólo arrebata al control democrático un aspecto clave de la toma de decisiones económicas, sino que también obliga a los nuevos gobiernos a perseguir un conjunto de resultados económicos neoliberales asociados con la estabilidad macroeconómica” (“La democracia como rehén: la autonomía de la banca central en la transición del autoritarismo a la democracia”. Política y Gobierno, volumen V, número 1, primer semestre de 1998, página 47. Las cursivas son mías).
La posición de Boylan es compartida por Roberto Zahler, quien fue responsable del banco central chileno postpinochetista, a principios de la década de 1990.
Zahler señala que la autonomía deja al banco central “fuera del control democrático del gobierno, parlamento y de otras instituciones generadas democráticamente”, que contribuyen a “compatibilizar la necesaria libertad de acción de los programas económicos del Poder Ejecutivo con cierta separación (y control) de poderes entre las autoridades encargadas de gastar dinero y las encargadas de crearlo”.
El exbanquero central añade que un banco central independiente no sólo contribuye a dispersar la responsabilidad en el manejo de la política económica y a darle un peso desproporcionado a los objetivos característicos de dichas instituciones y, debido a los mercados a través de los cuales opera, del sector financiero. También fractura la coordinación y la unidad de mando entre los responsables de la conducción económica y afecta el diseño, la aplicación y los resultados de las políticas públicas (la política monetaria, la fiscal, de balanza de pagos, de salarios, de empleo, etcétera).
En apariencia, la reducción de la importancia de la política monetaria a la defensa del valor de la moneda y del control de la inflación pareciera debilitar, por añadidura, la posición del banco central dentro del sistema económico.
Desde otro ángulo, sin embargo, agrega Zahler, el banco central aglutina una enorme cantidad de atribuciones, además del manejo de la política monetaria y crediticia y de los instrumentos de control monetario: la facultad de dictar normas obligatorias en las áreas cambiaria y del sector externo, que comprenden el manejo del tipo de cambio, las normas sobre exportaciones e importaciones, los controles a los movimientos de capitales y a los préstamos internacionales y los niveles de reservas internacionales; la actuación de prestamista de última instancia (www.cieplan.org/media/publicaciones/archivos/45/capitulo_02_p2.pdf).
En ese sentido, dispone una cuota de poder excesivamente grande, que puede atentar sobre las bases de una sociedad políticamente abierta y democrática. Por esa razón, afirma Zahler, más que la independencia o su tecnificación, lo que urge es limitar las atribuciones del banco central y dispersar su poder. Sin dejar de reconocer su relevancia en la formulación e instrumentación de la política macroeconómica de corto y mediano plazo, tiene que entregársele mayores facultades al Parlamento, de modo que sólo a través de la ley pudieran definirse ciertas directrices económicas que en la actualidad las ejerce el Poder Ejecutivo a través del banco central.
Una verdadera reforma de la constitucionalidad del banco central, producto de un consenso nacional y no de una conspiración tecnocrática como la salinistas-aspista, tiene que obligarlo a que contribuya decisivamente a reducir la inflación y al control de los equilibrios macroeconómicos básicos, sin afectar tóxicamente a otros determinantes de la mantención y legitimación de un sistema políticamente democrático: la satisfacción de las necesidades básicas, la reducción de la desigualdad social, la percepción de amenaza de intereses vitales de las mayorías.
En los regímenes despóticos la política monetaria define sus objetivos autoritariamente. Únicamente es consensuada en un conciliábulo. En un sistema democrático tiene que fundamentarse en un contexto y en entorno libre y respetuoso, a través de la persuasión y del convencimiento, y no de la imposición. Lo anterior le otorgará su legitimidad que redundará en la estabilidad económica y política-democrática.
Los neoliberales han vendido la idea de que la autonomía del banco central es una conditio sine qua non para aspirar el crecimiento con estabilidad de precios. Sin embargo, Stiglitz señala que “existen pocos testimonios de que los bancos centrales independientes que se centran exclusivamente en la estabilidad de los precios obtengan mejores resultados en cuanto a esos aspectos decisivos. En cambio, agrega que otros bancos centrales, sin ser autónomos, han registrado mejores resultados.
China, por ejemplo, proteccionista y con un banco central más juicioso, registró un crecimiento y una inflación media anual de 9.9 por ciento y 4.6 por ciento, respectivamente, entre 1980 y 2013.
Afortunadamente, las ciudadelas de los bancos centrales neoliberalmente autónomos no son eternas e inexpugnables.
Asimismo, le otorgó poderes legales para que asumiera las funciones de superintendencia bancaria y regulara las condiciones del crédito en términos de plazos, tasas de interés, comisiones y cargos de cualquier naturaleza, así como orientar su destino por medio de exigencias de reserva, encajes diferenciales u otros medios apropiados.
También restableció la capacidad del banco central para que pueda emitir títulos para financiar el déficit, para dar crédito dirigido, que pueda obligar al sistema financiero a prestar a quienes quiera el gobierno y, en las condiciones que él disponga, usar las reservas de la forma que más le convenga.
Esas y otras medidas escandalizaron a los usureros bancarios y financieros, así como a los Chicago Boys gauchos.
En el colmo de la herejía, en tierra de machos económicos y en abierta guerra con su banquero central, el Chicago Boy Martín Redrado, la presidenta Cristina Fernández llevó al organismo a una mujer, Mercedes Marcó del Pont, quien se presume desarrollista o estructuralista, y la mantuvo en el mando entre 2008 y 2010.
Con los gobiernos postneoliberales y con un banco central no ortodoxo, Argentina creció 7 por ciento en promedio anual entre 2003-2013, con una mejoría significativa en el empleo, una reducción importante de la miseria, y con un nivel de inflación socialmente tolerable (9 por ciento en promedio anual).
En cambio, el presidente Enrique Peña Nieto y el secretario de Hacienda, Luis Videgaray, se jalan los pelos ante una economía que no resucita, ante la mirada impasible de Carstens. Y ya consumieron un tercio del sexenio.
Por otro lado, no deja de llamar la atención que los principales líderes de lo que alguna vez se consideró como el progresismo del sistema de partidos, declaren su respeto por la autonomía del banco central. Si algún día llegan a la Presidencia y se mantiene intacto al Banxico, tendrán que pagar las consecuencias.
Tendrán clavado un “enclave autoritario” en su recto corazón.
*Economista
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