Georgy Voskresensky/Red Voltaire
Moscú, Rusia. Anonymous apareció por primera vez en internet en 2003 como un grupo de hackers activistas defensores de la libertad de expresión que operaba como un “cerebro digital global anarquista”. En realidad es un instrumento, o más bien, un arma destinada a ser utilizada en la guerra de la información. Y la considerable ventaja de esa arma es que muy a menudo resulta difícil saber quién está detrás de su uso.
Pero nadie pensaba en ese problema en 1993, cuando se tomó la fotografía –publicada por Anonymous– en la que aparece Angela Merkel visitando el Club Elbterrassen, donde se reunió con varios skinheads y con otros personajes, entre ellos uno que hacía el saludo nazi.
Berlín presentó algunas explicaciones de circunstancia. Pero el problema no residía ahí. Una fotografía captada hace más de 12 años acaba de ser publicada el 9 de febrero de 2015, justo antes de la llegada de Angela Merkel a Washington y precisamente después de su encuentro con el presidente francés, François Hollande, y con el presidente ruso, Vladimir Putin, reunión que duró varias horas.
Al publicar la imagen, Anonymous preguntaba si se podía confiar la dirección de Alemania a una mujer política que fue miembro de la Juventud Libre Alemana –organización de la juventud socialista en la otrora República Democrática Alemana–, que fue espía de Berlín del Este y que se reunía con nazis.
Antes del ataque mediático se había producido un importante acontecimiento: la canciller alemana había expresado su oposición a la idea de suministrar armamento letal a Ucrania.
La canciller alemana reiteró esa declaración cierto número de veces en sus recientes viajes a Estados Unidos y Canadá.
En Estados Unidos, los primeros en responder fueron el senador John McCain y la secretaria de Estado adjunta, Victoria Nuland. El senador McCain comparó las conversaciones entre Merkel, Hollande y Putin con la reunión entre Neville Chamberlain y Adolfo Hitler. Y la señora Nuland, como de costumbre, utilizó un lenguaje particularmente obsceno para calificar a la dirigente del principal Estado europeo.
Es importante recordar que los servicios de inteligencia estadunidenses se dedican desde hace mucho tiempo a recolectar, por todos los medios, todo tipo de informaciones utilizables en contra de la canciller alemana. En octubre de 2013 se supo que la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por su sigla en inglés) tenía interceptado el teléfono personal de la señora Merkel, y el hecho de que esa agencia estadunidense de espionaje tenía bajo vigilancia a la canciller de Alemania dio lugar a un enorme escándalo.
Angela Merkel explicó entonces que no esperaba ni exigía ningún tipo de excusa en particular, pero que aquel asunto abría una importante brecha en la confianza mutua y fueron necesarios importantes esfuerzos para tratar de restaurarla. Las promesas no bastaban y la situación imponía cambios. En tales circunstancias, la canciller difícilmente podía calmar la indignación generalizada. Pero Washington hizo oídos sordos a las palabras de Merkel. Finalmente, el escándalo fue enterrado y no hubo verdaderos cambios.
Pero Angela Merkel no es la única que ha sufrido en carne propia las prácticas de Washington sobre la “libertad de expresión” de los líderes europeos, sobre todo cuando se trata de Rusia. Los ejemplos no escasean.
Hungría, bajo la dirección de su primer ministro, Viktor Orbán, ha firmado con Rusia un contrato para terminar dos centrales nucleares en construcción a 100 kilómetros de Budapest. Estados Unidos adoptó inmediatamente una serie de sanciones contra Hungría. Y el senador McCain, siempre dispuesto a ser el primero en desenfundar el revólver, calificó al primer ministro húngaro de “dictador fascista”. Por supuesto, el presidente Putin iba a visitar Budapest el 17 de febrero.
Washington tampoco ve con buenos ojos la posición de Milos Zeman, el presidente de la República Checa, quien se atrevió a pedir pruebas de la supuesta presencia de tropas rusas en Ucrania y exhortó a Estados Unidos y la Unión Europea a poner fin a las sanciones contra Rusia. Estados Unidos utilizó de inmediato sus redes en la República Checa para iniciar una intensa campaña tendiente a desacreditar al presidente Zeman.
Dominique Strauss-Kahn, exdirector del Fondo Monetario Internacional (FMI), también fue víctima de una provocación planificada con mucha antelación y organizada en su contra en suelo estadunidense, donde fue acusado de haber violado a una camarera negra durante una estancia en Nueva York. Y fue sometido a juicio en Estados Unidos. Posteriormente se supo que la camarera había mentido, información que pasó completamente inadvertida. Pero Strauss-Kahn perdió su puesto a la cabeza del FMI y no pudo presentarse a la elección presidencial en Francia.
Orban, Zeman, Berlusconi, Strauss-Kahn y ahora la señora Angela Merkel han sido blanco de los ataques quirúrgicos de las armas mediáticas estadunidenses contra los políticos europeos que Washington considera demasiado independientes en materia de política exterior.
El establishment estadunidense estima que Europa tiene que mantenerse alineada y seguir la política exterior de Estados Unidos al pie de la letra. Para las elites de Washington, sólo así puede alcanzarse la perfección en materia de cooperación trasatlántica. Justo después de su encuentro con Angela Merkel, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, explicó en una entrevista a Vox.com que ese país está obligado a tener “el Ejército más poderoso del mundo”. Y agregó: “A veces tenemos que torcerle un poco el brazo a ciertos países que no quieren hacer lo que les pedimos.”
El carácter básicamente brutal de esa declaración no deja lugar a dudas sobre el hecho que Estados Unidos está dispuesto a torcerle el brazo a cualquier aliado que no comparta sus puntos de vista sobre los diferentes problemas del mundo.
Los aliados (¿vasallos?) europeos o asiáticos pueden estar seguros de que así será. El presidente turco Recep Tayyip Erdogan parece ser el próximo en la lista. Washington no le perdona haber firmado con Putin el acuerdo sobre el gasoducto Turkish Stream.
Y ya se oye claramente el tic tac del reloj.
Georgy Voskresensky/Red Voltaire
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