Acapulco, Guerrero. Entre las carencias, la incertidumbre y la perseverancia, se encuentran las viudas y las esposas de los presos del Consejo de Ejidos y Comunidades Opositoras a la Presa la Parota (Cecop) que son juzgados a partir de este 3 de junio, después de 1 año y 5 meses de prisión, tras el enfrentamiento en la madrugada del 7 de enero de 2018 en la Concepción, área rural de Acapulco. Un proceso irregular, atravesado de intereses políticos y económicos.
“Ese día, cuando lo agarraron, todo se dañó. Nomás un tambo de tomate fueron a traer, pero todo lo demás se dañó… Se pudrió el tomate, el chile, los frijoles, los quelites. Todo quedó. Ya no dio ganas de ir a traerlo”, cuenta Hermia, esposa de José Elacio Martínez, uno de los 25 presos del Cecop y cuñada Eusebio Elacio Martínez, quien fue asesinado en el enfrentamiento que tuvo lugar en la madrugada del 7 de enero de 2018 en la Concepción, comunidad rural de Acapulco, Guerrero, México.
Sentada en las escaleras de una casa en la que conversamos, entre el calor húmedo de la costa y el humo de los coches, Hermia refiere, con la respiración a ratos entrecortada, las dificultades por las que pasa su familia y la de su concuñada María Luisa, viuda de Eusebio Elacio. Las carencias, el insomnio, la incertidumbre. Ambas son mamás de seis hijos.
—Mamá, ¿y papá, donde está? –le dice una de sus hijas.
—No está –responde.
—Yo ya lo quiero ver.
—Ya mero va a llegar.
—¿Y no hay un jugo, leche, un yogurt?
—No.
En esta situación se encuentra la mayoría de las viudas y esposas de los presos del Cecop que, desde hace casi 1 año y medio de prisión, están en el penal de Las Cruces, de Acapulco, a la espera de la Audiencia que se retrasó al 3 de junio. La fiscalía del estado pide 135 años para cada uno de ellos por cargos de homicidio de seis personas. En cambio, las investigaciones judiciales sobre los que perpetraron las ejecuciones extrajudiciales de miembros del Cecop (dos muertos en enfrentamiento, y tres a manos de entidades policiales) están en blanco.
Es un proceso, refiere Vidulfo Rosales Sierra, abogado del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan que acompaña el caso, “viciado desde sus inicios” y que se tiene que analizar a la luz de una estrategia deliberada por parte del Estado, de provocar violencia, dividir, romper el tejido comunitario y desmantelar al movimiento que por 16 años se opuso y acabó descarrilando el proyecto hidroeléctrico La Parota; y así después, “una vez que el Cecop esté debilitado y desarticulada la organización imponer la obra hidroeléctrica”, cuya construcción en el río Papagayo, según informes socioambientales como los presentados en la Asamblea Nacional de Afectados Ambientales, inundaría más de 14 mil hectáreas, 13 poblados y desplazaría a unas 20 mil personas.
En este contexto, la polarización y la violencia entre los intereses de un empresario gravillero que explota el río Papagayo, Humberto Marín, y los miembros del Cecop fue creciendo. Para impedir las actividades extractivas en los bienes comunales de Cacahuatepec se organizó una policía comunitaria afiliada como Casa de Enlace de Cacahuatepec a la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC-PC) con sede en San Luis Acatlán. Con el objetivo de hacerles frente, según refiere don Mario, integrante del Cecop, el gravillero Humberto Marín, “fue pagando a su gente para que hicieran la guerra, con la complicidad del gobierno del estado” y fueron ingresando sicarios de delincuencia organizada en las comunidades.
En la madrugada del 7 de enero de 2018, se dio un enfrentamiento entre un grupo de civiles armados afines a Humberto Marín y la policía comunitaria. En el enfrentamiento murieron seis de los civiles vinculados al empresario gravillero y dos integrantes de la Policía Comunitaria. Horas después, cuando las partes ya estaban llegando a un acuerdo para que cada bando pudiera ir a recoger sus muertos y los familiares y vecinos del Cecop bajaban a la comunidad de la Concepción a ver qué había sucedido, irrumpió un operativo conjunto de policía estatal, ministerial y federal.
—A mí me avisaron temprano. Nomás me dijeron que le habían dado y nos fuimos con mi hija la más grande para allá. Allá me dijeron que estaba muerto… Y ya después pues llegaron esos policías –cuenta con un hilo de voz María Luisa, desde la comunidad de Huamuchito, rodeada de sus hijos, mientras cae la tarde–. Por la balacera, nos metimos en una casa, echaron la puerta abajo, nos golpearon, a mí y a mi hija. A Ulises [uno de los muertos en la madrugada] lo tenían en un sillón y lo patearon; decían que se hacía el muerto, y el señor estaba muerto pues no estaba vivo. Nos dijeron cosas bien feas, obscenas… Nos dijeron: “Venimos por todos; a matarlos”. El comisario de la Consejería, él es el que los mandó traer para que mataran a todos.
En ese operativo, integrado por más de 100 elementos de la policía, según informes periodísticos y de organizaciones locales, fueron ejecutadas extrajudicialmente tres personas y detenidas 35, a las que, según la investigaciones de la defensa, se les imputaron en un primer momento cargos de narcomenudeo para “poder atestiguar la flagrancia ante el juez de control,” y operar la detención arbitraria.
Según refiere Vidulfo Rosales, en el camino a la Fiscalía, muchos de estos detenidos fueron torturados: “Lesiones en la cara, golpes, a algunos les quemaron la piel con cigarros, les amenazaron con violarlos sexualmente”.
Agrega que en estas torturas participaron elementos de las Policías Estatal, Ministerial y Federal. “Siete horas después de su detención, a las 7 de la tarde, los detenidos fueron puestos a disposición del Ministerio Público; allí, los tres médicos, el médico de la policía ministerial, el médico del ministerio publico y el médico del penal atestiguaron lesiones, y se les hizo, de manera ilícita –sin presencia de abogados– una de las pruebas principales con las que se acusa al Cecop, la del rodizonato de sodio, queriendo probar que dispararon un arma de fuego”.
Además de los informes médicos oficiales, la defensa realizó otro peritaje independiente en materia de tortura. Y el médico inglés Jason Payne-James concluyó que hubo tratos crueles inhumanos y degradantes equiparables a tortura. Ésta es una práctica sistemática en la integración de expedientes judiciales controvertidos en México, según se ha mostrado en otros casos como el de Ayotzinapa, en el que el Alto Comisionado de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) concluyó que 34 detenidos habían sido torturados, tal y como se documenta en el Informe alternativo de las organizaciones de la sociedad civil de México ante el Comité contra la Tortura de la ONU.
Veinticinco de las personas campesinas detenidas arbitrariamente en la mañana del 7 de enero de 2018 son las que enfrentan, en la audiencia que inicia el 3 de junio en el Juzgado de Control y Enjuiciamiento Penal, la demanda por parte de la Fiscalía de 135 años de prisión.
Habiendo desechado el juez de control en una audiencia previa, la prueba del rodizonato de sodio, que una perito colombiana presentada por la defensa mostró como anacrónica e imprecisa, los principales elementos probatorios, tanto de la acusación como de la defensa en el juicio, recaerán en los testimonios de los testigos.
Esto incrementa la presión y el estrés que sufren las viudas de los asesinados y las parejas y las esposas de los presos. Ante la falta de otras pruebas, sus palabras y sus gestos serán esenciales en el juicio.
Mientras tanto, continúan sobreviviendo. Algunas dicen no tener miedo, otras han sido desplazadas de sus casas por amenazas a ellas y a sus hijos y se han ido a vivir a casas de familiares. En una cultura en la que los hombres salen a trabajar el campo y las mujeres, casadas por lo general a los 14 o 15 años, quedan en la casa al cuidado del hogar, la crianza y la cocina, muchas de ellas carecían de experiencia laboral fuera de casa. Ahora, urgidas por las circunstancias, trabajan tres turnos al día sin que puedan cubrir lo indispensable.
“Pues me pongo los sábados y 3 días a la semana, a vender tamalitos; a veces vendo, a veces no vendo. Le meto 200 pesos y saco 60, y a veces me va peor… Y de pensar nada más, despierto. Veo mis hijos, cuando están dormidos y pienso: ‘Pues cuándo va a llegar su papá; cómo le voy a hacer”. Ya quisiera que saliera ya, no tengo dinero… como le hago…”, dice Antonia, quien va del llanto a la risa, según recuerde la angustia presente o los momentos bellos del pasado.
Para ella, las visitas al penal son un lujo. El trayecto desde su comunidad al Penal de las Cruces, donde está su esposo, José Francisco Flores, supone 100 pesos de pasaje por persona, así que apenas va cada tres semanas. “A veces mis hijos me dicen: ‘Mamá, nosotros queremos ir a visitar a nuestro papá’. Y una dice: ‘¡Ay, mami, si yo tengo [dinero], los voy a llevar’.
“A veces, aunque sea pidiendo dinerito prestao, los llevo de uno en uno; pero cuando no tengo, más bien no se puede. A veces digo: ‘Aunque sea que me hablara’, pero ¿de dónde?, no alcanzamos ni para el celular…”, cuenta mientras se truena los nudillos.
“Mis papás me animan: ‘Hija, no te des por vencida’. Saben que mi esposo es buena gente, un hombre tranquilo y trabajador, aunque sea en nuestra milpa en un pedacito de tierra … Cuando salga va a ser todavía mejor, vamos a seguir la vida, porque somos criollos de la Concepción. Vamos a seguir ahí, siento que hasta el día que Dios me mande llamar.”
Inés Giménez Delgado
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