El relato histórico de los libros de texto oficiales de educación básica ha mutilado la memoria mexicana para legitimar 5 siglos de colonialismo y neocolonialismo, años en los que las relaciones fundamentales de dependencia económica y política no han cambiado prácticamente en nada. En el siglo XXI, el papel invasor de las monarquías reinantes europeas lo hacen las corporaciones económicas de la globalización capitalista, cuyo poder está por encima de cualquier institución política que diga representar la soberanía de la nación.
Una tarea central de la educación crítica, de los maestros y maestras de México, para que sean realmente congruentes con su postura en las calles, es la disputa por la memoria histórica nacional a la luz de un proceso de descolonización desde abajo, de nuestros saberes y conocimientos reproducidos y enseñados en la escuela, sistematizados en los libros de texto oficiales, que siguen siendo el instrumento confesional de la doctrina de los poderosos para imponer su cultura.
Estamos obligados a visibilizar lo que se ha negado, ocultado, omitido y mutilado de la historia nacional. Si nuestros muertos, que lucharon por la emancipación social, ya fueron enterrados por el poder colonial opresivo, nosotros los condenamos al olvido si permitimos que el discurso hegemónico de la burguesía no les dé un lugar en la historia, si no movilizamos nuestra conciencia para desenterrar de la memoria la voracidad con la que se ha desarrollado este sistema antinatural e inhumano, no para contemplar el devenir de la sociedad, sino para edificar un nuevo sentido histórico que nos conduzca a la verdadera independencia.
Los libros de texto que se consolidaron con la articulación de la educación básica de 2010 niegan el origen rebelde de la indianidad mexicana. Los pueblos ancestrales de Mesoamérica sólo se comprenden por la conquista española, no por su pasado propio, sino en la aculturación occidental sobre la civilización de los antiguos pobladores de Abya Yala. Intentan crear una conciencia derrotista del sometido a través de un discurso historiográfico que recupera los testimonios del conquistador, como las Cartas de relación de Hernán Cortés, pero no la “visión de los vencidos”, quienes se resistieron a la invasión.
El periodo posterior a la invasión es la organización económica, religiosa, administrativa y de las instituciones políticas de la corona para su mejor funcionalidad, pero no es la del nuevo patrón de poder de expansión y mundialización del capitalismo de matriz colonial, que antes de 1492 sólo era un mundo autárquico en los límites del Continente Europeo, pero que ahora se ampliaba, no para llevar el progreso y la proletarización de los trabajadores asalariados a otras partes del planeta, sino a costa del genocidio, el saqueo, la esclavitud y otra formas nuevas de explotación como la mita o la encomienda, que parecieran anacrónicas al capital, pero que fueron en realidad la base de su desarrollo planetario.
Más allá de la organización virreinal, es decir, del invasor, en los textos de historia oficial no aparecen los brotes de rebeliones indígenas que se dieron al por mayor durante los 3 siglos de colonialismo occidental. Ciertamente no fueron las rebeliones obreras y campesinas contra el capitalismo al estilo de Europa, pero sí lo fueron por la defensa del territorio como espacio vital y sagrado, no como propiedad privada; lo fueron por la autonomía y autodeterminación de su pueblo para existir en relaciones de reciprocidad que algunos llaman comunalidad.
Para los pueblos originarios, la fiesta es el lugar donde se comparte el producto excedente, lo cual parecía una cuestión irracional para los asesores ilustrados de la monarquía borbónica en el siglo XVIII. De ahí la prohibición de las fiestas populares y otras formas de manifestación cultural que eran vistas como ociosas e improductivas por los colonialistas, indicios de desorden y focos de reuniones disidentes; y de alguna forma lo eran, porque la expresión contracultural y popular de estas clases subalternas fue uno de los canales subversivos que encontraron para mostrar su rechazo al patrón colonial de poder; por ejemplo, la conocida Danza de los viejitos del Occidente mexicano, que data de la época antes de la invasión europea dedicada al Dios Viejo o del fuego, Huehuetéotl, muestra la sabiduría y vitalidad de los ancianos purépechas frente a la decrepitud del anciano blanco español.
Salvo el culto guadalupano que escondía a la Diosa Tonantzin, madre de los dioses en la cosmovisión náhuatl, y cuya imagen morena después se convirtiera en el primer estandarte insurgente, no se habla de ningún otro caso en la historia oficial, pese a que éste fue el prototipo y el más trascendente de múltiples acontecimientos parecidos que dieron cuenta de la conservación religiosa e identitaria de las culturas ancestrales.
En los textos escolares de historia de México pareciera que la principal contradicción de clases sociales en la era colonial se daba entre los grupos de la elite, criollos y peninsulares, argumentando que los primeros no podían acceder a los mandos altos de poder; sin embargo, los cabildos como órganos de administración local también fueron parte del engranaje de saqueo, por ejemplo: ellos otorgaban los permisos para la extracción minera, actividad que cobró la vida de millones de indígenas explotados en las minas de oro y plata.
Estos indígenas purépechas, otomíes y huicholes, por mencionar algunos, que fueron superexplotados hasta morir en minas de Guanajuato, San Luis Potosí o Zacatecas; o en las haciendas del bajío virreinal que producían la mayor parte de los granos consumidos en la Nueva España, pero que padecieron también la hambruna por el acaparamiento del maíz por parte de sus opresores, componían el grueso de las filas insurgentes en más de un 60 por ciento. Fueron ellos quienes padecieron realmente las contradicciones de un sistema que les negó toda posibilidad de vida, mientras la burguesía europea industrializaba su producción a base de la riqueza que le daba toda nuestra fuerza viva de trabajo y nuestros recursos naturales; empero, son los héroes criollos y de la burguesía local quienes abundan en las páginas de los libros de texto.
En la Independencia no triunfaron los pueblos indígenas y mestizos, tampoco se alcanzó la soberanía nacional: apenas los grupos criollos liberales y conservadores accedieron al poder, se olvidaron de evocar la grandeza del pasado precolonial, de sentirse herederos de esa cultura ancestral y se aliaron a las logias masónicas para disponer la entrega de nuestro país a estadunidenses, franceses o ingleses, pero también impulsaron un nuevo desarrollo del capitalismo dependiente desarticulando con sus leyes reformistas los resquicios de propiedad y organización comunal.
En estos tiempos en los que se sigue hablando de independencia, es urgente también descolonizar la educación, reconstruir una nueva memoria de los subalternos, de los oprimidos, de aquellos que no tenemos voz ni rostro en la memoria del poder, en la historia oficial contada por los dueños del dinero. Ésa será la contramemoria de las clases populares, de las resistencias y de la lucha constante de los subalternos por emanciparse y construir un nuevo sentido histórico para la humanidad.
Lev Moujahid Velázquez Barriga*
* Historiador y profesor; miembro del Centro Sindical de Investigación e Innovación Educativa de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación en Michoacán
[BLOQUE: OPINIÓN] [SECCIÓN: ARTÍCULO]
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