André Chamy/Red Voltaire
Irán, Siria y el Líbano, países que –gracias al Hezbolá y sus aliados– los occidentales ven como una fuente del mal porque apoyan lo que Occidente ha dado en llamar “el terrorismo”, siguen y seguirán dando de qué hablar. Después de ser objeto cada uno de ellos de un tratamiento individual, en función de las tendencias políticas de la región, ha aparecido un eje que comienza en Rusia y China para terminar ante las puertas de Tel Aviv, Israel.
Ese eje tiene sus orígenes en la política que ha venido aplicando Occidente en esa región del mundo. Estados Unidos, seguido por los principales países occidentales, ha decretado de qué manera deben preservarse sus propios intereses económicos, cueste lo que cueste. Esa política parcializada ha sido, durante años, fuente de tensiones, de conflictos armados y de combates callejeros que constantemente alimentan los noticieros de televisión.
Esa política, aplicada durante largos años, se ha concretado con el respaldo de actores locales. Pero todo se aceleró con la caída del muro de Berlín (Alemania, 1989), calificada de acontecimiento histórico –como en efecto lo fue–, pero que marcó la consagración de una estrategia agresiva y de desprecio hacia el Oriente Medio.
Al desaparecer la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la única posibilidad de salvación que parecía quedar para los países de Oriente Medio era someterse a la voluntad de Occidente, pero principalmente a la de Estados Unidos.
Sin embargo, en vez de explotar esa posición de árbitro –ya de por sí privilegiada– Estados Unidos y otros países occidentales optaron por una estrategia tendiente a aplastar y someter definitivamente lo que decidieron llamar el Oriente Medio ampliado, a través de intervenciones directas en Irak y Afganistán; pero también en Líbano, Yemen y en la región del Magreb, con la intención declarada de intervenir en Siria e Irán.
Desde la década de 1970 y como resultado del choque petrolero, cuando tuvo la amarga experiencia de descubrir lo que representaba una necesidad vital para su economía y para el confort de sus ciudadanos, Estados Unidos concluyó que tenía que controlar las fuentes de materias primas –fundamentalmente las de petróleo– y las rutas por donde circulan esos recursos.
Aunque existen divergencias entre los expertos en cuanto a la evaluación de las reservas de gas y de hidrocarburos, todos están de acuerdo en que esos tesoros han de agotarse. Muchos piensan además que no es justo que esos recursos estén en manos de gente a la que ven simplemente como avariciosos beduinos, a quienes nada importa el uso que se haga de esa riqueza mientras tengan garantizadas sus propias ganancias y los placeres que éstas les aseguran.
Cuando el “choque de civilizaciones” de Samuel Huntington vino a reemplazar la Guerra Fría, el islamismo se convirtió para Estados Unidos en el nuevo enemigo justificador, en una especie de “aliado” contra Europa. Pragmáticos y oportunistas, los estadunidenses vieron en el movimiento islámico una “ola de fondo” y optaron por utilizar la carta musulmana para hacerse del control del oro negro. Mucho antes de la implosión del comunismo, ya habían presentido el interés que presentaba para ellos el peligroso aliado que es el islamismo.
A partir de la década de 1970, Estados Unidos respaldaría a los extremistas islamistas, desde la Hermandad Musulmana en Siria hasta los islamistas bosniacos y albaneses, pasando por los talibanes afganos y la Al-Gama’a al-Islamiyya egipcia. Se ha hablado incluso de sus vínculos con el Frente Islámico de Salvación (transformado en el violento Grupo Islámico Armado) en Argelia. También auspició a los wahabitas que encabezan la proestadunidense monarquía de Arabia Saudita, la cual financia casi todas las redes islamistas a través del mundo. En pocas palabras, Estados Unidos jugó al aprendiz de brujo y los movimientos fundamentalistas que creía manipular parecen haberse vuelto en ocasiones en contra del Gran Satán para tratar de alcanzar sus propios objetivos.
En cambio, Estados Unidos abandonó o trató de neutralizar a los países musulmanes que parecían capaces de alcanzar cierto poder político y una relativa autonomía. Recordemos al expresidente Carter abandonando al monarca iraní (sah) cuando este país estaba haciéndose dueño de su propio petróleo. Agreguemos a esto la voluntad estadunidense de aplastar toda muestra de independencia, incluso de orden intelectual, en países árabes laicos como Siria, Egipto e Irak.
Estados Unidos jugó con el islamismo en detrimento de los movimientos laicos que podían representar una alternativa al islam político radical, y este último se convirtió entonces en el valor que siempre parecía subsistir para servir de refugio a los pueblos de la región luego de cada fracaso.
Pero no debemos confundir este “islamismo” con la realidad de la República Islámica de Irán, cuya trayectoria es totalmente atípica. Muchos autores de interesantes trabajos sobre los movimientos islamistas cometen, por cierto, el error de meter a la República “Islámica” de Irán en el mismo saco que los islamistas, cuando en realidad no tienen nada en común aparte de referirse al Islam y la sharia. La diferencia fundamental está en sus visiones del Islam político, que son totalmente divergentes.
Todo los separa fundamentalmente y si, en efecto, los estadunidenses no hicieron gran cosa por salvar al sah, su actitud de aquella época se justificaba –según los propios estadunidenses– por razones estratégicas, ya que Irán no debía en ningún caso –también según ellos– convertirse en una gran potencia regional. Lo cual explicaría que, algún tiempo después de la caída del sah, Estados Unidos haya dado inicio a la guerra de Sadam Husein contra su vecino iraní, conflicto que permitió arruinar simultáneamente a los dos únicos países que podían haber ejercido una influencia determinante en la región del Golfo Pérsico.
Sin embargo, después de su guerra con Irak, la evolución de Irán permitió a la República Islámica convertirse en verdadera potencia regional, despertando los temores de varias monarquías del Golfo, que hasta ahora prefirieron dejar su propia seguridad en manos de Occidente, más exactamente en manos de Estados Unidos. En pago, esas monarquías confiaban sus “recursos” a las economías occidentales y financiaban las actividades y movimientos designados por los servicios secretos de Washington.
Esas mismas monarquías tenían que mantenerse al margen de lo que sucedía en ciertas regiones, esencialmente en Palestina, aunque decían respaldar las aspiraciones del pueblo palestino. Serán ellas los primeros países árabes en mantener contactos directos o secretos con el Estado de Israel, lo cual conducirá posteriormente al movimiento de resistencia palestino a acercarse a los iraníes.
Estos últimos se ven hoy como los únicos dispuestos a defender los lugares sagrados del Islam con los hombres de al-Quds, rama de los Guardianes de la Revolución, y aportando su respaldo al Hamas. La magia estadunidense se volvió en contra del mago.
Para el gobierno estadunidense, el mundo árabe musulmán debe seguir siendo un mundo rico en petróleo, al que se puede explotar sin límites, pero pobre intelectualmente; se debe mantener en una situación de total dependencia tecnológica; un mercado de 1 mil millones de consumidores incapaces de alcanzar algún tipo de autonomía política, militar y económica. Según Estados Unidos, el yugo coránico favorece la indigencia intelectual.
Un eje Teherán-Beirut, que pasa por Bagdad y Damasco, ha venido surgiendo poco a poco en detrimento de la estrategia de Washington en la región. Era indispensable que, al cabo de los años, ese eje se dotara de aliados e interlocutores, sobre todo a causa de las sanciones decretadas contra Irán y Siria.
Históricamente, por demás, nunca llegó a suspenderse la comunicación entre Damasco y Moscú, a pesar de la desaparición de la Unión Soviética y de la tumultuosa etapa que vivió la Federación Rusa. Pero la llegada del presidente Vladímir Putin, con intenciones de devolver a Rusia su papel en la escena internacional y de preservar sus intereses geoestratégicos, no fue del agrado de Estados Unidos.
En esa situación, Rusia y China se convirtieron –y no podía ser de otra manera– en bases, si no estratégicas al menos de retaguardia, de este Eje de la Esperanza. Es evidente que cada uno de sus miembros se beneficia con ello; pero los rusos y los chinos no ven con desagrado el hecho de tener interlocutores que ponen en dificultades a sus adversarios estratégicos mientras que Moscú y Pekín aprovechan simultáneamente el petróleo y el gas iraní y las posiciones estratégicas que les ofrece la situación geográfica de Siria con relación a los puestos avanzados de Estados Unidos.
En su libro El gran tablero mundial: la supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos, publicado en 1997, Zbignew Brzezinski –consejero de seguridad nacional de James Carter durante su mandato en la Casa Blanca, y muy escuchado en Estados Unidos en tiempos de Clinton– revelaba con cínica franqueza las razones profundas de la estrategia islámica de su país. Según Brzezinski, la presa principal que Estados Unidos espera obtener es la zona conocida como Eurasia, vasto conjunto que se extiende desde el Oeste de Europa hasta China, a través del Asia central:
“Desde el punto de vista americano [estadunidense], Rusia parece destinada a ser el problema…”.
Estados Unidos manifiesta, por consiguiente, cada vez más interés por el desarrollo de los recursos de la región y trata de impedir que Rusia alcance la supremacía.
“La política americana [sic] apunta por otro lado simultáneamente al debilitamiento de Rusia y la ausencia de autonomía militar de Europa. De ahí la ampliación de la OTAN [Organización del Tratado del Atlántico Norte] a los países de Europa central y oriental, para perennizar la presencia americana [sic] mientras que la fórmula de defensa europea capaz de contrarrestar la hegemonía estadunidense en el Viejo Continente pasaría por un ‘eje antihegemónico París-Berlín-Moscú’.”
En realidad, a través de las opciones que escogieron, los estadunidenses parecen haberse equivocado en todas las regiones que debían servirles de base para la conquista de las fuentes de petróleo y gas, lo cual les ha traído duros fracasos políticos.
Los occidentales, por su parte, prácticamente abandonaron toda estrategia y han dejado su propia política exterior en manos de Estados Unidos. Si bien tratan de salvar las apariencias haciendo algunos aspavientos, en realidad saben perfectamente que las decisiones no las toman ellos. Así lo demuestra el reciente ejemplo del presidente francés François Hollande y su ministro de Relaciones Exteriores, haciendo constantes declaraciones de guerra contra Siria antes de tener que hacer mutis bruscamente al ver que Lavrov y Kerry negociaban sin hacerles el menor caso.
Ante el fracaso de sus maniobras, Estados Unidos quería incrementar la tensión ante las autoridades rusas, resueltamente decididas a enfrentarlas, mientras que China se mantiene al margen, evaluando la situación, pero nada inclinada a confiar en Washington…
Recordemos que China está tan interesada como Rusia en Oriente Medio. Su primera muestra de interés por esa región se remonta a 1958, cuando se produjo el desembarco estadunidense en las costas libanesas, intervención que China condenó enérgicamente incluso antes que la extinta Unión Soviética.
Los estadunidenses se han convertido en maestros de un tipo de maniobra que sigue un proceso relativamente simple:
-Participar en la creación de organizaciones no gubernamentales que supuestamente defienden los derechos humanos.
-Estimular la aparición de individuos que se dedican a lanzar advertencias sobre una situación determinada.
-Ofrecer una tribuna a oscuros opositores de poca monta para desestabilizar en un momento dado al país víctima de la maniobra.
El ejemplo más ilustrativo es el golpe de Estado perpetrado en Chile contra el otrora presidente Salvador Allende, y el proceso se ha perfeccionado en nuestros días con las famosas “revoluciones de colores” y con las más recientes primaveras árabes. Acciones similares se preparan actualmente en otros países que ya veremos aparecer en los titulares de prensa, como Azerbaiyán.
Fue así como estallaron en Irán los “incidentes” de junio de 2009, supuestamente como protestas por la reelección del presidente Mahmud Ahmadineyad. Durante 9 meses tuvo que enfrentar la República Islámica aquella embestida. El Hezbolá también tuvo que enfrentar, después de la agresión militar israelí que duró 33 días, un nuevo complot gubernamental tendiente a privarlo de una herramienta directamente vinculada a su seguridad: su red de comunicación interna. El Hezbolá emprendió entonces la intervención rápida y eficaz del 7 de mayo de 2008, considerada por los conspiradores como una afrenta cuando en realidad se trataba de la respuesta a la agresión inicial.
Sólo Siria seguía indemne en el Eje de la Esperanza, aunque Estados Unidos le había advertido que si no ponía fin a su relación con Irán y con el Hezbolá sufriría el mismo destino que otros países árabes ya estremecidos por las primaveras, con las que supuestamente vendrían las golondrinas de la democracia, cuando en realidad atrajeron a los cuervos del terror y la inestabilidad.
Es en medio de este contexto que las famosas “revoluciones de colores” llegan a afectar a Rusia a través de Ucrania. Esas “revoluciones” han significado para Rusia la pérdida de gran parte de su terreno estratégico. Se ha utilizado a Europa –la Unión Europea que supuestamente acogería en su seno a los ucranianos– para prometer a éstos ayudas y mejores condiciones económicas. La realidad –muy diferente– es que esos acontecimientos han permitido a Estados Unidos instalar bases militares a las puertas de Moscú. Al principio, Rusia, debilitada por un poder sin ambiciones nacionales ni verdadero respaldo interno, no estaba en condiciones de responder.
Pero la Rusia de hoy no puede seguir tolerando maniobras como la emprendida en Ucrania, lo cual explica su inmediata reacción. Y esa reacción está, a pesar de las apariencias, en conformidad con los ejemplos de Oriente Medio, ya que la idea central es que la democracia no se ejerce en la calle sino en las urnas. Si la oposición quería alcanzar el poder tenía que hacerlo ganando las elecciones.
Más allá de esta situación, Rusia, que acaba de salir de una agresión desatada por las milicias chechenas que sembraron la muerte en territorio ruso –con respaldo financiero de varias monarquías del Golfo Pérsico– está defendiendo sus propios intereses. Esto explica la amenaza, no precisamente disimulada, de los sauditas: “Nosotros pudiéramos ayudar a evitar la amenaza terrorista en Sochi, Rusia, si ustedes ceden en el tema sirio”. Proposición que Moscú rechazó de plano.
Todo esto demuestra, en todo caso, tanto el papel de las monarquías del Golfo como el hecho de que los movimientos islamistas están siendo utilizados para favorecer –de manera subrepticia– las políticas de Estados Unidos que, utilizando la carta de la desestabilización contra ciertos países, creen estar creando en la región condiciones más favorables para sus propios intereses.
El eje Pekín-Beirut, que pasa por Moscú, Teherán y Damasco, no puede hacer otra cosa que seguir fortaleciéndose. Esto es, para cada uno de sus miembros, prácticamente una cuestión de vida o muerte. Un proverbio oriental señala que nunca debes arrinconar un gato porque así lo conviertes en un tigre. ¿Qué consejo se puede dar entonces a quienes pretenden arrinconar a un tigre?
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