El dilema del “perdón” que se discute en México respecto de múltiples crímenes del pasado –especialmente de las administraciones presidenciales de los 6 últimos sexenios–, históricamente y en la experiencia internacional se puede sintetizar como el enfoque de Nelson Mandela vs el gobierno de Raúl Alfonsín, en Argentina. Ambos procesos estuvieron marcados por dos grandes debacles: el primero, por el régimen del Apartheid (segregación racial); el segundo, por la dictadura militar argentina.
En este análisis, sin embargo, nos referimos a la vía distinta que siguieron al momento de decidir qué hacer frente a las crisis nacionales marcadas por la violencia generalizada, las masacres, los crímenes de Estado, la corrupción sin límites. Se trata de rutas opuestas para llegar a un mismo objetivo.
En el caso de Nelson Mandela, una vez que venció en las primeras elecciones democráticas de la historia de Sudáfrica (abril de 1994) al primer ministro Frederik W De Klerk (que desarrolló la apertura y el acuerdo político con la mayoría negra, legalizó el Consejo Nacional Africano –CNA– cuyo líder fue Mandela, liberó de la prisión a éste, convocó a elecciones libres y desmanteló lo fundamental de la legislación del sistema de segregación racial), tuvo frente a sí como prioridades atender los desafíos de reestructurar la economía redistribuyendo los beneficios sociales, facilitando la construcción de viviendas, la prestación de servicios sanitarios y promoviendo la generación de empleo y el desarrollo educativo. Otro reto fundamental al que tuvo que enfrentarse fue el relacionado con las numerosas denuncias de violación de los derechos humanos y otras atrocidades llevadas a cabo y cometidas por anteriores regímenes racistas.
En un intento por esclarecer todos estos acontecimientos pasados sin polarizar aún más a la sociedad sudafricana, el gobierno aprobó en julio de 1995 la creación de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación. Ésta se integró por 17 miembros y presidida por el arzobispo Desmond Tutu, y promovió la unidad y la reconciliación nacional. Su objetivo fue examinar los 33 años del régimen segregacionista y las atrocidades por él cometidas, bajo el principio de la justicia restaurativa. La Comisión funcionó durante varios años con su tarea de realización de investigaciones, audiencias, castigo o perdón y adiciones a la Ley de Amnistía.
La Comisión (que realizó una investigación de crímenes no judicial, de la cual se han creado más de 30 en el mundo) se fundamentó previamente en la Ley para la Promoción de la Unidad Nacional y la Reconciliación, aprobada en 1995. El propio arzobispo Tutu estableció como lema de ésta: “Sin perdón no hay futuro, pero sin confesión no puede haber perdón”. Principio político fundamental. El espacio temporal de investigación de los crímenes ocurridos comprendió desde 1960 a 1994. La Ley y la Comisión se aprobaron en 1995.
Pero aquí tenemos lo más interesante: muchas de estas víctimas ofrecieron sus relatos en audiencias públicas. Los autores de los hechos violentos podían también confesar sus crímenes, y eran sus propias víctimas las que decidían si concederles la impunidad, dirían algunos, el perdón, dirían otros, o no. El tribunal formado ex profeso nunca funcionó como autoridad judicial, sino como intermediario de verdad entre víctimas y agresores.
Existen valoraciones muy diversas acerca del resultado de la Comisión. Sus detractores consideran que proporcionó impunidad a criminales confesos. Sus defensores argumentan que permitió el esclarecimiento de desapariciones y otros delitos que hubieran quedado en la oscuridad, y también facilitó que las víctimas recibieran indemnizaciones y reconocimiento por su sufrimiento; además, promovió la amnistía para los perpetradores bajo los principios antes señalados.
Una Ley de Amnistía nunca es funcional en sí misma, aunque tenga su propio valor como factor de reconciliación y de recomposición de la convivencia social: es un recurso del poder político para impulsar una vía de reestructuración de la vida nacional. También es un instrumento jurídico auxiliar que parte de una concepción general. Por eso, quien busca analizarla aisladamente, no comprende un proceso de pacificación, construcción de la paz y justicia transicional o restaurativa para la reconciliación nacional. Sesga y distorsiona el análisis.
Observadores sudafricanos e internacionales consideran que este proceso de búsqueda de la verdad para la reconciliación –relacionado con el concepto tradicional que los sudafricanos llaman Ubuntu, que es una regla ética sudafricana enfocada en la lealtad de las personas y las relaciones entre éstas– facilitó la transición política sudafricana. El Ubuntu fue la lealtad al proceso de transición y al de investigación para la justicia restaurativa y la reconciliación.
En cualquier caso, es indudable que se ha convertido en un modelo para posteriores organismos que han usado el nombre de Comisión para la Verdad y la Reconciliación (en distintos países que tratan de superar violencia, dictaduras militares o guerras civiles al cambiar la apuesta: sin derrotar adversarios por la vía armada, o sin exterminarlos).
Con ello se resignificó el rol de la verdad histórica y la construcción de una memoria colectiva, lo que exigió desde su inicio una ardua y sostenida tarea de registro formal de las graves violaciones a los derechos humanos. Esa tarea se complementaría con las actividades públicas de la Comisión de la Verdad, tales como la celebración de las audiencias públicas y, especialmente, con la construcción de un archivo del pasado, en el que se registraron los crímenes constatados en la historia reciente del país, decisivo en términos de la memoria y para procesar la ulterior reconciliación.
Definitivamente, ir a un proceso político de perdón y olvido sin conocimiento constatado y memoria no es una buena idea, porque vacía de contenido la reconciliación y ésta se convierte en un fin en sí mismo, no en resultado de un proceso histórico de conocimiento de la verdad, justicia y paz. Esto lo debemos tener muy claro en México para no restar base social y abrir brechas de vulnerabilidad de los adversarios, en un proceso tan complejo que requiere claridad táctica y estratégica, y un cálculo pormenorizado para cada paso siguiente.
El gobierno del abogado Raúl Alfonsín (1983-1989), defensor de los derechos humanos en la etapa de la dictadura militar argentina y miembro del Partido Unión Cívico Radical (UCR), debió enfrentar una doble tarea histórica desde una perspectiva ideológica cercana al centro-derecha:
A) Liderar, conducir y concretar la transición a la democracia en un país con una larga tradición de gobiernos militares (llamados también “regímenes de excepción”), que en su acción represiva hacia las organizaciones de oposición llegaron a ejercitar el “terrorismo de Estado” y la guerra como medio para dirimir una disputa histórica con la Gran Bretaña por las Islas Farkland para los ingleses, Islas Malvinas, para los argentinos. En esta tarea tuvo como principal objetivo, reinaugurar la democracia y reivindicar los derechos humanos.
B) Atacar el problema de la violencia generalizada, protagonizada por los propios gobiernos militares, organizaciones de la izquierda armada, grupos paramilitares de extrema derecha (como la “Triple A”, Alianza Anticomunista Argentina) y opositores en general a la dictadura militar. Para tal efecto, a 5 días de ocupar el poder, el 15 de diciembre de 1983, Alfonsín firmó los decretos 157/83 y 158/83. Por medio del primero se creó la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (CONADEP), la cual ordenaba enjuiciar a dirigentes de las organizaciones guerrilleras ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo de tendencia trotskista)y Movimiento Peronista Montoneros (MPM). Por medio del segundo, se ordenaba procesar a las tres juntas militares, los crímenes cometidos por ellas. A los militares se les llevó a juicio en abril de 1985, lo cual significó un acto de enorme congruencia y valentía política.
Esta doble disposición legal y política fue denominada “la teoría de los dos demonios”, debido a que limitaba a la cúpula de dos grandes agrupamientos sociales armados contendientes la responsabilidad de la violencia política y explicaba la violencia de Estado como consecuencia de la violencia guerrillera, una grave limitación de concepción política originada en la ideología que la animaba. En cierta forma legitimaba así la doctrina de la seguridad nacional (la lucha de exterminio contra el “enemigo interno” de ideología comunista) que sustentaron las dictaduras militares de Suramérica durante la Guerra Fría, de la cual los militares argentinos fueron sus mejores exponentes.
En esa contienda, la violación-defensa de los derechos humanos era provocada por ambos polos sociales armados en igualdad de responsabilidades. El periodo investigado comprendió desde marzo de 1976 hasta 1983 (desde el golpe militar contra la presidenta Estela Martínez de Perón, hasta la promulgación de los decretos 157 y 158 de 1983).
El trabajo de recopilación de información duró 9 meses, y se reunieron en el propio escenario de los hechos las pruebas suficientes (luego fueron compiladas en un libro que cubrió el informe final de la CONADEP llamado Nunca más) para llevar a juicio a los miembros de la Junta Militar, lo que se produjo en abril de 1985.
Esa documentación, con los legajos correspondientes a personas desaparecidas (se documentaron 8 mil 961 casos y se consideró dicha relación “una lista abierta”), víctimas de ejecuciones sumarias y extrajudiciales y sobrevivientes, fue remitida a la justicia competente que, superados los obstáculos presentados por la justicia militar que debía instruir los sumarios y juzgar en primera instancia, efectuó el Juicio a las Juntas Militares y al personal de la policía de la provincia de Buenos Aires.
Casi al término de su mandato (5 de diciembre de 1986), el propio Raúl Alfonsín anunció un proyecto legal que emplazaba abruptamente a la presentación de denuncias ciudadanas por vulneración de los derechos humanos durante la dictadura militar. Fijaba un plazo de 30 días, tras el cual caducaría el derecho a reclamar justicia.
El proyecto fue bautizado como Ley de Punto Final –Ley 23.492– y era realmente una ley de amnistía que establecía el hecho de que “se extinguirá la acción penal contra toda persona que hubiese cometido delitos vinculados a la instauración de formas violentas de acción política hasta el 10 de octubre de 1983”. Un sector de opinión amplio consideró que sancionaba la impunidad de los militares penalmente responsables de haber cometido el delito de desaparición forzada de personas de varios miles de opositores.
La Ley de Punto Final fue promulgada el 24 de diciembre de 1986, y estableció la paralización de los procesos judiciales contra los imputados; meses después fue complementada con la Ley de Obediencia Debida (23.521), también dictada por Alfonsín el 4 de junio de 1987, y estableció una presunción iuris et de iure (es decir, que no admitía prueba jurídica alguna en contrario) respecto de los delitos cometidos por los miembros de las Fuerzas Armadas, por lo cual no serían ya punibles. Siguió un periodo intenso de discusión política, movilizaciones sociales, etcétera, pero finalmente la ley predominó.
Sin desconocer las grandes diferencias entre los procesos de verdad, justicia y reconciliación entre Sudáfrica y Argentina, especialmente la causalidad de la violencia generalizada, los crímenes de lesa humanidad, la naturaleza de la disputa por el poder, y la ausencia del macro factor del crimen trasnacional organizado, la disyuntiva que se presenta es cómo castigar los crímenes de Estado en su acepción más amplia: las violaciones masivas a los derechos humanos, sobre lo cual, en un país y otro se opta por investigar, construir una verdad desde la sociedad agraviada, castigar y luego perdonar (en el caso sudafricano conforme a los testimonios presentados por las víctimas en audiencias públicas, en Argentina con una “comisión de ciudadanos notables” y luego el perdón (la amnistía) como decisión de Estado, el llamado “punto final”.
En México, nuevamente en forma errónea, se ha empezado a hablar de una eventual figura legal relacionada con la decisión política del “Punto Final”, pero el paralelismo es totalmente equivocado, salvo en cuanto a que se trataría de una “amnistía como decisión de Estado”.
Pero en este caso sería inaplicable como similitud, porque tanto en Sudáfrica como en Argentina se procesó la verdad, la justicia a las víctimas y luego se procedió al instrumento legal para la reconciliación.
Aquí, sin embargo, se habla de un “punto final” sin que haya habido “punto inicial”, de partida, es decir, ni comisión de la verdad para los actos de criminalidad contra las finanzas del Estado y en contra de la legalidad constitucional (corrupción y represión masiva, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales). No aplica el concepto ni el paralelismo, ni la similitud, porque se extrapolan conceptualizaciones sin que haya sustancia de por medio, lo cual conlleva desconocimiento de los procesos a los que se alude de alguna manera habidos en otras partes del mundo.
Tendríamos que empezar por el estudio a fondo de los mismos y luego contrastarlos con la realidad nacional, con nuestras necesidades de un proceso de naturaleza similar, pero desde nuestras realidades, sin extrapolaciones vacías.
Ni el perdón sudafricano ni el punto final argentino aplican en México porque son resultado de un proceso de justicia restaurativa, no el principio de un proceso que no ha iniciado. En pocas palabras no podemos querer empezar por el final.
Jorge Retana Yarto*
*Economista y maestro en finanzas; especializado en economía internacional e inteligencia para la seguridad nacional; miembro de la Red México-China de la Facultad de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México
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