Thierry Meyssan/Red Voltaire
Damasco, Siria. La firma del acuerdo sobre el Programa Nuclear Iraní el 24 de noviembre de 2013 en Ginebra, Suiza, ha sido saludada en el mundo entero –excepto Israel– como el fin de un quid pro quo. Todos los firmantes han tratado de convencer de que, sin los pronunciamientos excesivos del expresidente Mahmud Ahmadineyad, las partes hubiesen podido llegar mucho antes al actual arreglo.
Es decir que se destruyó el comercio internacional de Irán y se estuvo al borde de la guerra sólo ¡porque las partes no se habían notado que estaban de acuerdo!
La realidad, por supuesto, es muy diferente. Los occidentales mantuvieron sus exigencias, pero Irán sí renunció a las suyas. Es cierto que el texto firmado en Ginebra es de carácter transitorio, pero Irán renuncia a la construcción de la central de Arak, a su uranio ya enriquecido al 20 por ciento y a la técnica de enriquecimiento.
En 2005, la elección del presidente Ahmadineyad dio un nuevo impulso a la Revolución iniciada por el ayatolá Jomeini. Contrariamente a sus predecesores, los presidentes Rafsanyaní (1989-1997) y Jatamí (1997-2005), Ahmadineyad no sólo favorecía una política de independencia nacional, sino que era un antiimperialista de la estirpe del pensador de la Revolución iraní, Alí Shariatí. En pocos años, Ahmadineyad convirtió a Irán en una potencia científica e industrial. Desarrolló la investigación nuclear con vista a la creación de un tipo de central adaptado a las posibilidades del tercer mundo y que fuese capaz de aportar a la humanidad la verdadera independencia energética, liberándola del uso del carbón, del gas y del petróleo.
Jamás se destacará lo suficiente la oposición entre los partidos iraníes. Rafsanyaní y Jatamí son clérigos. Ahmadineyad es un guardián de la Revolución. Durante la agresión iraquí fueron los guardianes de la Revolución quienes salvaron el país, arriesgando para ello sus vidas, mientras que los clérigos recurrían a todo tipo de trucos para evitar que sus propios hijos tuviesen que ir a la guerra. La clase clerical dispone de bienes inmensos: el propio Rafsanyaní es el hombre más rico de Irán, mientras que los guardianes de la Revolución son gente de pueblo y practican un modo de vida realmente espartano. Occidente no se equivocó durante 8 años al ver en Ahmadineyad un adversario. Lo que verdaderamente nunca correspondió a la realidad fue el calificativo de Hombre de los Mulás que se le aplicaba en Occidente a ese líder, tan místico como anticlerical.
En respuesta a las aspiraciones revolucionarias de Ahmadineyad, los occidentales comenzaron a sembrar la duda sobre la naturaleza del programa nuclear iraní y utilizaron a la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para prohibir que Irán enriqueciera su propio uranio, del que tiene gigantescas reservas. Impedían así que utilizara sus propios recursos naturales y lo obligaban a la vez a vender ese precioso mineral a bajo precio. Impusieron, tanto en el Consejo de Seguridad de la ONU como de manera unilateral, una serie de sanciones sin precedente histórico para estrangular así la República Islámica. Iniciaron además una campaña de propaganda que presentaba a Ahmadineyad como un “loco peligroso”. Y finalmente organizaron, en 2009 y con la colaboración de Rafsanyaní y de Jatamí, un intento de revolución de color.
Todos recordamos aún la falsa traducción de un discurso de Ahmadineyad que trataba de hacer creer que el entonces presidente iraní quería exterminar a los israelíes. La agencia Reuters afirmó, incluso, que había dicho que había que “borrar Israel del mapa”. Muchos recuerdan también la manipulación occidental sobre el verdadero sentido del Congreso sobre el Holocausto realizado en Teherán, encuentro que tenía como objetivo mostrar que los occidentales han destruido la espiritualidad de sus propias sociedades y que la han reemplazado por una especie de nueva religión que gira alrededor de ese hecho histórico. La manipulación occidental consistía en hacer creer que, a pesar de la presencia de varios rabinos en aquel congreso, se trataba de una celebración del negacionismo. Y ni siquiera entraremos a mencionar aquí las múltiples afirmaciones de que Ahmadineyad discriminaba a los judíos.
El equipo de trabajo de Rouhaní representa simultáneamente los intereses de los clérigos y los de la burguesía de Teherán y de Isfahán. Su objetivo es la prosperidad económica y no le interesa la lucha antiimperialista. La promesa de levantamiento progresivo de las sanciones le permite alcanzar un vasto respaldo popular en la medida en que los iraníes ven –por el momento– el acuerdo como una victoria que debe garantizarles un aumento de su nivel de vida.
Los occidentales, mientras tanto, siguen en pos del mismo objetivo. El plan de ataque del expresidente George W Bush preveía destruir Afganistán, destruir después Irak y, posteriormente, destruir de forma simultánea Libia y Siria (a través del Líbano) así como la destrucción, también simultánea, de Sudán y Somalia, antes de terminar en Irán. Desde el punto de vista de los occidentales, las sanciones impuestas a Teherán con un pretexto más que dudoso eran simplemente un medio para debilitar al país. Para ellos, la rendición del jeque Rouhaní es comparable a la de Muamar el Gadafi, ya que el nuevo presidente de Irán abandona el programa nuclear y se somete a todas las exigencias de Washington con tal de evitar la guerra. Pero, al igual que en el caso de Gadafi, estas concesiones de Rouhaní serán utilizadas más tarde contra su país.
Muamar el Gadafi creyó erróneamente que el belicismo estadunidense en su contra se debía a sus convicciones políticas. Pero el único factor que determinó la decisión de George W Bush fue de orden geopolítico. En 2010, Libia se había convertido en un aliado de Washington en el marco de la “guerra contra el terrorismo” e incluso había abierto su mercado interno a las trasnacionales estadunidenses. Pero eso no impidió que la Jamahiriya fuera calificada de “dictadura” ni que fuese finalmente arrasada por los bombardeos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte. De la misma manera, convertirse ahora en aliado de Estados Unidos no pondrá a Irán al abrigo de la guerra.
Durante los próximos 4 años Irán abandonará el sueño de Shariati y de Jomeini para concentrarse en sus intereses estatales. Se apartará del mundo árabe para dedicarse a hacer negocios con los Estados miembros de la Organización de Cooperación Económica (Turquía, Irán y los demás países de Asia central). Reducirá paulatinamente su respaldo militar y financiero a Siria, al Hezbolá y a la causa palestina. Y cuando Teherán haya disuelto por sí mismo su línea exterior de defensa, Washington entrará de nuevo en conflicto con Irán.
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