Oaxaca de Juárez, Oaxaca. “¡Ya lo mataron!”. “¡Hijos de puta!”. “Aguanta, carnal, aguanta”. “¡Ay, Dios! ¡No!”. Caos en torno de Carlos, quien tiene la cara teñida por su propia sangre; los lentes tirados a un costado, el pelo enmarañado. Gritos de los que intentan ayudarlo, gritos de quienes estorban; gritos furiosos, gargantas rotas. Era el 15 de febrero de 2011, durante las protestas por la presencia del entonces presidente de la República Felipe Calderón.
El estruendo seco de un disparo había atravesado la estrecha avenida José María Morelos, de construcciones de una planta, de techos altos. El eco de la detonación aún no se dispersaba y el joven de 20 años ya estaba tendido en el piso. La bala no tardó ni medio segundo en cubrir el trayecto de 100 metros para incrustarse en el cráneo de Carlos Ediel Martínez Cruz a una velocidad superior a los 500 kilómetros por hora.
Los encontronazos en los derredores del zócalo y la alameda se habían dado desde la mañana. El gobernador Gabino Cué Monteagudo y el presidente Calderón ya estaban comiendo con empresarios.
El instante exacto quedó registrado en video: no había un enfrentamiento directo en ese momento. Había una especie de paréntesis: ahora unos se replegaban desordenados y otros se reposicionaban envalentonados. Una cuadra entera, entre Macedonio Alcalá (andador turístico) y 5 de Mayo, separaba a los manifestantes de los agentes armados. Amenazas e insultos se propinaban a la distancia. Nada más.
De cualquier corporación pudo ser el “servidor público” que jaló el gatillo del arma considerada oficialmente como no letal. Ese día las policías federal, estatal y municipal se coordinaron y fusionaron con el Estado Mayor Presidencial, de tal forma que la gente no sabía cuál era cuál. Lo único seguro era que los toletazos, pedradas, lacrimogenazos dirigidos al cuerpo, patadas y disparos venían de la autoridad.
“No lo muevan, no lo muevan”. “¡Pinches asesinos!”. Todo lo registró la cámara de un reportero local. Nuevas detonaciones se escucharon, pero los manifestantes que rodean a Carlos no se mueven. Lo cubren en un enjambre de sudor y respiraciones agitadas. “¡Háblenle a una ambulancia!”. La sangre escurre de la cabeza hacia el rostro. La sudadera, el pantalón, el asfalto, se oscurecen por las gotas espesas.
Era el 15 de febrero de 2011. Las autoridades federales y estatales sumaron sus fuerzas de seguridad para lograr una recepción en paz, tersa y amable por parte del recién estrenado gobierno local al presidente panista en su primera visita a Oaxaca tras la “histórica caída” del Partido Revolucionario Institucional (PRI).
En febrero de 2011 los medios aún se referían a Gabino Cué como “el nuevo gobernador” de Oaxaca. Hacía apenas 2 meses había asumido el cargo tras la primera derrota del PRI en la historia de la entidad. Aún flameaba la euforia en quienes creyeron que el político expriísta representaría una diferencia de su predecesor priísta Ulises Ruiz.
A tan sólo 2 meses y 14 días de haber arrancado, llegó el punto de quiebre para la nueva administración.
La visita de Felipe Calderón en el ocaso de su sexenio significó el destape de la cara real de Cué, candidato triunfador de la llamada Coalición Unidos por la Paz y el Progreso, conformada por los partidos Acción Nacional (PAN), de la Revolución Democrática (PRD), Convergencia (ahora Movimiento Ciudadano) y del Trabajo (el cual hoy ya no cuenta con registro).
La represión de octubre y noviembre de 2006, que dejó un número indeterminado de muertos y desaparecidos, fue supervisada y apoyada por el entonces presidente electo Calderón Hinojosa. La rabia por los recuerdos, la impunidad (cuentas no saldadas) unió a diversas organizaciones sociales en repudio contra la presencia del mandatario panista.
Calderón y Cué asistieron del brazo a la inauguración de la sede de la Universidad La Salle en Oaxaca, institución privada educativo-religiosa financiada –a través de “donaciones”– por el banquero Alfredo Harp Helú. El Gobernador de la Esperanza, quien fuera también apoyado por Andrés Manuel López Obrador, convivió con los empresarios locales y recibió su respaldo dentro de los anillos de seguridad montados por el Estado Mayor Presidencial en coordinación con la Policía Federal, entonces a cargo de Genaro García Luna, las agencias de seguridad locales y los equipos de guaruras de los magnates anfitriones.
Cué saludó, sonrío y firmó acuerdos con Calderón, quien se presentó como su “amigo y aliado”.
El zócalo fue cerrado primero, después la alameda. Vallas, escudos y armas mantuvieron la imperturbabilidad de los eventos puertas adentro.
Afuera, quienes no supieron escalar socialmente a punta de especulación cambiaria o por gracia de puestos públicos, presionaban para romper el cerco armado con la ilusión de poder espetar, aunque sea un insulto, a oídos acostumbrados a las caricias de los elogios.
No lo lograron. Ni Felipe escuchó los “¡Calderón, borracho, la estás regando gacho!”, ni Cué los “¡Gabino, represor, traidor para el trabajador!”. Los cantos personalizados fueron ahogados entre el escándalo de los escudos chocando, los alaridos, las botas y huaraches persiguiendo y escapando; por las órdenes y los disparos.
Pasados los meses, los años, y ya enlazado plenamente con el priísta gobierno federal, Gabino Cué exalta su porfirismo sin empacho a través de las redes sociales: “La obra extraordinaria del Gral. Porfirio Díaz Mori constituye una fuente de orgullo y fortaleza para l@s mexican@s, y para l@s oaxaqueñ@s” (sic), ha tuiteado a la vez que impulsa proyectos trasnacionales o solicita mayor presencia de las Fuerzas Armadas en el estado para mantener el orden y la civilidad en una de las regiones con mayor pobreza en el país.
Aquel martes 15 de febrero de 2011 significó una declaración de intenciones por parte de Gabino Cué para lidias futuras contra manifestaciones sociales, con métodos que gobiernos como los del Distrito Federal, Veracruz o Puebla también aplicarían, dejando rastros que se comprueban con actas de defunción.
La rajada atraviesa la frente; dibuja una vereda en el cuero cabelludo. Detrás de los lentes de fondo grueso, los ojos permanecen entrecerrados. Carlos Ediel Martínez Cruz hoy tiene 24 años. Levanta las cejas como si un reflector lo molestara en todo momento, estira el cuello como quien ve a lo lejos, aunque su interlocutor esté sólo a 1 metro de distancia.
Es el primero en la lista de descalabrados en México por un proyectil de goma disparado por un policía. A diferencia de quienes lo siguieron, su edad le permite contar su historia, no sin secuelas.
El ojo derecho lo traiciona en todo momento. “Tres cuartas partes del día veo mal. A lo mucho me sirve un 10 o 15 por ciento”, dice con la voz adelgazada por la bronca de saber que no debería estar así.
Cuando Gabino Cué decidió que uno de los primeros actos importantes de su “gobierno del cambio” sería recibir con alfombra a Felipe Calderón, Martínez acababa de cumplir 1 año y 1 mes como funcionario administrativo en el Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca (IEEPO). Apenas tenía 20 años.
Diversas organizaciones sociales saltaron con el ceño fruncido cuando se enteraron de la visita de Calderón a Oaxaca. Los motivos de repudio contra el presidente panista seguían vivos después de 1 lustro. Por su parte, la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) atizaba los reclamos por el reciente decreto presidencial, gracias al cual el pago de colegiaturas podría ser deducido de impuestos, lo que al final de cuentas impulsó la educación privada en el país.
Las protestas se unieron y el llamado fue a por lo menos realizar un mitin en el zócalo ocupado militarmente por el Estado Mayor Presidencial y las fuerzas subordinadas, incluidas las oaxaqueñas.
Como trabajador del IEEPO, como PAE –sigla por la cual se le llama comúnmente al personal de apoyo a la educación–, Carlos es miembro del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) y de la Coordinadora que de él se desprende.
De cualquier forma, desde siempre perteneció a la Sección 22, enfatiza apretando la voz. Su madre, como profesora, se unió a la lucha que emprendió el magisterio disidente contra Elba Esther Gordillo, pieza de Carlos Salinas de Gortari en la estructura educativa mexicana. Bajo el sol, en brazos o a pacitos, la acompañó en las movilizaciones callejeras.
Ya como parte del relevo generacional, acudió a la cita para dar el recibimiento sin flores a Calderón Hinojosa.
“Cada vez que nos llaman [de la CNTE a una movilización] hay que firmar una lista de asistencia”, cuenta Martínez. Por ello debía ir a la sede de la Sección 22, ubicada a una cuadra del zócalo en la calle Armenta y López, que hacia el Norte se convierte en 5 de Mayo. Ya había pasado la 1 de la tarde. “Llegué pero no encontré a mi comité”.
Del zócalo –que ya estaba liberado para entonces– se echó a andar por Macedonio Alcalá (andador turístico) a través de las avenidas Miguel Hidalgo e Independencia.
“Llegando a Alcalá veo un contingente de federales, una patrulla en llamas y gases. Todos los policías estaban cubiertos [con máscaras antigás]. Los veo armados, no sólo con casco y escudo.”
Entonces corrió hacia 5 de Mayo. Así, por lo menos, no estaría frente a la línea de choque de los elementos oficiales completamente solo.
Durante los encontronazos dados a lo largo del día, los policías no dispararon los tanques de gases lacrimógenos hacia arriba, de forma que marcaran una parábola antes de caer; lo hicieron directamente, apuntando hacia los cuerpos y las cabezas de la gente. Existen videos en los que se ve el trabajo en equipo de los policías: uno señala el manifestante más cercano, y el otro apunta y detona a quemarropa.
Cuando llegó a la esquina de 5 de Mayo y Morelos parecía que no habría un nuevo choque, por lo menos no ahí. Conscientes de que cualquiera podría caer por un lacrimogenazo, los manifestantes mantenían una distancia en la que creían que el único intercambio que se podía dar era de gritos e insultos.
Una llamada entró al celular de Kalamar, conocido así por sus compañeros. No alcanzó a ver quién era.
“Meto la mano a la bolsa, bajo la cabeza y recibo el disparo.”
Como en un teatro, las luces se apagaron pero los sonidos siguieron. “Me dan el balazo pero yo sigo consciente. Pero veía nada, no podía mover las piernas”.
Con movimientos lentos, como adormilado, se llevó las manos a la cara inmediatamente ensangrentada, y en un reflejo intentó reincorporarse, logrando tan sólo mover el torso.
Quienes lo rodearon lo recostaron de nuevo. Presentes las historias de desapariciones forzadas durante la intervención federal en 2006, lo que le invadió fue miedo, temor a que lo agarraran. “No había dolor. Sólo pensaba en una cosa: ‘Si estos ojetes me llegan a apañar ahí sí me matan’. Pero no podía mover las piernas. Escuchaba todo: ‘¡Ya le dieron!’, ‘¡lo mataron!’, ‘¡pinches federales!’. Escucho todo pero sin poder moverme”.
Un reportero local grabó todo en video: a la mujer que le puso un algodón en el rostro mientras sostenía su cabeza y de la cual nunca supo su nombre; cuando se escucharon más disparos mientras el pequeño grupo que lo cobijó discutía si debían moverlo. Ni la joven ni los demás se dispersaron, al contrario: estoicos, se mantuvieron al pie a pesar de sentir que el ataque seguía.
Otro compañero le tomó las manos y “le pasó energía”, cuenta Martínez, que a la vez se asume como anarquista. Fue cuando volvió a ver y se pudo mover por fin, asegura quien perteneciera entonces al colectivo Hormigas Atómicas.
Una ambulancia de la Cruz Roja lo recogió. “¡No prendan las torretas!”, ordenó el paramédico. La razón obedecía al temor de que los federales, enrabietados por los choques, notaran que el transportado era un herido con pinta de manifestante y evitaran el avance o, peor aún, lo bajaran.
“Ya saliendo del centro sí las prendieron”.
Un silloncito en Urgencias del Hospital Benito Juárez del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE) fue el destino, y principio, por aquel balazo de goma.
“Las balas de goma deben ser disparadas hacia el piso. Eso está en regulaciones internacionales”, dice a Contralínea el doctor Gabriel Martín Barrón, investigador titular C del Instituto Nacional de Ciencias Penales (Inacipe).
“Los esfuerzos más concretos para desarrollar las ‘armas no letales’ fueron llevados a cabo, como es fácilmente suponer, por Estados Unidos”, escribe Silvia Bonobo en el estudio Le armi cosiddette “non letali”. Tecnologie, effetti biologici, implicazioni giuridiche, fattori limitanti (Las armas consideradas “no letales”. Tecnología, efectos biológicos, implicaciones jurídicas, factores limitantes).
Desde la década de 1960, cuenta la investigadora italiana, diversos dispositivos de agresión empezaron a ser catalogados, “aunque no muy bien distinguidos”, como no letales. Al principio fueron municiones con agentes químicos, pero en una época de manifestaciones contra la guerra de Vietnam y con la revuelta negra “se dio una explosión tecnológica, con los nuevos dispositivos creados en respuesta de las protestas tumultuarias de la época”.
Pronto, países europeos como el Reino Unido utilizaron sus propias armas con “agentes químicos incapacitantes”. En algunos, la creatividad para la represión derivó en armas eléctricas, mientras que en Irlanda del Norte e Israel de plano se dio “uso masivo de proyectiles de goma”.
La discusión emprendida durante las décadas sucesivas llegó a plantear la utopía de “guerras no letales” en las que este tipo de armas serían la vanguardia. Pero el interés militar fue efímero, mas no el policial.
Las guerras se sucedieron y las máquinas de muerte no sólo no desaparecieron, sino que se perfeccionaron en el mundo, y las “alternativas” se quedaron para ser usadas únicamente internamente, contra los propios ciudadanos.
La justificación general a favor de armas “no letales” se sustenta en que reducen el número de muertos en confrontaciones en lugar de un batallón de metralletas arremetiendo contra una multitud armada. Sin embargo se emplean precisamente en las mismas movilizaciones en las que la gente no cuenta con armas de fuego, a lo mucho con proyectiles de manufactura casera, piedras, palos.
Nacieron para reprimir manifestaciones políticas y 40 años después su uso sigue siendo el mismo.
Por la velocidad a la que vuelan y la fuerza desprendida en el impacto, las balas de goma pueden causar fácilmente hemorragias cerebrales, perforación pulmonar o intestinal; si pegan en los testículos o en los ojos es probable que éstos acaben siendo extirpados; fracturas expuestas y lesiones mortales son un riesgo comprobado y viralizado en redes sociales.
En México, los zumbidos de la goma y el chasquido de las latas con gases ya han dejado muertos.
Por ejemplo, en Puebla, el chico José Luis Tehuatlie Tamayo, y en la Ciudad de México, el maestro Juan Francisco Kuykendall fueron asesinados mientras las autoridades “contenían” protestas. Ambos estaban en dos orillas del arco vital: el primero tenía tan sólo 12 años mientras que el segundo 67.
La diferencia en el caso de Carlos, instructor de natación, fue precisamente la edad y la condición física.
“Aquí siguen diciendo que no son letales. Pero los estudios y las evidencias dicen lo contrario: que son mortales”, remarca el doctor Martín Barrón. Incluso en Israel, donde su uso era común, han determinado que el cráneo no las resiste. Han sido prohibidas en diversos países por lo mismo.
Para ahondar en lo lamentable, añade el especialista, quien sea herido normalmente no sabe ante quién acudir.
Y es que los policías actúan bajo identificaciones confusas, peor cuando el presidente está presente; entonces los uniformes pierden sentido. Es casi imposible de determinar quién ordena, quién dispara. Y si se da un eco mediático, a lo mucho se dará una investigación interna que nadie conocerá y se separará a quien sea. Entonces el despedido se convertirá en un trabajador más que la próxima vez podría estar del otro lado, como un manifestante más.
En cualquier caso la impunidad prevalecerá. Los presidentes, gobernadores y sus socios empresariales o sostenes no habrán visto ni su copa vibrar, mucho menos sangrar, como las cabezas de quienes afuera nunca sabrán lo que es sostener un cristal similar.
No hay procesados en México por accionar armas con municiones de goma que apuntaban directamente hacia la cabeza de la gente.
El caso de Carlos no es diferente. No sabe quién, exactamente quién, le disparó. Sabe que las Fuerzas Armadas del Estado bajo distintas insignias estaban presentes. Él es el primero; después vendrían más.
“¡No! ¡No, no, no!”, escucharon Carlos y el médico internista que ya estaba a punto de suturarlo con una aguja. Ya había caído la noche, pero aún corría el mismo 15 de febrero de 2011.
“No, no, no. Espérate”, remachó la voz. Era el médico general Héctor Ranulfo Martínez, doctor de la Sección 22 comisionado al Hospital Regional Benito Juárez del ISSSTE, que apenas llegó a evitar que le cerraran la piel con el cráneo fracturado y restos de la bala de goma adentro.
El internista, dudoso, mejor llamó a su supervisor. Ambos médicos discutieron. El supervisor apoyó la decisión del internista y ordenó cerrar la herida. “¡Ni madres!”, se mantuvo Ranulfo Martínez.
El neurocirujano Edmundo González Sosa detuvo la pelea. Quitó la venda puesta durante el trayecto al hospital y notó indicios de infección. Un coágulo ya presionaba el cerebro, reveló una tomografía después.
Un lavado quirúrgico y una esquirlectomía ocuparon la madrugada. Cabello, tierra, pedacitos de goma y cuatro centímetros de cráneo salieron de la cabeza partida de Carlos.
Horas antes, a las 6 de la tarde con 45 minutos, cuando el dolor por el impacto, la caída y el no saber qué demonios iba a pasar apenas era contenido por analgésicos, el perito médico legista Cuauhtémoc Cruz Pérez, por orden de la Fiscalía Especial para Asuntos Magisteriales (FEPAM) de la Procuraduría General de Justicia de Oaxaca, se presentó ante la camilla 206 del área de urgencias.
“Fue curioso. Estaba entre la anestesia y el dolor horrible”, recuerda Carlos con una risilla en la que si bien denota resignación por el paso del tiempo, también transmite reproche.
“Yo, así como estaba, iba a firmar lo que me dio el MP [ministerio público]. Pero mi tía empezó a leer.”
En el acta, el nombre del herido no correspondía, tampoco la fecha. El enviado de la Procuraduría omitía el detalle de que la lesión había sido causada por el impacto de una bala de goma.
“No me dejó firmar mi tía y el MP se tuvo que ir. Regresó como 3 o 4 horas después.”
Antes de la cirugía, que inició a la media noche, el perito volvió. Entonces sí apuntó lo ocurrido y abrió la averiguación previa 09/FEPAM/2011, coronada por el escudo de la Procuraduría General de Justicia y por el logo de la administración de Gabino Cué con la leyenda: “Oaxaca de todos/ gobierno para todos”.
El parte, sellado por la Fiscalía Especial para Asuntos Magisteriales y por el Instituto de Servicios Periciales, Medicina Legal y Forense, recogió el resultado la acción policíaca expresada por el gatillo:
-“Contusión por una bala de goma en el cráneo.
-“Herida contusa en la región frontal derecha de 4 centímetros [cm] de forma irregular de bordes estrellados, con pérdida de tejido, post-operado de lavado quirúrgico,
-“Fractura de tabla externa del cráneo, con depresión de un fragmento y pérdida de fragmento de 2×1 cm aproximadamente, sin pérdida de estado de la consciencia,
-“Lesiones que interesan tejidos blandos, piel, vasos vasculares óseos y sistema nervioso central.”
Todas las heridas de “naturaleza activas, que pueden poner en riesgo la vida, que tardan en sanar más de 15 días, dejando secuelas para la sanidad definitiva”.
“[El paciente] se encuentra consciente, intranquilo, orientado y sobrio, en reposo, refiere intenso dolor en sitios lesionados”, remataba con naturalidad el reporte pericial, el cual libró que se lo suturaran así.
A pesar de haberse constatado oficialmente que la herida fue provocada por un proyectil como los utilizados por “las autoridades” durante el operativo, aquel parte fue lo más cercano que estuvo Carlos de la justicia.
Trece días después, Kalamar escribió el poema Vicodin para todos, que aún duele la cabeza:
“Estoy sujeto/a una serie de calamidades/o a la calamidad/de muy pocas series
“Estoy sujeto/a la alegría/de una revolución/colorida
“Estoy sujeto/a cortarme una mano/¡antes de disparar/contra ti!, hombre malo
“Estoy sujeto/a besarte en el hombro/antes de poder/romperte el orto
“Estoy sujeto/a besarte/6265 lunas llenas/y también cuartos/y menguantes/y también las nuevas y las pedantes
“Estoy sujeto/a matar una revolución/sin disparar una sola bala/mientras cosecho esperanzas.”
La cabeza quedó abierta, sin protección ósea. Así permaneció el resto del año, hasta el día de Navidad en el que ingresó de nuevo al quirófano para ser intervenido por el doctor Hugo Sánchez Jerónimo, con el objetivo de colocarle una placa de acrílico donde antes había hueso.
No era la única secuela. A mediados de ese mismo 2011 el ojo derecho empezó a fallar.
“Recuerdo que fui a comer con mi mamá. En un momento intenté verla de reojo y no pude. Cerré el ojo izquierdo y entonces me di cuenta de que no veía nada con el otro. Así estuve 2 días.”
“Opacidad total del cristalino”, catarata postraumática por el impacto de bala –de “goma expansiva”– recibido, fue el nuevo diagnóstico. La fuerza del golpe y la energía desprendida afectó el ojo derecho por lo que tendría que ser sometido a una nueva cirugía para extraer el cristalino e insertar un lente intraocular.
Eso le dijeron en el ISSSTE. El problema ahora era que el ISSSTE no contaba ni con el lente ni con los aparatos necesarios para hacer la operación. La buena noticia, dada por el propio director del hospital, fue que le pagarían –“subrogarían”, dijo– el autobús para viajar a la Ciudad de México, con todo y un acompañante.
Ya en el Distrito Federal, el Hospital General José María Morelos –otra vez Morelos– se enteró de su caso, lo puso en una lista y le pidió esperar. Era agosto de 2011.
Septiembre de 2015: “Me anoté y sigo esperando. Mi nombre ha de seguir en la lista”.
Medio año aguantó así. Ante la desesperación acudió ante la Sección 22, entonces encabezada por Azael Santiago Chepi. Del sindicato recibió un cheque por 10 mil pesos y la advertencia de “que no pidiera más”.
Con ese dinero, él y su madre completaron los 30 mil pesos necesarios.
La cirugía de colocación del lente intraocular por método de facoemulsificación se llevó a cabo hasta febrero de 2012, 1 año después de aquella visita de Calderón.
Tras ello debió recuperar el 80 por ciento de la visión. Pero debido a la artritis que padece, el problema derivó en uveítis, es decir, en una constante hinchazón e irritación de la capa media del ojo, lo que le provoca cegueras inesperadas.
Los cuidados deberán seguirse por siempre. No debe correr, tampoco nadar –por lo que tuvo que retirarse como instructor–; un cambio en la temperatura del ambiente o el sólo subir unas escaleras pueden provocar la inflamación que apaga la luz.
“La artritis de cualquier forma ahí estaría. Así es y ni modo. Lo que no tendría que estar es el lente [intraocular]”, dice con rabia. Tampoco la rajada ni la placa debajo de ella, que junto con las limitantes son las cicatrices que marcaron el gobierno de Gabino Cué desde el primer evento importante.
“Soy el primero. En Oaxaca se inauguró el uso de balas de goma”. Y si no el uso, sí sus efectos probablemente mortales.
En su momento, el caso de Carlos apenas se mencionó, y ahora está relegado. La averiguación previa se anquilosó y nadie fue señalado como responsable.
El tiempo corrió y a su paso trajo nuevas represiones que, una a una, fueron tapando las demás.
La impunidad no fue el único resultado: los métodos se replicaron en otros estados de la República. El disparo de balas de goma se generalizó, aunque el Ejército Mexicano y las policías siguen conteniendo las manifestaciones a punta de plomo también.
Mauricio Romero, @mauricio_contra
[BLOQUE: ESPECIALES]
[SECCIÓN: A OCHO COLUMNAS]
TUIT: El caso de Carlos Ediel Martínez retrata la peligrosidad de las balas de goma
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