Extraño razonamiento de un banquero central, el cual rememora a un conocido refrán: es bueno comer, pero no patear el pesebre. Sobre todo después que las reformas estructurales neoliberales de la década de 1980, bajo el influjo del “Consenso” de Washington y sus guardias pretorianas del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, les concedieron un viejo deseo tecnocrático a la mayoría de los bancos centrales del mundo: la añorada autonomía. Sin la supervisión y el contrapeso de los otros poderes del Estado y la sociedad, que los convirtió en templos casi inexpugnables del fundamentalismo neoliberal y en uno de los dos principales enemigos del crecimiento económico sostenido, el empleo formal y el bienestar social.
El nuevo estatus de los institutos centrales redujo sus actividades a una sola meta: el control de la inflación. Poco importará que los instrumentos empleados por la ortodoxia monetarista, entre ellos los altos réditos, para tratar de cumplir su tarea, impidan alcanzar los otros objetivos de política económica y, paradójicamente, se conviertan en un factor desequilibrador de la estabilidad macroeconómica.
El otro gran adversario de esas metas señaladas son los tecnócratas hacendarios, partidarios a ultranza de los recesivos equilibrio fiscal, austeridad presupuestaria y privatización del Estado y sus funciones reguladoras, corresponsables del estancamiento económico crónico.
Desde luego, aquellos juicios no fueron emitidos por Agustín Carstens, fiel partidario de la ortodoxia neoliberal junto con Luis Videgaray. Pertenecen al heterodoxo Alejandro Vanoli, presidente del banco central argentino.
Para que dicho funcionario se atreviera a renegar públicamente de la ortodoxia, antes ocurrieron otros hechos extraordinarios en Argentina, a raíz del triunfo electoral de los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, quienes desertan del consenso neoliberal.
Uno de ellos se observó en el banco central, donde se expulsó a los monetaristas; se eliminó su autonomía que había beneficiado al capital especulativo y recuperó su soberanía para los intereses nacionales; se sustituyó “el mandato único de preservar el valor de la moneda” –el mismo que rige para el Banco de México y que sacrifica el crecimiento en nombre de la inflación– por otro que “promueva, en la medida de sus facultades y en el marco de las políticas establecidas por el gobierno nacional, la estabilidad monetaria, financiera y el desarrollo económico con equidad social”. La reforma a su Ley Orgánica, en 2012, promovida por la presidenta Fernández y sancionada por el Congreso, ha tenido por objeto “recuperar su rol histórico en la promoción del crédito productivo, que constituye una función estratégica, para garantizar la estabilidad monetaria, sostener el crecimiento económico y propender al desarrollo y la plena ocupación de los recursos de la economía”.
El antiCarstens monetarista es el complemento del antiVidegaray fiscal argentino, el portazo dado al intervencionismo del Fondo Monetario Internacional (FMI), la renegociación unilateral de la deuda externa, o el nuevo ciclo de reestatizaciones y renacionalizaciones (hidrocarburos, pensiones, agua, aerolíneas, astilleros, ferrocarriles), piezas de la recuperación del Estado rector, regulador y promotor del desarrollo autónomo posneoliberal del kirchnerismo, basado en el mercado interno.
Cada pieza forma parte de la política fiscal keynesiana, con su progresividad tributaria, la expansión del gasto público y la subordinación del balance público a las necesidades contracíclicas y del crecimiento económico, el empleo y el bienestar, con un mayor nivel de inflación socialmente tolerable, en contra de los dogmas de la ortodoxia fondomonetarista-videgaryana del equilibrio fiscal, la austeridad presupuestaria, la inequidad impositiva y la inflación cero.
Entre 2003 y 2014, el crecimiento medio real argentino fue de 5.7 por ciento, poco más del doble registrado por México. En parte, esa expansión se debe al aumento del ingreso y el gasto público (8 y 11 puntos porcentuales del producto interno bruto, PIB, en 2002-2013, respectivamente), el empleo de un tipo de cambio alto, el apoyo a la inversión y la ampliación del consumo, debido al alza del empleo formal, los salarios reales (el mínimo en 19 por ciento y el medio en 11 por ciento cada año para acumular una mejoría de al menos 334 por ciento y 130 por ciento).
En los años difíciles de 2009, 2012 y 2014, de recesión (crecimiento de casi cero por ciento), y reaparición del desequilibrio fiscal (2009-2014) y de presiones inflacionarias (2014), el gobierno nunca recurre al ajuste fiscal. Al contrario, acepta el déficit y emplea el gasto como instrumento contracíclico para evitar graves costos sociales.
En cambio, en esos años los gobiernos neoliberales mexicanos se han preocupado por la contención recesiva de la inflación (4.2 por ciento en promedio anual), que duplica el crecimiento (2.4 por ciento) y el déficit fiscal. El gasto apenas sube 3 puntos porcentuales del PIB y el ingreso en 2.6 puntos.
Tiene razón Vanoli cuando afirma que “la ortodoxia ha fracasado en el mundo de una manera estrepitosa” y “que que han quedado vetustos los enfoques ortodoxos”. Pero de ello no puede deducirse el final del austericidio y el terrorismo económico, el cual es empleado cíclicamente como política para redistribuir inequitativamente, en contra de las mayorías, los costos de la crisis fiscal del Estado y restablecer la acumulación de capital, la tasa de ganancia, en particular la financiera-especulativa de los grupos responsables del colapso sistémico de 2008-2009.
El paradigma de la austeridad se fortalece luego que, forzadamente, se había aceptado el déficit y el endeudamiento público como instrumentos para enfrentar el colapso sistémico de 2008-2009, sobre todo para evitar el colapso de los sistemas financieros nacionales. En diferentes regiones del mundo, en especial en Europa, el peculiar keynesianismo es sepultado por la exigencia de reducir el déficit y el nivel de endeudamiento por debajo del 3 por ciento y del 60 por ciento del PIB, en cada caso. En 2012, Ángela Merkel y Nicolás Sarkozy impusieron la obligación constitucional de mantener el equilibrio fiscal.
Informaciones de la Oficina Europea de Estadística (Eurostat) y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) señalan que el déficit fiscal de la Unión Europea de 4.1 por ciento a 2.9 por ciento del PIB entre 2011 y 2014 se debió a la combinación del recorte del gasto público social, de inversión, privatizaciones (1.9 puntos porcentuales del PIB) y el alza de impuestos directos e indirectos y de precios públicos (1.6 puntos del PIB). La reducción del gasto es traumática para países como Irlanda, Grecia, España, Lituania y Polonia. La deuda pública, empero, se elevó de 64 por ciento a 74 por ciento del PIB: de 8 billones de euros a 9.7 billones.
El ajuste fiscal estrangula la mejoría que sigue al desplome económico de 2009 (-4.5 por ciento) y hunde al viejo continente en el riesgo de la deflación (recesión desinflacionaria) con alto desempleo. El crecimiento medio anual en 2000-2008 fue de 2 por ciento y 2.4 por ciento para la eurozona y la Unión Europea. En 2010-2014 de 0.6 por ciento y 1.1 por ciento, en cada caso. La tasa de desempleo en la zona del euro pasó de 7 por ciento en 2008 (12.6 millones de personas) a 11.8 por ciento en 2012 (18.7 millones) y en abril de 2015 se ubicó en 11.2 por ciento (17.8 millones). En la Unión Europea, en esos mismos años, la tasa pasó de 7.3 por ciento (18.2 millones) a 10.7 por ciento (25.8 millones) y 9.6 por ciento (23.3 millones). En países como España y Grecia la tasa de desempleo equivale hasta el 25 por ciento.
Datos del FMI indican que el balance público primario (diferencia entre los ingresos y los gastos totales que excluye el pago de los intereses de la deuda) en la Unión Europea y la eurozona cayó de -3.7 por ciento a -0.3 por ciento del PIB y de -4.1 por ciento a -0.6 por ciento entre 2010 y 2014. Para pagar los intereses, dicho déficit tiene que ser positivo en poco más de 3 por ciento para que el balance global sea igual a cero. En ese sentido, el ajuste fiscal tiene que extenderse a 2015 y 2016, cuando menos, lo que afectará al gasto público no financiero y limitará el ritmo de la economía.
El balance global cero y el superávit primario tienen un objeto: que las naciones sacrifiquen su economía y su sociedad para garantizar el pago de los intereses y el principal de la deuda externa.
El recorte del gasto público peñista-videgaryano de 2015 y 2016 tiene ese mismo propósito.
Lo curioso es que Alemania, la potencia hegemónica regional, se tomó una licencia al momento de incumplir la meta de 3 por ciento en 2002-2005, cuando su déficit fiscal medio fue de 3.7 por ciento del PIB, y en 2010 cuando fue de 4 por ciento, según datos del FMI. Su desbalance, empero, es financiado por los capitales provenientes del resto de los países europeos deficitarios. Sólo en 2012-2014 se volvió superavitario.
Lo mismo ocurre con Francia. Su saldo fiscal medio en 2002-2005 fue negativo en 3.5 por ciento del PIB. En 2009 se ubicó en 7.2 por ciento y en 2014 fue de 4.2 por ciento.
Sin embargo, ello no impidió que ambos países y la llamada Troika –la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el FMI– impusieran un draconiano ajuste fiscal a Grecia desde 2010 (recorte del gasto público social y de inversión, de salarios, de pensiones, despido masivo de trabajadores, la “flexibilidad” laboral, las privatizaciones) y la conversión del gobierno en simple gerente, a cambio de un crédito por 240 mil millones de euros requerido para evitar el colapso financiero y económico. Esos créditos sólo han servido para asegurar el pago de la deuda externa contratada con Alemania, Francia, el Reino Unido y España, entre otros países.
Antes de Grecia hicieron lo mismo con Irlanda (2010), Portugal (2011) o Chipre (2013), entre otros países, pero nunca con Alemania, Francia o el Reino Unido. Fueron las mismas recetas que impusieron a México y América Latina en la década de 1980 y que redundaron en las llamadas 2 décadas perdidas.
Con esa clase de recetas, México acumula 33 años dilapidados.
El colapso sistémico de 2009 detonó la crisis larvada en Grecia. Ese año acumuló su segundo año en recesión (-0.1 por ciento y -4.2 por ciento). El déficit fiscal global y primario se elevó de 9.9 por ciento del PIB a 15.2 por ciento y de 5 a 10.2 por ciento. La deuda pública se incrementó de 68 mil millones de euros a 91 mil millones. Su déficit comercial y de cuenta corriente ascendió a 308 mil millones de euros y 25.8 mil millones de euros. Sus reservas internacionales apenas sumaron 3.9 mil millones de euros, según el banco central griego.
Como era de esperarse, ese país sólo tenía una opción bajo la lógica de los acreedores y de los organismos multilaterales: el macro ajuste fiscal ortodoxo. La adopción del euro eliminó la devaluación como instrumento de ajuste de las cuentas externas. La política fiscal y monetaria está atada a las reglas de la eurozona y la Unión Europea.
El costo es brutal: la recesión de 2010-2014 (la tasa media anual es de -4.8 por ciento); la deflación de 2013-2014 (caída de la producción y de precios: -0.9 por ciento y -1.3 por ciento; la destrucción de la riqueza: en 2014 el valor del PIB fue 36 por ciento menos al registrado en 2007 y es similar al alcanzado en 1999.
Ese desplome explica, en parte, que la cuenta corriente sea positiva, en 2013 y 2014, en 1 mil 89 millones de euros y 1 mil 593 millones de euros, en cada caso. Sin embargo, en 2014 la balanza de pagos arrojó un déficit por 1 mil 384 millones de euros. Las reservas internacionales (6.5 mil millones de euros) acumuladas son marginales.
Entre 2010 y 2014 el desempleo subió de 21.8 por ciento a 27.4 por ciento; de 734 mil personas a 1.2 millones. En los jóvenes el desempleo alcanza a la mitad de ellos.
En 4 años el salario mínimo real perdió el 30 por ciento de su poder de compra y el salario promedio de la economía el 15 por ciento, pese a que la inflación media anual fue de 1.4 por ciento. La causa fue la reducción del salario nominal. Ese fenómeno sólo ocurría en países tropicales como México.
El 34 por ciento de los hogares se hunde en la pobreza y la miseria y el 94 por ciento del total ha resentido la caída de sus ingresos.
El ajuste fiscal no elimina el déficit global, que es de 2.7 por ciento del PIB en 2014, pero el primario se vuelve superavitario (1.5 por ciento del PIB), aún insuficiente para asegurar el pago de la deuda. El primero debe ser cero o superavitario y el otro de más de 3 por ciento, con el objeto de restarle más recursos a la economía para entregárselos a los acreedores rentistas, lo que explica el nuevo ajuste exigido por la Troika, Alemania y Francia.
Tiene que sobreajustarse porque, contra lo que se decía, la deuda pública se elevó de 57 por ciento del PIB a 64 por ciento entre 2010 y 2014: de 94 mil millones de euros a 119 mil millones de euros.
La sinceridad que caracteriza al FMI, le obligó a admitir, en junio de 2013, que hubo “notables errores” en el diseño del primer plan de rescate y se subestimaron los efectos negativos de las políticas de austeridad. La economía se enfrentó a una recesión mucho más profunda de lo previsto, con un desempleo excepcionalmente alto”. Hubo “retrasos” al gestionar la reestructuración de la deuda en 2012, lo que “habría reducido la carga del ajuste y sus efectos dramáticos sobre la economía”. Sus “técnicos fueron incapaces de garantizar que la deuda pública era sostenible con un alto nivel de probabilidad”. “La deuda pública superó las proyecciones del programa por largo margen”. “No se logró restaurar la confianza de los mercados” (www.elmundo.es/elmundo/2013/06/06/economia/1370494067.html).
La cínica confesión, empero, no impidió que la Troika empleara el terrorismo financiero para tratar de evitar vanamente el triunfo electoral de Alexis Tsipras, líder de la Coalición de la Izquierda Radical (Syriza). Ni que se mantenga el terrorismo ahora que es primer ministro. Ni que se bloquee el crédito pendiente por 7.2 mil millones de euros y lleve al extremo sus exigencias hasta límite de declararse en la insolvencia de pagos para doblegarlo y obligarlo a aceptar otra sobredosis de austeridad recesiva y antisocial.
Al cabo los países de la Unión Europea le mutilaron las alas monetario-cambiaria y fiscal y, sin el socorro, se estrellarán estrepitosamente en el piso. Siempre y cuando acepten pasivamente el sacrificio. O prefieran restaurarlos para volar soberanamente del pacto (anti)comunitario neoliberal.
Grecia no ha recibido ni 1 euro del préstamo europeo desde agosto de 2014, pese a que en ese plazo ha pagado vencimientos de deuda por 17.5 mil millones de euros. Al cierre de junio tendrá que cubrir 1.6 mil millones de euros y 6.7 mil millones más en julio y agosto.
O capitula, o se aplican las palabras vertidas del ministro de finanzas, Yanis Varoufakis: “haré default al FMI antes que dejar de pagar pensiones y salarios”.
El triunfo de la Troika sería agradablemente simbólico. Sería un castigo ejemplar a un pueblo –y para los que sigan su ejemplo– que eligió democráticamente al primer ministro equivocado. Aquel que desafía al canon neoliberal y sus representantes y que a la austeridad fiscal opone el crecimiento, el bienestar, la dignidad y la soberanía griega.
El fracaso de las negociaciones también podría llevar a Grecia a salir de la zona hegemónica alemana del euro y recuperar su moneda y la soberanía de su política monetaria, fiscal y económica.
Tsipras propone un superávit fiscal primario de 0.6 por ciento en 2015, de 1.5 por ciento en 2016, de 2.5 por ciento en 2017 y de 3.5 por ciento en 2018. La Troika quiere que el apretón sea más fuerte: 1 por ciento, 2 por ciento, 3 por ciento y 3.5 por ciento en los mismos años.
Tsipras formula un IVA de tres pisos: 6 por ciento a medicinas o libros; 11 por ciento a alimentos básicos, energía o agua; 23 por ciento para el resto de productos.
La Troika quiere un IVA de 11 por ciento para tasar alimentos, medicinas y alojamientos turísticos y otro de 23 por ciento para el resto.
Tsipras busca crear impuestos como el de “solidaridad”, según el nivel de ingreso, una tasa excepcional a las grandes empresas, los anuncios de publicidad en televisión, y otra de 13 por ciento a los bienes de lujo (automóviles, helicópteros, aviones, embarcaciones de ocio, piscinas).
La Troika es más práctica: quiere eliminar subsidios y exenciones tributarias, reducir el gasto en jubilaciones, 0.5 por ciento del PIB en 2015 y 1 por ciento en 2016, y castigar a quien quiera jubilarse anticipadamente, antes de convertirse en desecho humano al borde de la tumba como manda el dios capital.
Tsipras es modesto en ese sentido. Aspira elevar la edad de jubilación a 60.6 años en 2016. Hasta 2040 se ubicaría en 67 años.
Los acreedores braman por más privatizaciones para los capitalistas (el operador de telecomunicaciones público, los puertos El Pireo y Tesalónica, el mayor aeropuerto del país o Hellenic Petroleum) rechazada por Tsipras. Más contrarreformas, más liberalización de la economía, mientras que Tsipras quiere revertir algunas como la flexibilidad laboral (por ejemplo, la negociación colectiva), además de renegociar la deuda pública.
Las políticas soberanas en contra de la austeridad de países como Argentina o Grecia representan un pésimo mensaje para el sistema y los pueblos que ven en ellas una oportunidad de cambiar su destino. El Movimiento Podemos observa atentamente. Por ello es vital sofocar la rebelión griega desde la cuna.
La austeridad presentada como un problema técnico no puede ocultar su faz política, expresión de la lucha de clases.
Afortunadamente, el sistema siempre tiene clientes leales como el neofranquista Mariano Rajoy, los neoconservadores Enrique Peña Nieto-Luis Videgaray o la socialneoliberal Dilma Rousseff, que, sin presiones, están dispuestos a aplicarles el harakiri fiscal a las mayorías. Por desgracia, aquél está a punto de pasar a la historia y ésta enfrenta la protesta callejera.
Marcos Chávez M*, @marcos_contra
*Economista
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