A diferencia del infausto 2013, este año Luis Videgaray y sus chicos en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP) se avisparon: decidieron madrugar presupuestalmente para no repetir la desafortunada historia del primer año del peñismo, la cual estropeó el triunfal retorno al poder del viejo partido autoritario que, por artes de la taumaturgia, actualmente navega con la acicalada bandera de democrático.
Temprano abrieron la llave del gasto público. Quizá para conjurar la sospecha del manejo hacendario doloso que enturbió a la alborada restauradora del priísmo neoliberal. Pero, sobre todo, para tratar de “inflar” artificialmente y aprovechar mediáticamente las expectativas generadas por la aprobación de las reformas entre los inversionistas. Así, llevan a cabo ambiciosas cuentas con la avalancha de miles de millones de dólares esperados con las reformas neoporfiristas que, supuestamente, ubicarán a la nación en los cuernos de la luna desarrollada, para envidia del resto de los países subdesarrollados, militen éstos o no en la internacional neoliberal como lo hace México.
Es conocido que los malpensados asociaron ese atraso a una especie de guerra sucia. Algo así como una conspiración malévola de la elite político-oligárquica para “hacer chillar la economía” –para usar la expresión de Richard Nixon respecto del Chile de Salvador Allende– nacional, estatal y municipal, y las hojas de balance de los proveedores del Estado, con el objeto de doblegar y forzar, a través del terror de la asfixia presupuestal, las voluntades opositoras a las contrarreformas neoliberales peñistas: la energética, la educativa, la de telecomunicaciones, la política, la hacendaria, la financiera. Esas “reformas constitucionales en su mayoría traicionadas, reducidas o burladas en las leyes secundarias” por los peñistas, priístas y panistas, a decir del senador Javier Corral.
Desde el inicio del año, desde enero se superó el dinero estatal utilizado en el mismo mes pero de 2013.
A decir verdad, no fue nada difícil si se considera que la demora del año anterior llegó a su momento más crítico en marzo, cuando el atraso acumulado del gasto programable del sector público (excluye las participaciones de los estados, los adeudos fiscales anteriores y el pago de intereses de la deuda) alcanzó el 6.2 por ciento, en términos reales, con relación al primer trimestre de 2012; y el del gobierno federal el 8 por ciento, según datos de Hacienda. El rezago, en el primer caso, fue superado hasta septiembre, y en el segundo en el último mes del año. Pero el daño ya estaba hecho.
Al final, por inercia, el gasto real del sector público y del gobierno federal fue aplicado precipitada y desordenadamente para ajustarse a destiempo al presupuesto aprobado por el Congreso de la Unión, y el primero superó en 3 por ciento al empleado en 2012, y el otro en 4.8 por ciento. Sin embargo, los peñistas no lograron despejar los efectos procíclicos, depresivos, del su diferimiento.
El costo fue el peor desempeño económico (un crecimiento real de 1.1 por ciento) desde la recesión de 2009, cuando el aparato productivo se desplomó 4.7 por ciento, la caída más seria desde 1995 (-6 por ciento) y desde la gran depresión internacional de la década de 1930, con sus devastadoras secuelas sobre el empleo formal y el bienestar de las mayorías.
Luis Videgaray, Fernando Galindo –subsecretario de Egresos– y los chamacos de Hacienda mañanearon con la pródiga chequera en ristre. Dispuestos a derrochar alegremente el dinero saqueado de los bolsillos de la población, por obra y gracia del balador rebaño mayoritario que pasta en el Congreso, conducido por Emilio Gamboa y Manlio Fabio Beltrones –condecorado con la orden de la legión de honor francesa–, con el amasijo de impuestos directos e indirectos inventados y los precios locos aplicados a los bienes y servicios públicos. Abuso en el que la Comisión Federal de Electricidad, regenteada impunemente por el Chicago Boy itamita (valga la redundancia) Enrique Ochoa Reza, se lleva la palma de oro con los cobros indebidos: más de 26 mil denuncias la exhiben como la mayor depredadora, según la desdentada Procuraduría Federal del Consumidor, seguida por las empresas telefónicas Nextel, Iusacell, Movistar y Telcel, opacando estas últimas las supuestas “bondades” esperadas con la reforma a la ley de telecomunicaciones.
Tan descaradas han sido las tropelías cometidas por la paraestatal –al menos en la región central del país– desde que Felipe Calderón destruyó despóticamente a la Compañía de Luz y Fuerza del Centro, sin que exista alguna autoridad que la someta al estado de derecho, que hasta la remisa corte se vio obligada a salir de su plácido y complaciente sopor institucional para tratar de proteger, sin mucho éxito, el derecho de los consumidores, por medio del amparo.
¿Qué diferencia guarda el funcionamiento de la Comisión con las prácticas extorsionadoras del llamado crimen organizado de los Chapo, Guerreros Unidos o Caballeros Templarios, si ambos son ilegales y toleradas por el Estado?
En 2014 florece el gasto estatal programable. La inversión pública productiva se expande como las enredaderas en épocas de lluvia, aunque concentrada en las paredes energéticas y de comunicaciones.
El resultado, sin embargo, es similar al registrado en 2013. Es decir, otro año de desastres.
La contribución del Estado en el crecimiento, a través del consumo y la inversión física, no sólo se ha vuelto intranscendente; y el empresariado, nacional y extranjero, ha sido incapaz de sustituir al “motor” público desmantelado premeditadamente a partir de 1983, con las políticas desinflacionarias y las contrarreformas estructurales del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial, lo que explica el estancamiento crónico que priva desde ese año.
Además, la reorientación de la mayor parte de la inversión estatal hacia la exploración y extracción de los hidrocarburos ha implicado el castigo, el descuido y el deterioro de otros ramos públicos, como son las comunicaciones y el transporte, la salud o la educación, y cuyas infraestructuras se encuentran en ruinas.
Oronda, “Santa Rosario redentora de los pobres en México” –como llama Jaime Hernández, corresponsal de El Universal, a la titular en la Secretaría de Desarrollo Social–, dice que Enrique Peña Nieto aspira a dejar como legado el fortalecimiento de la clase media y la disminución de la pobreza y la desigualdad en el país por medio de un mayor crecimiento, una mayor generación de empleo y una mejor distribución del ingreso.
No obstante, en casi 2 años de peñismo, el país ha avanzado por el sendero contrario.
Al abjurar el Estado neoliberal a la inversión y la oferta de los servicios como la salud o la educación, al privatizarlos, se ha encarecido el costo de acceso de la población a los mismos; se ha afectado su cobertura y calidad; se ha agudizado la exclusión y la desigualdad sociales.
A principios de octubre se anunció la postergación del sistema universal de salud peñista y se estima que no entrará en funcionamiento en 2015 ni, quizá, en 2016, debido a la falta de sustento financiero del proyecto y al rechazo de otras instituciones de seguridad social para que sus presupuestos sean destinados a un fondo único, pues su futuro se comprometería. Su retraso-fracaso no es más que la continuidad del mismo destino sufrido por las pasadas reformas –la del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), de 1995; y del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE), de 2007, las cuales privatizan los fondos de pensión; y la de la Secretaría de Salud en 2004–, que no revirtieron la crisis estructural y financiera del sistema de salud, caracterizada por la restricción de recursos, el deterioro de la infraestructura, los servicios y los equipos, el desabasto de medicamentos, la sobrecarga de trabajo de los médicos y enfermeras, entre otros factores. La situación no mejoró con el Seguro Popular (2004) foxista ni con el Seguro Médico para una Nueva Generación calderonista, que obliga al IMSS e ISSSTE a asumir los servicios de dicho seguro sin subsanar sus carencias acumuladas desde la década de 1980, como señalan los especialistas Gustavo Leal y Cristina Laurell (G Fernández, “¿Protección social en salud? Ni ‘seguro’, ni ?popular’”, Estudios políticos, 28, México, 2013; C Laurell, Impacto del Seguro Popular en el sistema de salud mexicano, Clacso, Buenos Aires, Argentina, 2013).
La legalización de las cuotas familiares “voluntarias” en los niveles primario y secundario, destinadas a las necesidades más básicas que debería cubrir el Estado, es otra expresión del recorte del gasto público de inversión.
Los brutales asesinatos y desaparición de los normalistas, como los de Ayotzinapa, se han vuelto paradigmáticos de la barbarie político-delincuencial que priva en el país, y del descarnado desprecio y la desatención estatal a la enseñanza –y de otros servicios sociales– de los pobres, que caracteriza a los tres órdenes de gobierno: el federal, el estatal y el municipal, ya sean gobernados por la derecha santurrona y neoliberal o por esa aberración emasculada que se denomina como la “izquierda” leal dentro del sistema de partidos. Todas esas fuerzas políticas, los aparatos represivos del Estado y, en particular los perredistas, se han lavado las manos en la sangre de los jóvenes normalistas, en un pacto de impunidad institucional.
En particular, las escuelas normales rurales, cuyos alumnos son los hijos de los sempiternos pobres y marginados por el “nacionalismo revolucionario” y el neoliberalismo, y que forman parte de la estructura educativa fundada por José Vasconcelos y de uno de los últimos residuos de la revolución mexicana que todavía sobreviven, se han convertido en el pararrayos de las políticas antisociales de los neoliberales priístas-panistas.
Las normales son consideradas como redundantes. Como un estorbo al modelo privatizador y de mercantilización de la educación impuestos por los neoliberales, debido a sus posturas críticas. Ellas han sido las más castigadas presupuestalmente. Ellas son víctimas de la injusticia, el linchamiento mediático, la criminalización de la protesta, la corrupción, la impunidad cómplice, la componenda, la narcopolítica. Ellas, con sus constantes movilizaciones, encarnan el descontento, la resistencia social y la lucha de clases. El apoyo recibido por un amplio número de instituciones académicas no sólo se debe a la indignación provocada por el acto criminal y la postura asumida por las elites políticas. También se debe a que, con diversos grados, todas han sido inmoladas al dios-austeridad presupuestal.
La feroz represión empleada por el sistema en contra los opositores y la ausencia de mecanismos institucionales para resolver pacíficamente los conflictos sociales, reiteran la urgente necesidad de buscar salidas poscapitalistas.
Como dijo recientemente el francés Yvon Le Bot: “los indignados de Estados Unidos protestaron, pero esa protesta no desembocó en la construcción de un conflicto permanente y tangible. Fue pura indignación y la indignación se agota si no construye un conflicto social, político o económico”.
Las tumbas de los normalistas son el sepulcro de la credibilidad y legitimidad del Partido de la Revolución Democrática (PRD), que encumbró y arropa a delincuentes incrustados en el cacicazgo guerrerense, y del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el Partido Acción Nacional (PAN), del sistema político y su modelo económico. Ellos son los señores de horca y cuchillo.
“Que arda lo que tenga que arder”, decía el cartel de un normalista.
Según Hacienda, entre enero y agosto de 2014, el gasto programable y la inversión presupuestal directa del sector público crecieron 10.6 por ciento y 29.3 por ciento, en términos reales, con relación al mismo lapso del año anterior. En el mismo periodo de 2013 se habían contraído en 1.6 por ciento y 3.2 por ciento, respectivamente. El gasto en ambos conceptos incluso supera al de 2012, que fue de 9.6 por ciento y 7.5 por ciento.
En los 8 primeros meses de este año el gasto social en salud y en educación aumentó 8.2 por ciento, 1.8 por ciento y 6.3 por ciento, respectivamente, luego de haberse contraído en 0.3 por ciento, 4.7 por ciento y 2.4 por ciento en 2013. En 2012 su tasa de variación fue de 5.6 por ciento, 11.5 por ciento y 11.6 por ciento.
Por su parte, el gasto programable y la inversión física del gobierno federal se expandieron en 13.8 por ciento y 30.9 por ciento. En 2013 habían decrecido 4.7 por ciento y 30.9 por ciento, en cada caso.
En términos generales, en 2014 la mayoría de los renglones que integran el gasto estatal muestran su recuperación luego de su contracción del primer año peñista.
Ésa es la “política contracíclica” de la que habla insistentemente Videgaray y que mantendrá “el gasto de inversión en niveles altos, mientras que el gasto corriente y de operación no crece, e incluso este último, baja en términos reales”. Gracias a esa política, Videgaray dijo chabacanamente en el Senado que “nuestro país ya crece a una tasa de 4.2 por ciento anualizada, el crecimiento más alto de un segundo trimestre para los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE)”.
Que, eventualmente, la tasa de expansión mexicana sea más alta que la de la OCDE no sería novedad, ya que esa área, la Unión Europea y la eurozona mostraron una sensible declinación en el segundo trimestre de 2014 y amenazan con hundirse en otra deflación (recesión y contracción de la inflación). De hecho, economías como la francesa, la italiana y la japonesa, por citar a algunos países, ya están en recesión. Pero ¿de qué chistera saca Videgaray al conejo del crecimiento mexicano de 4.2 por ciento?
Los efectos multiplicadores de la ampliación del gasto público sobre la economía han sido irrelevantes para que pueda superarse la fase recesiva y de estancamiento que ha caracterizado al gobierno peñista.
En los 2 primeros trimestres de 2013, la tasa de crecimiento fue de 0.6 por ciento y 1.6 por ciento; el promedio semestral es de 1.1 por ciento. En 2014, las tasas en los lapsos citados son de 1.9 por ciento, 1.6 por ciento y 1.7 por ciento. En 2012 fueron de 4.9 por ciento, 4.5 por ciento y 4.7 por ciento. (Ver gráficas 1A y 1 B).
Por ningún lado asoma la lepórida oreja de 4.2 por ciento festejado por Videgaray. Lo más que se puede aspirar en lo que resta del año es que la tasa anual sea de la mitad. Similar a la mediocre tendencia histórica neoliberal. En el bienio peñista, la economía sigue reptando en el fango del estancamiento.
La pérdida de la contribución del gasto público en el potencial del crecimiento puede verse del lado del consumo y la inversión pública como componentes de la demanda agregada.
En el primer semestre de 2012 el consumo público creció a una tasa real media semestral de 4.5 por ciento. En 2013 en 0.3 por ciento. En 2014 en 2.5 por ciento. En cambio, la inversión pública se contrajo en 7.4 por ciento, 6 por ciento y 8.4 por ciento en cada semestre de los años citados.
La tasa de crecimiento real media anual de poco más de 6 por ciento registrada cuando la economía estaba cerrada, predominaba el credo “nacionalista revolucionario” y se enseñoreaba el despotismo del partido único, se explica, entre otros factores a la rápida expansión del consumo estatal y la inversión pública. Como proporción del producto interno bruto (PIB) el primero pasó de 5 por ciento en 1950 a 11 por ciento en 1981. La segunda de 4.5 por ciento a 11 por ciento.
En el periodo en que se abrió completamente la economía y predomina el autoritarismo neoliberal, los indicadores se contraen. En el primer semestre de 2014, el consumo público equivale a 11 por ciento del PIB, aunque en 1995 llegó a 14 por ciento. La inversión estatal se reduce hasta 3.8 por ciento (ver gráfica 2).
El espacio abandonado por el Estado no es ocupado por el capital privado.
En su documento Perspectivas de la economía mundial, del mes de octubre de 2014, dice el FMI lo siguiente: “la infraestructura pública es un factor esencial para la producción”. El “aumento de [esa] inversión eleva el producto a corto plazo al estimular la demanda agregada, sobre todo en periodos en que hay capacidad económica ociosa y cuando la eficiencia de la inversión es alta; en el largo plazo incrementa la oferta agregada […] En una muestra de economías avanzadas, un aumento en la inversión pública de 1 punto porcentual del PIB eleva el producto en alrededor de 0.4 por ciento en el mismo año y 1.5 por ciento al cabo de 4 años […] Si se realizan inversiones eficientes para satisfacer necesidades claramente especificadas, los proyectos financiados con endeudamiento podrían tener efectos importantes en el producto, sin provocar aumentos de la relación deuda/PIB. Es decir, si se realiza correctamente, la inversión en infraestructura pública puede financiarse por sí sola. La infraestructura pública tiene un efecto sumamente complementario con otros insumos, como la mano de obra y el capital privado (no correspondiente a infraestructura). La importante reducción del capital público como proporción del producto (un indicador aproximado de la infraestructura) registrada en los 30 últimos años en las economías avanzadas, emergentes y en desarrollo es un síntoma de que existen necesidades de infraestructura”.
Sin embargo, la inversión pública en México, al igual que el consumo estatal, ha carecido de una estrategia de amplio horizonte bajo el neoliberalismo. Ambos indicadores están subordinados a las políticas de corto plazo: su contención para reducir el nivel de la inflación, y la austeridad para garantizar el balance fiscal cero, ajuste que descansa fundamentalmente en la reducción del gasto, dada las políticas tributarias regresivas (reducción de impuestos directos a las empresas y los sectores sociales de altos recursos).
En el largo plazo, las políticas públicas se definen por el retiro del Estado en la economía (su desinversión, por medio de la venta o la eliminación de empresas públicas, y la privatización de sectores estratégicos que eran propiedad de la nación). En la gráfica 3 se observa la tendencia errática de la inversión y el consumo estatales. En épocas de crisis como las de 1995, 2001 o 2009 su recorte es más que evidente, lo que contribuye a agravar la contracción económica.
La ineficiencia de la inversión pública también se manifiesta en su orientación. En 1996 el sector petrolero (exploración y explotación, principalmente) concentró el 31 por ciento de la inversión física presupuestaria. En 2008 cayó hasta casi el 9 por ciento y en 2012 recibió el 45 por ciento. Otra actividad beneficiada es el renglón de abastecimiento de agua potable y alcantarillado, cuyo peso relativo se elevó de 0.1 por ciento a 5 por ciento entre 1990 y 2014, aunque en 2007 había alcanzado el 8 por ciento del total (véase cuadros 1 y 2).
La inversión en la industria eléctrica declinó de 23 por ciento a 4 por ciento entre 1990 y 2014. Esa situación es consecuencia de la reprivatización de la producción de ese energético, la cual, además, explica las bestiales tarifas impuestas a los usuarios, en particular a los particulares. La destinada a la educación se redujo de 10 por ciento en 1992 a 2.6 por ciento. Ese brutal recorte es causante del malestar estudiantil en México, ya que mantiene a la infraestructura en una franca ruina. Esas historias se repiten, en menor medida, en la inversión de comunicaciones y transportes. Las fracasadas autopistas concesionadas y rescatadas por el Estado, el tren suburbano que comunica al Estado de México con la capital o la llamada Línea Dorada del tren capitalino son algunas muestras de la pésima inversión pública-privada y su inutilidad para cumplir su papel contracíclico y de desarrollo a largo plazo, según los principios keynesianos.
Es difícil esperar que la ampliación del gasto y la inversión públicos tenga efectos favorables sobre el crecimiento y el empleo.
Por el contrario, es más fácil esperar que se conviertan en fuentes de corrupción y de acumulación de fortunas bajo el esquema de participación sector público-privado.
*Economista
Marcos Chávez M*, @marcos_contra
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