“Tengámonos miedo a nosotros mismos.
Los prejuicios, esos son los ladrones […]
Los peligros grandes los llevamos dentro.
¿Qué importan las cosas que amenazan a
nuestras personas o nuestras bolsas?
No pensemos sino en lo que
nos amenaza el alma’.
Víctor Hugo, Los miserables.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, recientemente llamó a la enfermedad del coronavirus Covid-19 como el “virus chino”, frase polémica que salió a defender ante la prensa estadunidense apuntando con el dedo: “China difunde informaciones erróneas de que nuestro Ejército les habría transmitido el virus. En lugar de meterme en una polémica, dije: lo llamaré usando el país de donde viene”.[1] Por su parte, Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, minimizó la propagación del virus y los riesgos de contagio al calificar tal situación de “fantasía” y “ficción”. Puntualizó que estos hechos sólo han generado “cierta histeria” entre los gobernadores brasileños.[2] Las declaraciones de ambos mandatarios y representantes de gobiernos derechistas, xenófobos, patriarcales y negacionistas del cambio climático son una muestra elocuente de la falta de sentido político, sensibilidad comunitaria y comprensión humanitaria de la emergencia sanitaria que enfrenta el planeta; sin embargo, sus discursos también son representativos de lo que piensan sectores amplios de la sociedad que observan con desdén dicho panorama y que consideran que el asiático, el inmigrante, el negro y el pobre son portadores de una biología destructiva que (supuestamente) atenta contra la soberanía de las naciones. Una vez más en la historia de la humanidad, la amenaza se coloca en el otro y en el afuera; sin embargo, el miedo a la enfermedad se ha hecho extensivo a la propia existencia humana. Y con razón, los miedos que ha desatado el coronavirus se han prestado para lanzar, desde distintos frentes, retóricas alarmistas que atraviesan todos los órdenes de la vida moderna, miedos que están siendo utilizados políticamente en diversos países y bajo condiciones particulares de excepción. Como menciona Fabrizio Mejía: “He ahí la metáfora política del nuevo virus que parece que atrapa en su secuencia genética todas las angustias de la globalización”.[3]
Con la declaración del coronavirus como pandemia global emitida por la Organización Mundial de la Salud hace un par de semanas, presenciamos la multiplicación acelerada de discursos científicos que aseveran, mediante un riguroso manejo estadístico y un sistema de monitoreo cada vez más eficiente, que el contagio va en aumento y que lo peor está por venir. Los sistemas sanitarios en los países más afectados (China, España, Italia y Estados Unidos, por mencionar aquellos cuyas cifras registran los mayores índices de infectados y muertes hasta el día de hoy) muestran un conjunto de efectos sociales, políticos y económicos de incalculables dimensiones: la precipitación de las economías en todos sus niveles, la reconfiguración de la cooperación entre los países hegemónicos, la suspensión y el paro de las actividades comerciales de los sectores medios y los más precarizados, el paulatino cierre de las fronteras internacionales, entre otras problemáticas que han tenido respuestas tan disímbolas en muchos gobiernos latinoamericanos (desde decretos que autorizan el uso de los recursos de las entidades públicas territoriales para ponerlos a disposición del sector financiero, como se pretende en Colombia, hasta la suspensión de salarios y derechos laborales de los trabajadores en el caso de Brasil).
Epidemiólogos, agentes sanitarios e investigadores de varias partes del mundo sostienen que las potencialidades infecciosas y sintomáticas del coronavirus son preocupantes, como preocupantes son los efectos subjetivos que está dejando en la ciudadanía global la abrumadora sobreexposición al tema y la circulación galopante de prejuicios entorno al sujeto de la enfermedad. La reiteración descomunal de que el virus se propaga “entre nosotros”, los llamados de los organismos internacionales a permanecer en estado de alerta y las consignas de los mandatarios para hacer cumplir las acciones preventivas, han logrado instaurar en la mayoría de personas que observan desde su “reclusión voluntaria” el acenso de un estado de asecho permanente dentro de un estado de excepción planetario. En este contexto, la idea de contagio significa que cualquier persona está expuesta a propagar o adquirir el virus, hecho irrefutable, pero el contagio, en su dimensión social, se abre a la posibilidad de cada región, país, entidad federativa, municipalidad, localidad, municipio, etcétera, tome el control social de la situación y de los medios de información, por medio de la persuasión temerosa.
En efecto, el coronavirus no sólo ha sacudido al mundo científico por su rápida propagación, sino también ha logrado colonizar en el cuerpo de las naciones un conjunto de miedos, temores y terrores que son producciones sociales; miedos tanto al contagio como a la enfermedad misma. Peor aún, dichos temores se han hecho extensivos a otros órdenes de la vida cultural gracias a los procesos de etiquetamiento y estigmatización hacia las personas infectadas, a su nacionalidad, identidad social y estrato socioeconómico al que pertenecen.
Para los observadores de la realidad, el coronavirus tiene un valor sociológico [4] y cultural inobjetable: permite prestar atención a los comportamientos sociales, a las ideas, a las valoraciones y percepciones; es decir, nos acerca al hecho social y sus representaciones, a los imaginarios sociales y a las fantasías de terror que encubre su manto por demás estremecedor.
Es innegable que en muchos discursos políticos, en las diferentes plataformas de información y en las redes sociales, el coronavirus adquiere connotaciones metafóricas debido a que está asociado con una idea racial y étnica profundamente racista y discriminatoria, que no hace sino alimentar el miedo y el desprecio hacia el otro-diferente.
Al respecto, Susan Sontag advirtió hace algunas décadas que más allá de la enfermedad física, la tuberculosis, el sida y el cáncer también podían ser usadas como metáforas porque despertaban “fantasías punitivas o sentimentales”. En su ensayo La enfermedad y sus metáforas, la escritora estadunidense recalcó lo siguiente: “La imaginaría patológica sirve para expresar una preocupación por el orden social”.[5] Y si nos centramos en dicha imaginería desatada por el coronavirus lo que observamos es la centralidad de un sujeto (imaginario) que está condensando preocupaciones sociales sostenidas por el miedo; además, convoca otros temores culturales tan arraigados en la historia del mundo (miedo a los judíos, a los indios, a los locos, a las prostitutas, etcétera) y que hoy en día se producen y reproducen en la mentalidad de ciertos gobernantes y de sectores amplios de la sociedad. La diseminación de todo tipo de imágenes y discursos de corte xenofóbico, racista y discriminatorio no sólo están naturalizando un supuesto rostro aparejado a la enfermedad (el chino insalubre, el migrante indeseado, el pobre vicioso), sino que también están favoreciendo la producción-reproducción de imaginarios que patologizan y criminalizan al otro-(posible)-infectado.
Lo preocupante de la situación es que la circulación de imágenes y discursos peyorativos no son una inocentada, por el contrario, pueden coadyuvar, sino es que justificar, medidas punitivas, aislacionistas y segregacionistas, como ha venido ocurriendo. La historia mundial tiene ejemplos de sobra, pero lo que me interesa recalcar es que los ciudadanos estamos alimentando esas percepciones sociales que, como todos sabemos, resultan cruciales en la construcción de tendencias y percepciones sociales en coyunturas electorales y de elección de cargos públicos, por mencionar un ejemplo. Si bien la risa que suscitan los memes en tiempos de crisis ayuda a sobrellevar los temores sociales, también muestra el lado más reaccionario, discriminatorio e intolerante de la sociedad.
Por otro lado, la emergencia sanitaria pone de manifiesto el estado de vulnerabilidad en el que históricamente han estado los indigentes, los niños y los abuelos excluidos de cualquier servicio de atención médica. No es de sorprender que los Estados nacionales los hayan dejado por fuera del sistema de salud, negándoles su derecho a una atención digna y de calidad. Aunque en varias partes del mundo y, en particular en América Latina, se estén tomando medidas para encarar dicha situación, la vulneración sistemática de sus derechos no se resuelve con atenuantes decisiones a corto plazo. Se debe combatir a fondo la desigualdad y hacer efectivo el derecho a la salud para todos.
La Soledad de los moribundos, según la expresión de Norbert Elias al referirse a los ancianos abandonados en los asilos europeos[6], parece no haberse mitigado con el aumento de la seguridad y la prevención ocurrida en los países más desarrollados. Peor aún, en voz de ciertos mandatarios, los abuelos se están convirtiendo en “estorbos” cuya presencia atenta contra la economía mundial. Ejemplo de semejante atrocidad es la postura del vicegobernador de Texas, Dan Patrick, quien declaró hace poco que los adultos mayores “deben sacrificarse y dejarse morir” para salvar la economía.[7] Muchas personas de la tercera edad están muriendo de manera silenciosa en camas distribuidas en una red de hospitales fijos e improvisados, sin considerar la dimensión de su identidad y vida afectiva.
Si bien el coronavirus afecta por igual a ricos, pobres, clase media, blancos, negros, amarillos y mulatos, el acceso a los servicios es por demás restringido y desigual. Tan sólo en México realizarse un diagnóstico para determinar si se está infectado o no cuesta alrededor de 3 mil a 3 mil 500 pesos en clínicas privadas. Es de esperar que cualquier miembro de una familia con salario mínimo y sin ninguna seguridad social no acuda a hacerse una revisión si presenta los síntomas. Así, comenzamos a plantearnos interrogantes sobre cuáles son los criterios estatales que determinen quiénes merecen una atención urgente y quiénes no. Por lo pronto, la declaración de emergencia global está visibilizando un sinnúmero de problemáticas sociales, políticas, económicas y culturales que ponen en crisis, una vez más, los conceptos de civilización, modernidad y progreso en nuestro siglo XXI.
Ahora bien, la propagación acelerada del coronavirus viene acompañada de la viralización desmedida del miedo a la otredad, como amenaza y peligro. Digámoslo así: el coronavirus puede comprenderse desde diversas artistas que lo vuelven un fenómeno social complejo, multifacético y planetario, el cual no puede recudirse sólo a una situación biológica preocupante por su alto potencial de riesgo (contagio) y por una condición de inminente vulnerabilidad (ancianos y niños principalmente) como resultado de la falta de responsabilidad estatal (pobreza y marginación). Por el contrario, el coronavirus también es fenómeno cultural que exhibe, por un lado, una serie de metáforas sociales mediante las cuales se condensan otros miedos socio-históricos entorno a la otredad, y, por el otro, revela el rostro más monstruoso y siniestro de un modelo económico por demás deshumanizante.
La sensación de preocupación, miedo y terror que invade a la gente, son resultado, en gran medida, del acaparamiento y amarillismo que infunden los medios de comunicación tradicionales (radio y televisión), que día tras día sostienen la atención de los ciudadanos por medio de estadísticas, muertes insospechadas y otras situaciones de alarma. La infodemia es ese otro virus silencioso que amenaza con destruir la privacidad emotiva de las personas. El asecho mediático y la viralización del miedo en las plataformas virtuales puede acentuar los muros mentales hacia el otro, cualquiera que sea su rostro, condenándolo al ostracismo, real e imaginario, al representarlo como una fuente potencial de contaminación y contagio para la comunidad internacional, nacional y local. Estamos ante la emergencia de todo tipo de narrativas que circulan desaforadamente en nuestro diario acontecer que refuerzan una pedagogía de la exclusión en donde el otro-infectado, el otro-inmigrante, el otro-asiático, el otro-indígena, el otro-pobre es retratado como una amenaza a la paz social y a la salud pública. En este escenario, una de las reflexiones obligadas pasa por entender que de nuevo se reiteran aquellas experiencias de las cuales pareciera que no hemos aprendido, pues como especie continuamos repitiendo, a través del miedo, ciclos de xenofobia y justificación de la atrocidad.
Finalmente, esta coyuntura pone de manifiesto el abandono al que este sistema económico ha sometido a sectores sociales marginados, a los cuales sólo ofrece una solución de reclusión sin condiciones de apoyo económico y cuya disyuntiva se encuentra entre morir de hambre o morir por la enfermedad; también expone el olvido por parte de los Estados nacionales de las funciones que le son esenciales, como el apoyo a la salud y a la ciencia, pilares fundamentales para palear una crisis como la que se avizora. Más allá de cualquier especulación tildada de “sospechosista”, lo cierto es que la emergencia global por el coronavirus coincidió con una serie de movilizaciones que se estaban dando a nivel mundial: laborales, feministas, educativas, ambientales, entre otras, cuyo efecto inmediato ante la declaratoria pandémica fue la disuasión franca de toda manifestación pública y la exhortación “civilizada” de solidarizarnos mediante una “sana distancia”. Así, las medidas internacionales para enfrentar la propagación y erradicar la pandemia han logrado, sin pretenderlo así (¿o no?), disuadir la organización colectiva en el espacio público; al desarticular la toma de las calles y acallar la reivindicación de un conjunto de exigencias centradas en derechos humanos elementales (derechos laborales, reproductivos, ambientales, etcétera) nos hemos concentrado en individualizantes temores que nos confinan a experimentar un nuevo “fin del mundo” desde las redes sociales.
Sobre este escenario, hagamos que la indignación sustituya al miedo, y sobre todo, combatamos las formas de estigmatización y etiquetamiento hacia el otro-diferente por medio del pensamiento humanista y la responsabilidad en el espacio digital, de no hacerlo, continuaremos haciéndole el trabajo sucio a todos aquellos que se sienten con el poder para determinar el valor y calidad de la vida humana por medio de prejuicios e ideas preconcebidas, cosa que ya ocurrió en otros tiempos con el proyecto eugenésico instaurado mundialmente en la primera mitad del siglo XX. Porque la verdadera tragedia planetaria radica en las sobrecogedoras cifras de pobreza y pobreza extrema que reinan en el mundo, en la vulneración indolente de los derechos humanos de las mayorías y en la existencia de un cinismo intransigente de ciertos gobernantes que desatienden con singular malicia las peticiones urgentes de los ciudadanos. “Tengámonos miedo a nosotros mismos […] los peligros grandes los llevamos dentro”, escribió Víctor Hugo en Los Miserables, una frase que hoy en día resuena con fuerza evocativa para alertar a la humanidad que la justificación de las barbaries, o la globalización de las acciones de esperanza, están sostenidas por un miedo injustificado hacia la otredad. No hay nosotros sin los otros.
* Licenciado en psicología por la Universidad Autónoma Metropolitana, maestro en historia por el Instituto de Investigaciones Doctor José María Luis Mora, y doctor en historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus temas de investigación giran en torno a la historia cultural, en particular al estudio de las representaciones de las enfermedades mentales en la medicina mental, la prensa y la literatura en México durante el tránsito del siglo XIX al XX. Académico de la UAM-Xochimilco.
[1] https://www.jornada.com.mx/ultimas/mundo/2020/03/17/defiende-trump-la-expresion-201cvirus-chino201d-al-referirse-al-covid-19-3128.html
[2] https://www.elespectador.com/noticias/el-mundo/de-donald-trump-jair-bolsonaro-las-frases-mas-polemicas-del-dia-sobre-el-coronavairus-articulo-909793
[3] https://www.proceso.com.mx/622827/coronavirus-tiempo-fuera
[4] http://theconversation.com/coronavirus-la-sociedad-frente-al-espejo-133506
[5] Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas, Barcelona, 2001, p. 87
[6] Norbert Elías, La soledad de los moribundos, prólogo Fátima Fernández Christlieb, traducción Carlos Martín, México, FCE/Centzontle, 2009 (tercera edición).
[7] https://www.abc.es/internacional/abci-vicegobernador-texas-dice-abuelos-estan-dispuestos-morir-coronavirus-para-no-danar-economia-202003241846_noticia.html?ref=https%3A%2F%2Fwww.google.com%2F
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