Cumple la Jornada Nacional de Sana Distancia su primera semana y las colonias populares, las vecindades, los barrios, los pueblos hacen su vida normal. Los tianguis rebosan de marchantes; los niños corretean en las calles; las tienditas, carnicerías, pollerías, tortillerías siguen siendo punto de encuentro de familias y amigos, apretones de manos, besos y abrazos de por medio.
El contraste con las colonias de las clases medias y altas no podía ser mayor. Ahí sí, calles desiertas, portones cerrados y silencio. Bien pertrechadas, estas familias aguardan el paso del SARS-cov-2 causante del Covid-19. Tienen plena conciencia de la pandemia que, al momento de redactar esta entrega, ha dejado en el mundo medio millón de infectados y 30 mil muertos. Y tienen, sobre todo, la posibilidad de protegerse y resistir semanas o meses con bodegas repletas.
La tormenta se cierne sobre el país y muchos parecen no advertirlo. A punto de que los casos positivos de la enfermedad se disparen exponencialmente en México, es común escuchar conversaciones sobre la “mentira” del coronavirus. Con convicción, en las colonias de las clases bajas, hay quienes argumentan que se trata sólo de un artificio y que no pasará nada…
Más allá de la falta de información clara y de mensajes contradictorios desde las esferas gubernamentales y los poderes fácticos, los pobres de este país tienen que decirse a sí mismos que no hay nada que temer. Los desprotegidos intentan alimentar su fe en que la tragedia anunciada nunca llegará.
Y es que no tienen otra opción. Cómo van a aceptar que el peligro está en las calles si no pueden dejar de salir a ellas. De acuerdo con datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), el 57 por ciento de lo trabajadores mexicanos son informales (son “emprendedores”, como se refería el lenguaje neoliberal a los trabajadores precarios, depauperados y totalmente desprotegidos).
Luego de décadas de aumento de la brecha de desigualdad en México, la gran mayoría de los trabajadores no cuenta con derechos laborales. Nada de seguridad social, antigüedad, ahorro para el retiro, atención médica ni cualquiera de las prestaciones “de ley”. Ni siquiera tienen un salario. Ganan lo que venden o fabrican o sirven en el día. No hay mañana.
“¿Y de qué vamos a vivir?” o “¿y qué vamos a comer?”, se escucha decir a quienes atienden puestos en mercados sobrerruedas; quienes levantan las cortinas cada mañana en verdulerías; quienes sacan sus anafres y botes de tamales desde la madrugada; a los ruleteros que deben primero entregar “la cuenta” al dueño del taxi y luego seguir trabajando para llevar algunas monedas a su familia cada jornada; los médicos “contratados” a destajo por farmacias, que auscultan pacientes pobres en cuartos sucios y herrumbrosos que llaman “consultorios”… Y así, además de prácticamente todos los oficios, los profesionistas desechados por el mercado y que se buscan la vida todos los días “en lo que salga”.
…Sin contar al lumpen proletario: las poblaciones callejeras, los migrantes en tránsito por el país, los despojados hasta de su identidad.
Lo peor es que muchos de ellos califican dentro de la población de por sí de riesgo ante el Covid-19: son adultos mayores, están malnutridos, padecen diabetes, son hipertensos… No tienen salida. Tendrán la “libertad” de elegir: no comer o caer enfermos.
Si en México la pandemia comenzó en círculos de clase alta, ya vemos dónde causará los mayores estragos. En las colonias populares el sol ilumina un cielo claro, sin nubes. Una brisa fresca hace cerrar los ojos a algunos. Lo que escuchan son los truenos de una tormenta. Aún así, deben decirse que no pasará nada.
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