El Centro Scalabrini o Casa del Migrante lleva más de 25 años dando atención y albergue a más de 100 migrantes por semana en Tijuana, Baja California. Ha estado presente desde que Tijuana era el punto de más fácil acceso a Estados Unidos y hasta ahora, que es el punto de deportación más importante.
Ubicado a tan sólo unos minutos de la frontera, en uno de los barrios más peligrosos de la ciudad, la Casa del Migrante ha sido testigo de las violaciones más viles a los derechos humanos, tanto de funcionarios estadunidenses como de servidores públicos mexicanos. Con ahínco y con una red de apoyo tanto en México como en Estados Unidos, es como esta asociación ha salido adelante. Procura ofrecer buen trato, estadía y comida para todo aquel que “fracasa” en el intento de acceder al sueño americano.
Desde su origen en 1987 y hasta ahora, esta institución ha albergado a más de 200 mil migrantes de diferentes partes del mundo. Desde 2004, la institución cuenta con un módulo de atención al migrante ubicado a unos metros del sitio de deportación. Dicho módulo se instaló desde que la disminución de flujo migratorio en Tijuana hiciera del estado un lugar sólo de deportación masiva.
“Acá me he sentido tranquilo; muchos están pasando lo mismo que yo; y eso, pues te hace sentirte más relax”, asegura Alex, migrante proveniente de la delegación Azcapotzalco, en la Ciudad de México. Espera regresar pronto con su pequeña hija que estudia la primaria.
En su mayoría, los migrantes fueron deportados por faltas administrativas: muy pocos tienen un registro delictivo en Estados Unidos. Los deportados que llegan a la Casa del Migrante tenían una vida establecida en los diferentes estados, mayoritariamente en California. La deportación por un parking ticket o por estar consumiendo bebidas alcohólicas en la calle son temas recurrentes entre ellos.
“Mira, acá son pacientes, son tranquilos, pero afuera está lo pelado; afuera si no te roban los narcos, te roba la policía”, dice, preocupado, Asencio, de 34 años. Espera regresar a Estados Unidos para volver a encontrarse con su esposa.
Justo en uno de los tantos límites entre Tijuana y Estados Unidos se encuentra la “otra” frontera. Se estima que viven más de 200 migrantes que no pudieron resolver su situación migratoria. La hostilidad de Tijuana los ha marginado aún más: su situación ahora es de calle. Muchos caen por primera vez en la drogadicción; otros vuelven. Su desolación empieza con la falta de papeles que los identifiquen y la desatención de un gobierno estatal al que se le complica el tema de la deportación.
Y es que se estima que, cada semana, cerca de 100 migrantes son deportados y “dejados” a su suerte en Tijuana. Esto dificulta muchísimo tanto la situación laboral como la social en Baja California. Aunado a ello, los migrantes se enfrentan al crimen: al llegar a México primero son robados por las autoridades migratorias de Estados Unidos; después, por las autoridades nacionales, que han hecho del migrante un nuevo mercado negro. Finalmente, se enfrentan al crimen organizado, a las pandillas y al delincuente común.
“Sólo estoy esperando la feria para volverme a cruzar pa’tras. Es que ya sale muy caro, y cruzar de acá ya es imposible. Si no llego en 1 semana me quedo sin chamba allá”, comenta Jorge, con preocupación, quien trabaja como staff para un cine en Los Ángeles. Ésta es la segunda vez que lo deportan. La primera ocasión sucedió hace más de 15 años. Ahora, en un barrio a las afueras de Hollywood, vive con su familia; irónicamente su hija, de 23 años, nacida y educada en Estados Unidos, es policía de tránsito en California.
Sin embargo, para muchos regresar a Estados Unidos no es una opción próxima. Ellos se quedan en Tijuana para trabajar con el riesgo de volver a ser violentados por las autoridades locales que, con cinismo, les roban sus pertenencias y violentan sus derechos humanos.
“Creo que fue lo mejor que pudo pasar… Allá sólo me estaba dedicando a la maldad; ahora sólo quiero regresar con mi madrecita y conseguirme una buena morra para empezar de nuevo…”. Con ilusión y optimismo, Onésimo, de 26 años, espera regresar pronto a su comunidad indígena en Oaxaca para volver a encaminar su vida después de intentar el sueño americano por 8 años. Durante su estancia en Estados Unidos ejerció diversos empleos. Antes de dedicarse al narcomenudeo fue jardinero y albañil.
El sueño americano se ha vuelto una pesadilla. La caída del mercado laboral en Estados Unidos, una creciente y voraz politización de la migración, la introducción de leyes antiinmigrantes en los estados más próximos a México y la cacería de mojados dentro del territorio estadunidense han abierto una guerra silenciosa en contra del latinoamericano.
“Estoy más lejos de donde empecé… Acá no hay dinero ni oportunidades, y regresar a mi casa sale más caro que volverlo a intentar. No puedo dejar la vida que tenía allá, no me puedo quedar más tiempo acá, me molestan por ser como soy, ¿sabes?… Yo no puedo llegar a mi pueblo sin nada”, comenta Charlie, migrante cubano, que como muchos es originario de otras latitudes en Latinoamérica. Su pueblo queda a más de 3 mil kilómetros de Tijuana.
Esto es el sueño americano, así se vive todos los días de este lado debido a la fuerte afluencia migratoria en Tijuana. En la Casa del Migrante sólo se les permite una estancia de máximo 15 días. En ese breve lapso de tiempo ellos tienen que resolver su situación, ya sea al regresar a casa o al volver a intentar cruzar la frontera: allá donde muchos tienen una vida, una familia, un empleo, una oportunidad.
Contralínea 365 / 16 – 22 de diciembre de 2013
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