Antonio Paneque Brizuela/Prensa Latina
La Habana, Cuba. El recién terminado 2016 ratificó la creciente tendencia africana a rechazar disposiciones de instituciones occidentales, en especial las procedentes de la Corte Penal Internacional (CPI), que para algunos líderes regionales parece diseñada solo para juzgarlos a ellos.
La actuación en varios foros durante el año por gobiernos de ese Continente contrarios a procesos legales de una entidad radicada en un Estado europeo como Países Bajos, recuerda también la predisposición africana contra el colonialismo occidental, desterrado por sus pueblos en la segunda mitad del siglo XX.
Esa actitud cobró tal intensidad guerrera que incorporó a 54 países al estatus de independencia, sólo logrado entonces por Etiopía (nunca fue colonizada), hasta el día de hoy en que África tiene exclusivamente una colonia, la República Árabe Saharaui Democrática, y ello por la ilegal ocupación de Marruecos.
Sin embargo, una situación neocolonial remplazó a la colonial y, salvo el cambio de un gobierno extranjero por otro casi siempre de mentalidad “extranjera”, los pueblos africanos no disfrutan de sus riquezas naturales por carecer de leyes que las repartan de modo equitativo, mientras la codicia corrompe a sus ejecutivos.
Por eso ahora esa especie de rebelión regional de 2016 contra un mecanismo de corte occidental como el tribunal de La Haya semeja una suerte de escape de presión en la olla africana en ebullición por sus históricos afanes de libertad y soberanía.
La CPI, fundada en 1998, vivió en noviembre de 2016 sus más difíciles jornadas en 18 años de existencia, al abandonarla Sudáfrica, Burundi y Gambia bajo acusaciones de discriminación y funcionamiento injusto, en lo que pudiera significar el principio de un desmoronamiento total.
Esa retirada, agravada con la de Rusia, implicó que en un sólo día abandonaron el organismo un miembro del Consejo de Seguridad de la Organización de la Naciones Unidas (ONU), y un continente comenzara una suerte de explosión en cadena, basado en críticas como que esa instancia “ignora crímenes en otras partes del mundo ajenas al Continente Africano”.
Para Moscú, firmante en 2000 del Estatuto de Roma que dio origen a la CPI en julio de 1998, aunque nunca lo ratificó, su final como miembro el 16 de noviembre se basó en una orden revocatoria del presidente, Vladímir Putin, quien acompañó su decisión con una simple declaración de su Cancillería:
“En 18 años de funcionamiento, la CPI dictó sólo 4 sentencias, gastó más de 1 mil millones de dólares”, y “no se convirtió en un órgano de justicia internacional independiente y de prestigio”, aseguró el gobierno ruso mediante dicho documento.
Pero para los Estados africanos que anunciaron su defección, e incluso otros que sólo la pronosticaron, esa Corte, registrada como primer organismo judicial permanente para perseguir y condenar crímenes contra el derecho internacional, está minada también por insuficiencias que develan desprecio y discriminación.
Tanto para Sudáfrica como Burundi y Gambia, firmantes del Estatuto de Roma, la CPI es parcial y colonial, ya que juzga sólo a personas africanas, opinión compartida por gobernantes de Namibia, Uganda, Chad, Nigeria, Botswana y Djibuti.
Entre las críticas más severas figuró la del ministro de justicia de Sudáfrica, Michael Mathura, quien recordó que “todas las investigaciones plenas de la Corte, a excepción de una, son en África, aunque la mayoría fueron referidas por los propios países de esa región y dos por el Consejo de Seguridad de la ONU”.
Acorde con el enviado de Pretoria “ellos (los juristas de la Corte) se hacen los de la vista gorda para concentrarse en un espacio geopolítico, con exclusión de todos los otros”.
Las críticas de los representantes africanos aludieron a que esa instancia de La Haya acusó, inició procesos y hasta condenó a líderes de controvertidas guerrillas africanas e, incluso, ordenó la captura de presidentes como el keniano Uhuru Kenyatta y el sudanés Omar Hassán al Bashir.
Los jueces y fiscales de la CPI afrontaron el 18 de noviembre en La Haya otra andanada de diatribas, cuando enviados de Kenya y Namibia expresaron su disconformidad con su actual papel durante la Asamblea de Estados Parte, órgano legislativo del Tribunal.
El ministro namibio de Justicia, Issaskar Ndjoze, afirmó que su país también abordará en su Parlamento “si retirarse o quedarse”, en tanto la embajadora keniana en Holanda, Rose Makena, admitió, que “ignorar los puntos de vista de una parte de los miembros supondrá el fallecimiento de ese órgano”.
En referencia a gobiernos de potencias como Estados Unidos firmantes del Estatuto de Roma, la representante de Nairobi se preguntó: “¿No son esos países los que abandonan a las víctimas de los más abominables crímenes internacionales? ¿O tienen que ser los Estados africanos los chivos expiatorios de siempre?”.
Como antecedente más inmediato de la resistencia del continente frente a la CPI puede citarse la recomendación de una reunión en julio pasado de un comité asesor de la Unión Africana de que sus Estados miembros abandonaran la CIP, a menos que esta cediera en condiciones como la de garantizar inmunidad a los mandatarios de la región frente a sus procesos judiciales.
Ya entonces ese mecanismo determinó que la Corte carece de objetividad y está sesgada hacia los países de África, dirigida a ellos más que a otros respecto a supuestas violaciones del Derecho.
El vocero del citado comité asesor, Joseph Chilengi, declaró que la CPI no es un órgano independiente, ya que nunca acusa a ciudadanos estadounidenses o europeos y sigue las orientaciones del Consejo de Seguridad de la ONU.
Según el experto, “la Unión Europea aporta más del 70 por ciento del presupuesto del Tribunal, algo que también viola el Estatuto de Roma, acorde con el cual ningún Estado miembro puede pagar más del 22 por ciento del presupuesto”.
¿Por qué África sí y Occidente no?
Cuando Occidente creó la CPI en 1998, algunos dudaron de si en verdad impartiría justicia, pero, después de entonces, son muchos más los que cuestionan por qué ese tribunal no juzga a los gestores de ciertas guerras expansionistas.
Representantes de naciones tercermundistas menos favorecidas por el llamado Estatuto de Roma que inauguró esa instancia el 17 de julio de ese año aún se preguntan, por ejemplo, si clasifican como acusados los líderes de Estados Unidos, Reino Unido, Francia e Israel, actores principales de esas aventuras con millones de muertos.
Entre quienes ponen en duda la justeza de esa instancia de La Haya, los más quejosos son los líderes de África –32 de cuyos 55 Estados figuran en la lista de 139 firmantes del documento– por la sencilla razón de que también son los más afectados (algunos dicen que “los únicos”), por el funcionamiento de la Corte.
Pero aun así, pocos imaginaron que fuera esa región la que protagonizara en 2016 lo que para muchos es el inicio de una estampida en el seno del tribunal de La Haya, uno de los dos con sede en esa ciudad holandesa, junto a la Corte Internacional de Justicia, dedicada a litigios entre países y entidades.
Entre quienes cuestionan al organismo jurídico de La Haya figura el periodista sierraleonés Abu-Bakarr Jalloh, quien hace poco lanzó al espacio digital una pregunta que nadie por el momento contestó:
“¿Por qué al exprimer ministro británico Tony Blair no se le abrió un proceso en la CPI por la participación de su país en la Guerra de Irak?”, sobre lo cual recordó que, en julio de 2016, una comisión británica de investigadores esgrimió serias acusaciones en su contra.
“La invasión de Irak por tropas británicas y estadunidenses en 2003 fue justificada con base en afirmaciones falsas y empañó la autoridad de la ONU. Así lo sostiene el Informe Chilcot”, alegaba Jalloh para después esgrimir otra pregunta:
“¿Qué se hace al respecto en el tribunal de La Haya, 13 años después de concluir aquella guerra?”.
Muchas interrogantes de ese tipo formularon estudiosos del tema durante estos 18 años de vida de esa instancia, pero merece un buen lugar la del historiador, analista y político estadunidense Juan Cole:
“¿Qué pasaría si la CPI procesara al primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu?”, en alusión a los asesinatos y la expulsión colonial e ilegal de ciudadanos y líderes palestinos.
Cole recordó que el artículo 7 del Estatuto de Roma prohíbe crímenes contra la humanidad repetidos con sistematicidad, entre ellos asesinatos, torturas, persecución, racismo, deportación o transferencia forzosa, todas ellas aplicables a “un grupo identificable” como el palestino, según exige ese texto.
Una simple lectura al Estatuto de Roma remite también a los citados culpables que se mueven por todo el mundo sin que los moleste ningún policía o autoridad jurídica enviados por la CIP:
Los crímenes que pueden ser objeto de conocimiento de la Corte, según Resolución 6 del 11 de junio de 2010 de la Asamblea de Estados Parte del Estatuto de Roma son los siguientes: “genocidio (artículo 6); crímenes de lesa humanidad (7); crímenes de guerra (8); y crimen de agresión (8 bis)”.
Pero, ¿quién decide juzgar a quién por esos delitos? Para sacar conclusiones remitámonos al artículo 13 de ese documento, según el cual “la investigación de los hechos que fueran constitutivos de delitos puede iniciarse de tres formas:
“Por remisión de un Estado Parte a la Corte de una situación particular, por solicitud del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (donde se aplica el veto invertido o voto negativo de los miembros permanentes) y de oficio, por el Fiscal de la Corte.”
Antonio Paneque Brizuela/Prensa Latina
[BLOQUE: ANÁLISIS][SECCIÓN: INTERNACIONAL]
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