[fullwidth style=”parallax” fullwidth=”yes” background_color=”” background_image=”https://contralinea.com.mx/wp-content/uploads/2016/04/democracia-mexicana-plx.jpg” background_repeat=”no-repeat” background_position=”left top” mesh_overlay=”no” border_width=”1px” border_color=”” padding_top=”20″ padding_bottom=”300″ padding_left=”20″ padding_right=”20″ text_align=”” text_color=””]
Vespasiano dijo: “pecunia non olet” (el dinero no huele), a pesar de que provenía de las letrinas.
Los 290 mil millones de pesos reales recibidos por Instituto Nacional Electoral (INE), el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (Fepade) y los partidos entre 1991 y 2016 no han evitado el descrédito de las elecciones, de los partidos y de las autoridades encargadas de velar por una inexistente “democracia electoral. Lo único que existe es el viejo autoritarismo compartido por todos los partidos.
Se suponía que con la misa de réquiem para el viejo y achacoso sistema presidencialista autoritario de partido único, la institucionalización de los partidos de oposición y su alternancia en los gobiernos de los municipios, los estados y el federal, el pluralismo en el Congreso, los filosos colmillos de los cancerberos electorales o las reformas en las leyes en la materia, entre otros aspectos, todo cambiaría.
Como en los cuentos de hadas, mágicamente florecería la democracia plebiscitaria. Se estimularía el sistema de pesos y contrapesos y la sana distancia soberana entre los poderes Ejecutivo, Legislativo –que por primera vez representaría a sus representados–, Judicial –que también por primera vez velaría por el imperio de las leyes–, y las autoridades electorales –por fin libres del vasallaje presidencial–. Todos, como buenos demócratas y aprendices del Centro de Investigación y Seguridad Nacional que fisgonea legal e ilegalmente a la sociedad, se vigilarían republicanamente, lo que desalentaría la expansión de plagas como la corrupción y la impunidad institucionales y sistémicas que, como la peste, carcomían las estructuras del antiguo régimen, prácticas que serían arrinconadas como ratas temerosas por las sanciones y los castigos de los garantes del estado de derecho. Con el financiamiento público de los partidos se neutralizaría el uso del dinero sucio, proveniente del Estado, los grupos de poder y la otra delincuencia. Se estimularía la participación masiva, pero pasiva –porque es más fácil de manipular–, de la población en la vida política del país, a través de los partidos de “interés público” y los procesos electorales, una vez liberada del despotismo que ensombreció y ensangrentó la vida del país durante 71 años ininterrumpidos, que le impedía adquirir el estatus de ciudadano y gozar de las libertades democráticas.
Esas y otras ilusiones más, típicas de esa clase de fábulas.
Pero en el caso de México, el desenlace fue desdichado. Distinto al final feliz del guión tradicional de las ficciones y se convirtió en una historieta de terror.
Los juicios de Luis Carlos Ugalde sobre la malparida “democracia” electorera mexicana dejan mal parada a la quimera.
Debe reconocerse que algo sabe al respecto. Al igual que José Woldenberg, Andrés Albo, Leonardo Valdés y Lorenzo Córdova, fue titular del “autónomo” instituto electoral en 2003-2007. Como aquellos, Ugalde se benefició de las escandalosas remuneraciones pagadas a los que participaron e intervienen en la farsa electoral que han agraviado y zahieren groseramente a millones de votantes y cuando menos a 35 millones de personas ocupadas (el 67 por ciento de 56 millones) que no reciben ingresos o apenas ganan hasta tres veces el salario mínimo que los condena, al igual que sus familias, a vivir quién sabe cómo en el submundo de la miseria. Se vio involucrado en el chiquero en que se encumbró Felipe Calderón, el cual ensució y cuestionó la supuesta independencia e imparcialidad de los organismos electorales, lo mostró como una cuerpo blando de condición, dúctil, moldeable, y manchó el plumaje del consejero presidente.
De Woldenberg a Córdova, nadie ha escapado a ese turbio y oprobioso destino. Pero vendieron caro su desdoro en el mercado del envilecimiento.
El milagro de la “democracia” electoral ha sido la socialización de la corrupción entre la élites político-empresarial.
En su trabajo ¿Por qué más democracia significa más corrupción?, de febrero de 2015, Ugalde delinea un panorama sombrío, perverso, el cual es compartido por otros analistas.
En ausencia de un orden legal previo que inhibiera y sancionara los abusos de poder (lo que tenemos es un sistema de “patas jurídicas mochas”), con “un estado débil de derecho” y sin instituciones sólidas de procuración de justicia, la alternancia en el gobierno y el pluripartidismo, dice Ugalde, se convirtieron en una invitación “a la parranda sin control”, sin “reglas de respeto ni límites al ejercicio del derecho a beber”.
“Por eso en México –agrega Ugalde– los engranajes de la teoría democrática no han surtido efecto e incluso el experimento asemeja un reloj con las manecillas en sentido contrario: en lugar de que la democracia hubiera estimulado el mecanismo reductor de la corrupción, más pluralismo parece justamente haber detonado más avaricia de los políticos y más niveles de corrupción”.
El milagro fue que México se convirtió en uno de los países más corruptos de América Latina y del mundo. Según el Índice de Estado de Derecho 2014 del World Justice Project, el país ocupó el lugar 78 entre 99 naciones y el 12 de 15 en América Latina en materia de sobornos. Mundialmente se codea con Pakistán, Afganistán y Liberia, estados de ánimo; en Latinoamérica convive con aquellos donde la corrupción es moneda común.
De acuerdo con la politóloga de derecha María Amparo Casar –que vendió sus amores al Santiago Creel y que renta sus oficios a los neofachos del Instituto Mexicano para la Competitividad, Valentín Diez Morodo, Gerardo Gutiérrez Candiani y Daniel Servitje–, México se ubica entre los países con servidores públicos más corruptos. Entre ellos el de Vicente Fox al cual sirvió Casar a través de Creel.
La ñora señaló en su trabajo Anatomía de la corrupción, de 2015: “gobiernos y funcionarios de todos los colores partidarios y de todos los niveles jerárquicos han estado inmiscuidos en denuncias públicas que involucran el uso y abuso del poder para beneficio privado”.
La única democratización clara con el pluripartidismo y la alternancia ha sido codicia y la corrupción, convertidas en crímenes sin castigo.
La competencia electoral se transformó en un torneo para ver cuál de los actores involucrados se hunde más en el estercolero institucionalizado, cómo se encubren, cruzan el fango, sobreviven, transitan de un partido a otro, porque los negocios se sobrepusieron a la ideología y los principios, y, la mayoría, se recicla en el sistema político sin perecer en el desprestigiado intento.
Según Ugalde, la corrupción durante el autoritarismo priísta se explicaba por la concentración del poder en la presidencia y a la falta de contrapesos al Ejecutivo. Actualmente, por la dispersión del poder y la apertura de muchas ventanillas para hacer negocios. Antes tenía que tocarse la puerta de Los Pinos. Ahora se volvió “competitiva”, con la participación de “los poderes legislativos, los gobiernos estatales y los ayuntamientos. La democratización ha significado la pulverización de los puntos de acceso para lucrar con la influencia política de muchos jugadores que hoy tienen una palabra o un voto para definir leyes, contratos, permisos y presupuestos”. Ni los partidos, ni las autoridades electorales ni el poder judicial se escapan de esa cortesana “democracia”.
El cohecho legal e ilegal se volvió exuberante en sus formas de expresión, merced a la falta de transparencia, de mecanismos de rendición de cuentas y de sanciones.
El derroche del financiamiento público en los congresos nacional y estatales, en los partidos y los órganos electorales, se convirtió en una fuente de corruptelas y de enriquecimiento: las altas percepciones legales, claras o ambiguamente definidas en su cuantía (salarios, compensaciones, prestaciones, seguros, automóviles, telefonía, gastos en alimentos y otros conceptos), y las clandestinas, desviadas de otras partidas presupuestales o de origen desconocido; el “agujero negro” de las llamadas “subvenciones” ordinarias y extraordinarias del Congreso, convertidas en las opacas “cajas chicas” de los coordinadores de los grupos parlamentarios”, usadas y repartidas arbitrariamente, sin comprobación nítida, sin el riesgo de penalización económica, inhabilitación de la función pública o juicio penal –se estima que éstas sumaron 6.5 mil millones de pesos en 62 legislaturas (septiembre de 2012-agosto de 2015–; la compra de conciencias y de votos de dirigentes de los partidos, de vulgares y ambiciosos legisladores levantadedos y sus líderes parlamentarios –a “billetazos”, en especie, con favores, obras públicas o empleos a amigos o parientes, con cuotas de poder e impunidad– para que aprueben determinadas leyes, sin cambios significativos, anheladas por el Ejecutivo –al cabo, directa o indirectamente, de él dependen sus carreras políticas, incluso los de la oposición– y en beneficio de los empresarios –la reprivatización energética, la laboral, etcétera– o blanqueen los ilícitos de las cuentas públicas de los diferentes órdenes de gobierno que se convierten en quebrantos y adeudos que la sociedad pagará.
Entre éstos últimos destaca un jugoso “patrón de negocios”, o “clientelismo presupuestal”: la apertura pública –y de la chequera– al capital privado que ha democratizado otras exquisiteces que, por pudorosa humildad, los involucrados prefieren esconder al escrutinio público: los sobornos de los proveedores y contratistas; las comisiones (“diezmos”) cobradas para asignar directamente los contratos o amañar las subastas; la “inflación” de costos; el empleo de materiales de mala calidad; la sub/sobrefacturación; los ajustes en los presupuestos asignados; los suministros u obras defectuosos o fantasmas y otras manifestaciones de la “creatividad” contable y fiscal.
En Brasil, se registra una crisis política debido a la corrupción que priva en los funcionarios del Ejecutivo y los legisladores y varios de ellos han sido encarcelados o proceso. En Argentina varios de ellos siguieron el mismo destino por dar y recibir sobornos para aprobar la contrarreforma neoliberal laboral (como la peñista) durante el gobierno de Fernando de la Rúa (1999-2001).
En México, afortunadamente se manchan el plumaje y no pasa nada. En 2013, Ricardo Monreal y Zuleyma Huidobro, de Movimiento Ciudadano (MC), denunciaron que diputados de los partidos Revolucionario Institucional (PRI), de Acción Nacional (PAN), Verde Ecologista de México (PVEM) y Nueva Alianza (Panal) recibieron “bonos especiales” después de la aprobación de las peñistas leyes laboral, de telecomunicaciones, la fiscal, la financiera y la energética. Los involucrados, empero, dijeron que los recursos recibidos correspondieron a asignaciones legales.
En cualquier caso, nadie investigó esa situación que apesta a corrupción. Ni se investiga el hecho de que esa mayoría del Congreso convierta bovinamente en leyes las iniciativas del Ejecutivo, a menudo contrarias a los intereses de sus votantes y de la nación, en escaso tiempo, sin leerlas, en la mayoría de los casos, con algunos cambios cosméticos. O que los cabilderos de las grandes empresas, una manada de hienas hambrientas, merodeen por los pasillos de las cámaras. El reculón legislativo en las telecomunicaciones, después de aprobarse, benefició a los monopolios que, supuestamente, pretendía afectarse: Televisa y TV Azteca.
La aprobación de la peñista Ley federal de transparencia será el próximo acto de envilecimiento del peñista “partido pacto por México” (PRI, PAN, PRD, PVEM, Panal, PES), la cual asegurará “la opacidad en los negocios y en los asuntos que sabemos dónde hay empresarios y políticos corruptos”, como dijo Rogerio Castro, de Morena,
Al cabo, los legisladores son generosamente pagados y sus tropelías son solapadas.
Existe una razón de fondo para que acepten la servidumbre voluntaria: su vida y su muerte política depende del Ejecutivo.
“Como nunca han estado en el poder quieren robar más rápido”.
Con el neoliberalismo, el poder político y el económico estrechan férreamente las manos de los negocios, a costa de la población y de los bienes de la nación.
La empresa española OHL, una de las empresas predilectas del peñismo, mexiquense, es un ejemplo paradigmático de lo anterior. Otra es el Grupo Higa. El de las casas de Peña Nieto y su pareja y la de Luis Videgaray. Blanqueadas por la Secretaría de la Función Pública
Las relaciones anteriores, en un proceso lógico, son las excrecencias del funcionamiento de los partidos políticos y de los procesos electorales.
Adocenados financieramente (para sus actividades ordinarias y extraordinarias, en promedio, el 90 por ciento de sus ingresos legales son públicos y el resto de aportaciones de sus militantes y privadas), los partidos, dejaron de cumplir sus compromisos que los justifican como entes de “interés público”, según el Artículo 41 constitucional: “promover la participación del pueblo en la vida democrática, contribuir a la integración de la representación nacional y como organizaciones de ciudadanos, hacer posible el acceso de estos al ejercicio del poder público”.
Datos de Latínbarómetro 2015 y del Instituto Federal Electoral-Instituto Nacional Electoral (IFE-INE) evidencian la crisis de credibilidad del sistema de partidos.
Entre 1994 y 2012, la participación de los votantes en las elecciones presidenciales cae de 75.6 por ciento a 62.7 por ciento (votos totales, que incluye los válidos, los nulos y los no registrados, contra la lista nominal. Si se considera sólo los votos válidos, el porcentaje pasa de 73.4 por ciento a 59.5 por ciento.
En las elecciones intermedias –renovación de diputados–, los porcentajes se reducen de 65.5 por ciento a 47 por ciento, y de 62.4 por ciento a 44.6 por ciento, entre 1991 y 2015.
El 74 por ciento de la población considera que las elecciones sucias. El 83 por ciento no se siente representado por el congreso ni por los partidos políticos (68 por ciento).
Salvo el caso del novel Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), todos los partidos han perdido sus señas de identidad, ideológicas y políticas.
Todos se dicen de “centro”. Pero los tres principales, el PRI, el PAN y el PRD, de los chuchos, son militantes del neoliberalismo económico y el autoritarismo político. Sus diferencias son de grados. Los dos primeros son radicales y se identifican con los intereses de la extrema derecha local y transnacional. El otro matiza con el gasto social y los negocios oligárquicos la violencia neoliberal-autoritaria.
El resto de los partidos, los “verdes”, del Trabajo (PT, engendro salinista y resucitado por el peñismo), Panal, creado para los usos privados de Elba Esther Gordillo), (MC) y Encuentro Social (PES), son simples mercenarios, franquicias al mejor postor para los intereses particulares de sus líderes.
Por cuatro monedas presupuestales, por mezquinas cuotas de poder, por beneficios tribales, no dudan compartir el lecho electoral con el PRI, el PAN y el PRD para asegurar su registro electoral.
La izquierda agonizó con Cuauhtémoc Cárdenas y Andrés Manuel López Obrador. Marcelo Ebrard y Miguel Mancera aceleraron su muerte, con garrotazos peñistas a los descontentos de esa “izquierda” bastarda, alejada de quienes los eligieron.
Los partidos, como recordara el politólogo Octavio Rodríguez Araujo, se transforman en catch-all party parties. En partidos atrapalotodo. En partidos escoba. Sólo buscan atraer a los votantes de cualquier ideología, por lo que relajan o abandonan las propias, y por cualquier medio, lo que degrada la política a un simple trámite o medio para ganar cargos y puestos en la representación política y en los gobiernos. Sin importar las demandas y necesidades de las mayorías, que serán subordinadas a los interés de la elite política-económica.
Lo demás carece de importancia.
Los partidos se convirtieron en una ficción burocrática, sin democracia interna. Son dominados por castas (las “tribus” que no son exclusivas del PRD), sin relación con sus mandantes, lo que explica su deserción, rechazo y rebelión ante esas organizaciones y los procesos electorales. Esos burócratas apenas se acuerdan de los electores cuando las requieren comprar sus votos. Sin escatimar los recursos, al margen de su origen, legal o ilegal. Sus compromisos son con los grupos de poder.
Recuérdese al viejo priísmo. Por ejemplo, la desviación de dinero de Petróleos Mexicanos para beneficiar al fracasado Francisco Labastida. O la triangulación financiera (Monex, Soriana y demás) de Peña Nieto, digna de los lavadores del llamado crimen organizado, cuya campaña electoral triplicó sus fondos que legalmente le correspondían –más de 4 mil millones de pesos (mmp) ejercidos contra 1.3 mmmp que le correspondían por ley.
O al panismo. Vicente Fox, cuya familia terminó envuelta en escandalosos casos de corrupción, y Felipe Calderón.
El estado de derecho fue arrojado al bote de basura –en realidad, siempre ha estado en ese lugar–, lo que validó un principio “democrático” inaugurado por el antiguo régimen de partido único.
Tasada en el mercado negro, resulta barato ganar la Presidencia a cualquier costo, sin excluir los métodos delincuenciales, comparado con las modestas sanciones monetarias impuestas por los guardianes electorales, y que serán pagadas con los impuestos de quienes defraudaron.
Esa mecánica resultó exitosa para Calderón y Peña Nieto.
Lo fue gracias al IFE-INE, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF-TEPJF) y la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos (Fepade). Más que imponer el imperio de las leyes, legalizaron esa simpática forma de ganar la Presidencia, lo que arrojó al caño su credibilidad y su supuesta autonomía.
Quizá por esas razones son generosamente remunerados. De por sí, la elección de sus directivos (impuestos por el Ejecutivo, negociado por los partidos y aprobados por la mayoría legislativa) cuestiona su imparcialidad.
En un estudio realizado en 2013 por el Centro de Análisis de Políticas México Evalúa, El costo de las elecciones presidenciales de 2012, se lee lo siguiente: “La transparencia de recursos dirigidos a partidos políticos señala a México entre el grupo de países que presentan una opacidad significativa [destacado en el original]. Por su modelo de rendición de cuentas, la información disponible de sus partidos y los mecanismos para su publicidad, México se encuentra a la par de naciones africanas como Botswana, Gambia, Kenia y Namibia”.
México se equipara con los parias del mundo justo cuando el financiamiento electoral crece exageradamente y en relación inversa a sus resultados. Cuando, como dice Ugalde, “creció notablemente el problema de la malversación de fondos públicos en los gobiernos locales”. Se “consolidó la práctica de los ‘moches’ en los poderes legislativos (legisladores que cobran parte del dinero público que asignan), se disparó el problema del financiamiento paralelo de campañas políticas [el dinero sucio], y se multiplicó el gasto en publicidad oficial que contribuyó a que un segmento de la prensa se haya convertido en cómplice silencioso de la corrupción gubernamental, más que su denunciadora”.
Justo cuando, como recuerda la analista Helen Hatley en su trabajo ¿Cuánto cuesta votar? La democracia de los millonarios accesorios, “en los noventa del siglo pasado se decidió que el financiamiento de las elecciones mexicanas debería ser preponderantemente público para evitar que el flujo de capital privado determinara los resultados. Ese temor fundado y nunca expulsado de la escena nacional se evidenció con la desaparición de 43 normalistas de la normal rural de Ayotzinapa al amparo de autoridades municipales que llegaron al poder merced a sus vínculos con una organización criminal”.
Pero apoyo sucio también llega de otro crimen organizado institucionalizado. Los empresarios que apoyaron a Fox, Calderón o Peña Nieto: Soriana, Monex, Televisa, TV Azteca y otros, y que tenía como objeto evitar a cualquier costo el triunfo de Cárdenas y López Obrador, que, eventualmente, pondría en juego el modelo político-económico que tanto ha beneficiado sus intereses oligárquicos (monopólicos y sus fortunas tribales), los cuales crecieron a la sombra de los gobiernos priístas y panistas.
Según los Servicios de Investigación y Análisis de la Cámara de Diputados, entre 2000 y 2015 el presupuesto público federal ejercido por los órganos electorales fue de 186.2 mmp. El destinado a los partidos políticos y campañas electorales sumaron 27 mmp.
De manera agregada a los 19 partidos nacionales se les concedieron 54.7 mmp: 42.8 mmp para sus actividades ordinarias; 9.9 mmp para la búsqueda del voto; y 1.2 mmp para sus tareas específicas.
A los órganos electorales les correspondieron 21.8 mmp: 18.6 mmp al INE; mmp; 3 mmp al TEPJF; 152 millones de pesos (mp) a la Fepade (Alma E Muñoz, La Jornada, 27 de marzo de 2016).
En un periodo más amplio (1991-2016), el presupuesto acumulado destinado al IFE-INE, que incluye a los partidos políticos, la Fepade y el TEPJF-TEPJF, fue de 291 mmp reales, 11.2 mmp en promedio anual (en realidad es de orden de 300 mmp, dado que de éste último no fue posible disponer cifras para 1994-1999).
Si se agrega el del Congreso, el monto es del orden de 500 mmp, según la información de Hacienda y de los organismos referidos, poco más de 19 mmp cada año.
En el caso del IFE-INE, su presupuesto pasa de 8 mmp reales a 12.6 mmp en los años de referencia, lo que implica un aumento de 57 por ciento. De manera acumulada, el organismo recibió 58 mmp, o 9.9 mmp en promedio anual.
Sin descontar la inflación, su presupuesto nominal para 2016 será de 15.4 mmp. Esos recursos incluyen el dinero correspondiente a los partidos y al propio IFE-INE y supera al conjunto del dinero que recibirán los hospitales nacionales de cardiología, pediatría, infantil, cancerología, nutrición y de enfermedades respiratorias.
Si se excluye la parte correspondiente a los partidos, el gasto operativo del IFE-INE, entre 2006 y 2016 asciende a 84.2 mmp, 7.7 mmp en promedio anual. En dicho lapso, si se agrega el de los partidos, el total suma 126 mmp, y la parte correspondiente al IFE-INE equivale al 67 por ciento. En promedio, el 63 por ciento de su gasto operativo del cancerbero mayor es devorado por los servicios personales de sus empleados que en 2016 sumaron 9 mil 642 personas.
En el caso del TEPJF-TEPJF, como dependencia del poder judicial, su presupuesto real acumulado entre 2000 y 2016 es de 28.6 mmp. La evolución de sus ingresos no ha sido significativa: pasa de 2 mmp a 2.2 mmp. Es decir, apenas se eleva en 5.4 por ciento. El 80 por ciento de sus recursos son para los servicios personales.
En cambio, la Fepade, dependiente de la Procuraduría General de la República desde 1994, es el cancerbero humilde y en proceso de abandono. Con excepción de algunos años, su presupuesto real declina en poco más de la mitad entre 1994 y 2016. Cae de 315 mp reales a 140 mp. En esos años acumuló 9.2 mmp. De su presupuesto nominal de 2016 (171 mp), el 87 por ciento es absorbido por los servicios personales.
Quizá su menor presupuesto se deba a que bajaron los delitos electorales. O porque es un órgano ineficiente. O porque de todos modos no importa demasiado las tropelías electorales de los partidos. A veces ellas resueltas con modestas sanciones. A veces son eximidas y los (presuntos) delincuentes gobiernan y caminan tranquilamente por las calles y regresan a cada tanto a la escena del crimen. Con un guiño de ojos a los desdentados cancerberos.
Marcos Chávez M.
[BLOQUE: ANÁLISIS][SECCIÓN: ECONÓMICO]
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