Thierry Meyssan/Red Voltaire
Damasco, Siria. Al llegar al poder en Ankara en 2003, el islamista Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP, por su sigla en turco) modificó las prioridades estratégicas de Turquía. En vez de basarse en la correlación de fuerzas posterior a la invasión de Irak, Recep Tayyip Erdogan ambicionaba sacar a su país del aislamiento en que se hallaba desde la caída del Imperio Otomano. Basándose en los análisis de su consejero, el profesor Ahmet Davutoglu, Erdogan se pronunció por resolver los problemas con sus vecinos –que llevaban 1 siglo pendientes– y convertirse paulatinamente en un mediador regional al que sería imposible ignorar. Para eso, Turquía tenía que convertirse en un modelo político y establecer relaciones con sus socios árabes, sin renunciar a su alianza con Israel.
Iniciada con éxito, esa política –llamada de “cero problemas”– llevó a Ankara no sólo a dejar de sentir temor frente a Damasco y su respaldo al Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK, por su sigla en turco), sino a pedirle que le ayudara a negociar una salida de la crisis con los kurdos. En octubre de 2006, el partido kurdo declaró una tregua unilateral e inició negociaciones con el gobierno del entonces primer ministro Erdogan. En mayo de 2008, Ankara organizó negociaciones indirectas entre Damasco y Tel Aviv, las primeras desde que Ehud Barack rechazara el plan del entonces presidente estadunidense Bill Clinton y del entonces presidente de Siria, Hafez al-Assad, negociaciones a las que puso fin el actual presidente sirio Bashar al-Assad cuando Israel atacó Gaza, en diciembre de 2009.
Al darse cuenta de que la cuestión palestina hacía imposible mantener buenas relaciones con todos los Estados de la región al mismo tiempo, Ankara optó por apoyar a los palestinos ante Israel. Fue esa la época de los hechos de Davos y de la Flotilla de la Libertad. Al disponer entonces de un amplio respaldo popular, Ankara se acercó a Teherán y aceptó, en noviembre de 2010, participar en un mercado común Turquía-Irán-Irak-Siria. Se eliminó la exigencia de visas entre esos países, los derechos de aduana se redujeron considerablemente, se creó un consorcio para el manejo de pipelines y gasoductos y se instituyó una autoridad para administrar en común los recursos acuíferos. Todo aquello era tan atractivo que el Líbano y Jordania quisieron incorporarse a aquella estructura. Una paz duradera parecía posible en el Levante.
En 2011, cuando el Reino Unido y Francia se lanzaban en una doble guerra contra Libia y Siria a pedido de Estados Unidos y bajo su control, Turquía –lógicamente– se opuso a ello. Iniciadas bajo el pretexto de proteger a la población civil, era demasiado evidente que se trataba de guerras con objetivos neocoloniales. Además, afectaban los intereses turcos ya que Libia era uno de los principales socios económicos de Turquía mientras que Siria estaba en camino de serlo, gracias al nuevo mercado común regional.
Fue entonces cuando todo cambió…
Por iniciativa del entonces ministro francés de Relaciones Exteriores, Alain Juppé, en marzo de 2011, París propuso secretamente a Ankara apoyar la incorporación de Turquía a la Unión Europea y ayudarla a resolver su problema con los kurdos… si Turquía se sumaba a la guerra contra Libia y Siria. Viniendo de los franceses, aquella proposición era radicalmente nueva, ya que el propio Alain Juppé se había opuesto firmemente a la entrada de Turquía en la Unión cuando encabezaba el partido gaullista y se hallaba entre los colaboradores del presidente Jacques Chirac. Pero, luego de ser condenado por corrupción en Francia, Juppé se exiló del otro lado del Atlántico en 2005 y trabajó como profesor en Quebec, Canadá, mientras seguía un curso de formación en el Pentágono. Ya convertido al culto neoconservador, Juppé regresó a Francia, donde el entonces presidente Nicolas Sarkozy lo designó ministro de Defensa y, posteriormente, ministro de Relaciones Exteriores.
Retrospectivamente, el Plan Juppé es revelador de las intenciones de Francia: opta por la creación de un Kurdistán en tierras de Irak y Siria, siguiendo el mapa que aparecería publicado –2 años después– en The New York Times. Trabajando en conjunto, el Emirato Islámico, el gobierno regional del Kurdistán iraquí y excolaboradores de Saddam Hussein vinculados a la Hermandad Musulmana han estado tratando de imponer ese mapa en el terreno. Ese documento, firmado conjuntamente por el entonces jefe de la diplomacia francesa Alain Juppé y su homólogo turco Ahmet Davutoglu no deja lugar a dudas: Francia tenía intenciones de dotarse nuevamente de un imperio colonial en Siria. Disponía además de contactos dentro de los movimientos terroristas islamistas y preveía la creación del Emirato Islámico. Para garantizar la aplicación del Plan Juppé, Catar se comprometía a invertir masivamente en el Este de Turquía, con la esperanza de que los kurdos de Turquía abandonaran el PKK.
La existencia de este Plan se ha mantenido en secreto hasta ahora. Si parlamentarios franceses o turcos lograran obtener legalmente una copia, eso bastaría ampliamente para llevar a Juppé y a Davutoglu ante el Tribunal Penal Internacional por crimen contra la humanidad.
Al contrario de lo que muchos creen, existen profundas divisiones entre los kurdos. En Turquía y en Siria, el PKK, de origen marxista-leninista, siempre ha defendido una visión antiimperialista. En cambio, los kurdos de Irak, vinculados a Israel desde los tiempos de la Guerra Fría, siempre han sido aliados de Estados Unidos. Estos dos grupos ni siquiera hablan el mismo idioma y sus historias son muy diferentes.
Es probable que Estados Unidos, por su parte, haya incluido en la cesta de matrimonio la promesa de promover el modelo político turco a través del mundo árabe y también de ayudar al partido gobernante turco AKP a controlar los partidos políticos surgidos de la Hermandad Musulmana, para convertir a Turquía en centro del Oriente Medio. Lo cierto es que Recep Tayyip Erdogan respaldó –in extremis– el proyecto de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), que tomó el lugar del Mando África de Estados Unidos (Africom) cuando el comandante de este último entró en rebelión.
De inmediato, Ankara movilizó en Libia a los habitantes de Misurata, mayoritariamente descendientes de soldados judíos del Imperio Otomano –los adghams– y de nómadas vendedores de esclavos negros –los muntasirs–, que en el pasado habían respaldado a los Jóvenes Turcos. Estos elementos formaron el único grupo significativo de libios que se animó a atacar Trípoli.
Simultáneamente, Ankara organizó en Estambul varias reuniones de la oposición siria, a partir de agosto de 2011. Finalmente, en octubre de ese año la Hermandad Musulmana formó el Consejo Nacional Sirio, incluyendo en él algunos representantes de diferentes grupos políticos y minorías.
Luego de comprobar la implicación de la OTAN en Libia, Ankara contaba lógicamente con una implicación idéntica de la alianza atlántica en Siria. Sin embargo, a pesar de numerosos atentados y de una campaña de propaganda internacional tremendamente larga e intensa, fue imposible sublevar a la población ni atribuir los crímenes masivos al presidente sirio Bashar al Assad. Y, muy importante, Moscú y Pekín, que al parecer aprendieron la lección del caso libio, vetaron en tres ocasiones los proyectos de resolución que supuestamente pretendían “proteger” a los sirios de su propio gobierno (presentados al Consejo de Seguridad de la ONU en octubre de 2011, en febrero de 2012 y en julio del mismo año).
Así que Washington y Londres abandonaron la partida, aunque París y Ankara seguían empeñados en el plan inicial. Francia y Turquía establecieron una estrecha colaboración, llegando incluso –en septiembre de 2012– a poner en marcha un intento de asesinato contra el ministro sirio de Exteriores Wallid al-Muallem y el presidente Bashar al Assad.
El atentado realizado en Riad contra el príncipe Bandar ben Sultán, en represalia por el asesinato de los miembros del Consejo de Seguridad sirio –en julio de 2012–, dejó huérfano al movimiento yihadista internacional. El príncipe saudita sobrevivió a sus heridas, pero estuvo hospitalizado 1 año entero y ya nunca pudo volver a asumir plenamente el papel que había desempeñado a la cabeza de los yihadistas. Recep Tayyip Erdogan aprovechó esa coyuntura para tomar su lugar. Estableció vínculos personales con Yasin al Qadi, el banquero de Al Qaeda, recibiéndolo personalmente –y en secreto– en Ankara, y también supervisó los numerosos grupos yihadistas, inicialmente creados por los servicios secretos estadunidenses, británicos y franceses.
En enero de 2013, al intervenir militarmente en Mali, Francia se alejó de los yihadistas sirios dejando las operaciones armadas en Siria en manos de Turquía, aunque siempre mantuvo en el terreno a algunos miembros de la Legión Extranjera. Poco después, Washington forzó el emir de Catar, jeque Ahmad, a la abdicación reprochándole –por denuncia de Rusia– el uso de sus facilidades en contra de los intereses estadunidenses. Arabia Saudita asumió el financiamiento de la guerra contra Siria, incluso antes de la entronización del jeque Tamim como nuevo emir de Catar.
Para gozar de ese apoyo, al igual que del respaldo de Israel, Recep Tayyip Erdogan comenzó a prometer a todo el mundo que Estados Unidos no se detendría ante los vetos de Rusia y China y que lanzaría la OTAN al asalto de Damasco. Aprovechando la confusión, Erdogan organizó el saqueo de Siria, desmantelando todas las fábricas de Alepo, capital económica de ese país, y robando su maquinaria. También organizó el robo de los tesoros arqueológicos sirios y hasta instauró un mercado internacional de piezas arqueológicas robadas en la ciudad de Antioquía, capital de la provincia turca de Hatay.
Al ver que seguía sin obtener los resultados que esperaba, Erdogan organizó, con ayuda del general francés Benoit Puga –jefe del Estado Mayor particular del presidente de Francia– una operación bajo bandera falsa –el bombardeo químico en el cinturón agrícola de Damasco– para justificar la entrada en guerra de la OTAN. Pero Londres descubrió el engaño de inmediato y se negó a implicarse.
Turquía participó en la operación de limpieza étnica e intento de división territorial de Irak y Siria conocida como Plan Wright. La presencia de los servicios secretos turcos en las reuniones preparatorias del Emirato Islámico en Amman, la capital jordana, está debidamente demostrada por la publicación de un documento de esa reunión obtenido por el PKK. El hecho es que el Plan Wright retoma el ya mencionado Plan Juppé, que había convencido a Turquía de entrar en guerra. Posteriormente, Erdogan asumió personalmente el mando del Emirato Islámico, garantizándole tanto el suministro de armamento como la venta del petróleo que los yihadistas roban en Irak y Siria.
Observando con angustia las conversaciones entre Washington y Teherán, el gobierno de Ankara se inquietó ante la conclusión de un acuerdo de paz que lo deja al borde de la carretera. Ante la proposición del presidente ruso, Vladimir Putin, el ahora presidente Erdogan aceptó participar en el proyecto de gasoducto Turkish Stream con el cual Rusia planea enfrentar el monopolio estadunidense y saltarse el embargo europeo. Después, haciendo de tripas corazón, Erdogan se fue a Teherán para reunirse con el presidente iraní Hasán Rouhaní, quien le aseguró que nada tenía que temer del acuerdo que estaba negociando con Estados Unidos. Pero al firmarse ese acuerdo, el 14 de julio de 2015, se hizo evidente que ese arreglo no dejaba espacio para Turquía en la región.
Y, como era de esperar, Recep Tayyip Erdogan recibió –el 24 de julio– un ultimátum del presidente Obama invitándolo a renunciar inmediatamente al gasoducto ruso; a poner fin a su apoyo al Emirato Islámico, del que Erdogan se ha convertido en el jefe ejecutivo utilizando como pantalla al califa Abu Bakr al Baghdadi, y a entrar en guerra contra esa organización yihadista.
Para que Erdogan supiera que la advertencia iba en serio, Barack Obama le dijo que ya se había puesto de acuerdo con el Reino Unido sobre la posibilidad de sacar a Turquía de la OTAN, a pesar de tratarse de una medida que no está prevista en el Tratado del Atlántico Norte.
Después de deshacerse en excusas y de autorizar Estados Unidos a utilizar la base de Incirlik contra el Emirato Islámico, Erdogan se puso en contacto con el enviado especial estadunidense para la coalición internacional contra el Estado islámico, el general John Allen, cuya oposición al acuerdo con Irán es públicamente conocida. Erdogan y Allen se pusieron de acuerdo para interpretar las palabras del presidente Obama como una exhortación a la lucha contra el terrorismo y en esa categoría incluyeron al PKK. Sobrepasando el marco de sus funciones, el general Allen se comprometió a crear a lo largo de la frontera turco-siria una no fly zone (zona de exclusión aérea) de 90 kilómetros de profundidad en territorio sirio, supuestamente para proteger a los refugiados sirios, pero en realidad para aplicar el Plan Juppé-Wright. El primer ministro turco Ahmet Davutoglu habló del apoyo estadunidense a ese proyecto ante las cámaras de la televisión A Haber mientras iniciaba los bombardeos aéreos contra el PKK.
El general John Allen ya había logrado anteriormente prolongar la guerra contra Siria en dos ocasiones. En junio de 2012, conspiró con el general David Petraeus y con la secretaria de Estado Hillary Clinton para sabotear el acuerdo que Washington y Moscú habían concluido en Ginebra para favorecer la paz en Oriente Medio. Aquel acuerdo estipulaba, entre otras cosas, el restablecimiento de la paz en Siria –aunque Damasco no había sido invitado a aquella conferencia–, pero era inaceptable para los neoconservadores y los halcones liberales estadunidenses. El trío Clinton-Allen-Petraeus se apoyó en el nuevo presidente francés, François Hollande, y en su nuevo ministro de Relaciones Exteriores, Laurent Fabius, para convocar una conferencia de “Amigos de Siria” y rechazar el Comunicado de Ginebra. Al hallarse en plena campaña electoral, el presidente Obama no pudo castigar la traición de sus colaboradores. Pero inmediatamente después de su reelección hizo arrestar a David Petraeus y a John Allen, a quien había hecho caer en una trampa de índole sexual. Al final, Petraeus fue el único condenado, Allen logró salir limpio y la señora Clinton –al igual que Alain Juppé en Francia– hoy prepara su próxima campaña electoral para competir por la Presidencia de Estados Unidos.
El trío Clinton-Allen-Petraeus emprendió una segunda operación, en diciembre de 2014, con la que logró sabotear la Conferencia de Moscú. Prometiendo a la Hermandad Musulmana la puesta en práctica del Plan Juppé-Wright, convencieron a la Coalición Nacional Siria (oposición siria en el extranjero) para que rechazara toda conversación de paz. Este episodio demuestra, de paso, que el objetivo de la Coalición Nacional Siria no es obtener un cambio de régimen en Siria sino destruir ese país y acabar con su estructura como Estado.
Al enterarse de las promesas que el general Allen había hecho a Erdogan mientras que él volaba hacia África, el presidente Obama ordenó desmentir oficialmente el compromiso del general, reconoció el derecho de Ankara a combatir el PKK, pero denunció toda acción contra ese partido kurdo realizada fuera de las fronteras turcas. El presidente Erdogan convocó entonces una reunión del Consejo de la alianza atlántica para informar que Ankara se sumaba a las operaciones de la coalición antiterrorista y el inicio de su doble acción contra el Emirato Islámico y el PKK. El 29 de julio, la OTAN respondió fríamente que respaldaba la acción de Ankara, pero sin reconocerle ningún derecho a bombardear al PKK en Irak y en Siria sin que existiese un caso de “persecución”, es decir, en caso de comprobarse que el PKK haya utilizado bases en el exterior para lanzar ataques contra Turquía y replegar sus fuerzas hacia ellas.
Al mismo tiempo, el presidente Obama depuso a su enviado especial para Siria, Daniel Rubinstein, y lo reemplazó por Michael Ratney, simultáneamente especialista en Oriente Medio y en el manejo de los medios de prensa. La prioridad de Ratney será vigilar estrechamente los movimientos del general Allen.
Hasta el momento, las acciones de las Fuerzas Armadas turcas contra el PKK en Irak y en Siria no tienen ninguna justificación legal a la luz del derecho internacional. Los gobiernos de esos dos países han denunciado los bombardeos turcos como ataques perpetrados contra su territorio nacional. Desde el punto de vista estadunidense, el PKK y el Ejército Árabe Sirio –es decir, el Ejército regular de la República Árabe Siria– son las dos únicas Fuerzas terrestres eficaces contra el Emirato Islámico. El reinicio de la guerra contra la minoría kurda demuestra que el AKP pretende seguir adelante con la aplicación del Plan Juppé-Wright, incluso a pesar de que Francia y Catar se han retirado parcialmente de la contienda.
Sin embargo, un elemento fundamental ha venido a modificar profundamente las condiciones del juego: Israel y Arabia Saudita, que hasta hace poco eran favorables a la creación de un Kurdistán y un Sunistán en territorios pertenecientes a Irak y Siria, ahora se oponen a esa idea. Tel Aviv y Riad saben ahora que si tales entidades llegasen a surgir, no estarían bajo su control, sino a las órdenes de una Turquía que ya no esconde sus pretensiones imperiales y que se convertiría de facto en un gigante regional.
En una de esas repentinas inversiones de situación que tanto se ven en Oriente Medio, Israel y Arabia Saudita han llegado por consiguiente a un acuerdo para contrarrestar la locura del presidente Erdogan y respaldar al PKK por debajo de la mesa, a pesar de tratarse de una formación de tipo marxista. Por otro lado, Israel ya emprendió el acercamiento hacia enemigos tradicionales de Turquía, como la Grecia de Alexis Tsipras y el Chipre de Nikos Anastasiadis.
Que nadie se equivoque. Recep Tayyip Erdogan ha optado por la guerra civil como única salida política personal. Después de haber perdido las elecciones legislativas y logrado bloquear la creación de un nuevo gobierno, ahora trata de intimidar al pueblo de Turquía para convencer al Partido de Acción Nacionalista (MHP) de que debe apoyar al AKP (islamista) en la formación de un gobierno de coalición o para convocar nuevas elecciones y tratar de ganarlas.
La operación antiterrorista, supuestamente emprendida a la vez contra el Emirato Islámico y contra los kurdos, en realidad está dirigida exclusivamente contra el PKK y las Unidades de Protección Popular kurdas (YPG, por su sigla en turco) creadas en Siria a partir del PKK. Los bombardeos turcos supuestamente dirigidos contra el Emirato Islámico no han destruido nada. Simultáneamente, el presidente Erdogan ha iniciado una serie de acciones judiciales contra los líderes kurdos del Partido Democrático de los Pueblos (HPD, por su sigla en turco), Selahattin Demirtas y Figen Yuksekdag. La Fiscalía acusa a Demirtas de haber llamado a la realización de actos de violencia contra los no kurdos –algo completamente descabellado– mientras que atribuye a Yuksekdag haber respaldado las YPG, es decir, las milicias kurdas de la República Árabe Siria, que para el magistrado turco son una organización terrorista.
Pero la nueva guerra civil no será como la de la década de 1980. Será mucho más amplia y sangrienta, porque Turquía ya no tiene ningún aliado exterior y, al mismo tiempo, porque la política islamista ha divido la sociedad turca. Ya no será la guerra de las instituciones turcas respaldadas por la OTAN contra el PKK respaldado por Siria, sino una verdadera fragmentación de la sociedad turca: islamistas contra laicos, tradicionalistas contra modernos, sunitas contra alevíes y turcos contra kurdos.
Thierry Meyssan/Red Voltaire
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