Desde que el presidente Jacques Chirac sufrió su accidente cerebro-vascular, en 2005, Francia no ha tenido un verdadero jefe de Estado. Debilitado por la enfermedad, Chirac permitió la lucha interna entre sus ministros Dominique de Villepin y Nicolas Sarkozy. Y después, los franceses llevaron sucesivamente a la presidencia de la República a dos personajes –Sarkozy y Francois Hollande– que nunca llegaron a cumplir realmente con lo que debería ser un presidente de Francia. Ahora acaban de elegir para ese cargo a Emmanuel Macron, creyendo que se trataba de un joven impetuoso y capaz de recuperar la dirección del país.
La campaña que antecedió la elección presidencial de 2017, al contrario de las anteriores, no dejó espacio a un debate de fondo. Fue cuando más la ocasión de comprobar que todos los candidatos de menor importancia –es decir, los que no contaban con el respaldo de las grandes formaciones políticas– ponían en tela de juicio a la Unión Europea, institución que todos los candidatos importantes consideraban la panacea. Esta campaña presidencial fue fundamentalmente una especie de serie de televisión que denunciaba la supuesta corrupción de la clase política en general y en particular la del candidato favorito, Francois Fillon –narrativa típica de las “revoluciones de colores”. Y como en todos los modelos anteriores de revoluciones de colores, sin excepción alguna, la opinión pública reaccionó a favor de lo que podríamos llamar la “política de la escoba”, o sea todo lo anterior es corrupto y hay que liquidarlo, mientras que todo lo nuevo es justo y bueno. Pero no se ha comprobado ninguno de los delitos mencionados.
En las revoluciones de colores anteriores, la opinión pública demoraba entre 3 meses –como en la “revolución del cedro” libanesa– y –como en la “revolución de las rosas” de Georgia– 2 años en despertar y darse cuenta de que había sido manipulada. Y esa opinión pública volvía entonces a lo que quedaba del anterior equipo gobernante. La habilidad de los organizadores de las revoluciones de colores consiste, por tanto, en realizar de inmediato los cambios que sus padrinos quieren imponer en las instituciones.
Emmanuel Macron anunció desde el principio que reformaría urgentemente el Código Laboral, recurriendo para ello a un procedimiento que le permitiría hacerlo por decreto. También anunció importantes reformas institucionales: modificación del Consejo Económico y Social, eliminación –en términos empresariales podría hablarse más bien de “despido”– de la mitad de los diputados y senadores y “moralización” de la vida política. Todos esos proyectos corresponden punto por punto al contenido del informe de la Comisión para la Liberación del Crecimiento Francés elaborado en 2008, comisión que tuvo como presidente a Jacques Attali y cuyo secretario general adjunto fue precisamente Emmanuel Macron.
El informe de la Comisión Attali, creada por el presidente Sarkozy, comienza con las siguientes palabras: “Esto no es un informe ni un estudio sino una serie de instrucciones para reformas urgentes y fundadoras. No tiene carácter partidista ni bipartidista. Es no partidista.”
En lo tocante al Código Laboral existe, efectivamente, un amplio consenso a favor de adaptarlo a las situaciones económicas contemporáneas. Sin embargo, el análisis de los documentos preparatorios disponibles, muestra que el gobierno no es parte de ese consenso. La intención del actual gobierno francés es abandonar el sistema jurídico latino para adoptar el que se encuentra en vigor en Estados Unidos. Eso implica que un empleado y su patrón podrían negociar entre ellos un contrato que viole la ley. Y, para que no queden dudas sobre la amplitud y la importancia de esta reforma, el sistema educativo francés tendrá que “producir” niños bilingües, que sean capaces de hablar francés e inglés al terminar le enseñanza primaria.
Pero no ha existido en Francia ningún tipo de debate sobre este cambio de paradigma. Como máximo, se mencionó en debates parlamentarios sobre la ley El-Khomri-Macron, en 2016. Algunos observadores señalaron en aquel momento que el predominio de las negociaciones en el seno de la empresa sobre los acuerdos por sectores de actividad abría el camino a una posible caída de Francia en el derecho estadunidense en materia laboral.
Esta opción resulta particularmente sorprendente dado que, si bien Estados Unidos es la primera potencia financiera mundial, en el plano económico ese país se ha quedado detrás de naciones tan diferentes como China y Alemania. Además, si el Reino Unido respeta el voto de sus electores y sigue adelante con el proceso de salida de la Unión Europea, el modelo dominante en el seno de la Unión ya no será el modelo anglosajón –de carácter financiero– sino el modelo económico de Alemania.
En cuanto a la reforma de las instituciones, llama la atención ver que, aún en caso de que resultaran excelentes las reformas que el presidente Macron pretende imponer, ninguna responde a lo que esperan los franceses. Nadie había denunciado hasta ahora una cantidad excesiva de parlamentarios ni de concejales. Sí existen, por el contrario, muchos informes que denuncian la acumulación de estratos administrativos (comunas, comunidades de comunas, departamentos, regiones y Estado) y la proliferación de comités o comisiones considerados inútiles.
La realidad es que el presidente Macron esconde sus verdaderas intenciones. Su objetivo a mediano plazo, ampliamente anunciado desde 2008, es suprimir las comunas y departamentos. Se trata de homogeneizar las colectividades locales francesas según el modelo que la Unión Europea ya impuso en todas partes fuera de Francia. Rechazando la experiencia histórica francesa, en la presidencia de la República se considera que los franceses pueden ser administrados como todos los demás europeos.
La reforma del Consejo Económico y Social sigue siendo nebulosa. Sólo se sabe que se trataría simultáneamente de disolver los innumerables comités o comisiones clasificados como inútiles y dejar el diálogo social en manos del Consejo. El fracaso del presidente De Gaulle en ese tema, en 1969, hace pensar que si se realizara esa reforma no sería en aras de resolver un problema sino de enterrarlo definitivamente. En efecto, aunque el diálogo social se efectúa actualmente a nivel sectorial, la reforma del Código Laboral dejará ese diálogo sin objetivo concreto.
En 1969, el presidente De Gaulle se resignó a abandonar nuevamente su viejo proyecto de “participación”, o sea de redistribución del incremento del capital de las empresas entre los propietarios y sus empleados. De Gaulle propuso, en cambio, hacer que el mundo del trabajo participara en el proceso legislativo. Y para eso se le ocurrió organizar la fusión del Consejo Económico y Social con el Senado, de manera que la cámara alta reuniese simultáneamente a representantes de las regiones y del mundo profesional. Lo más importante es que propuso que esa cámara no pudiera seguir redactando leyes por sí misma sino que emitiese una opinión sobre todos los textos antes de la presentación de estos en la Asamblea Nacional. Se trataba, por tanto, de otorgar un poder de opinión legislativa a las organizaciones campesinas y liberales, a los sindicatos obreros y patronales, a las universidades y a las asociaciones familiares, sociales y culturales.
Las dos prioridades que el presidente Macron pretende llevar adelante antes del “despertar” de sus electores pueden entonces resumirse de la siguiente manera:
-Regular el mercado laboral francés según los principios del derecho estadunidense.
-Adaptar las colectividades locales a las normas europeas y enquistar las organizaciones representativas del mundo laboral en una asamblea puramente honorífica.
Además de borrar, sólo en beneficio de los capitalistas, toda huella de varias siglos de luchas sociales, Emmanuel Macron tendría entonces que lograr alejar a los parlamentarios de los electores que votaron por ellos y que esos parlamentarios renuncien a implicarse en los asuntos públicos.
Thierry Meyssan/Red Voltaire
[ANÁLISIS INTERNACIONAL]
Contralínea 553 / del 21 al 27 de Agosto de 2017
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