Marcelo Colussi*/Prensa Latina
“Defiendo la construcción del Estado como uno de los asuntos de mayor importancia para la comunidad mundial, dado que los Estados débiles o fracasados causan buena parte de los problemas más graves a los que se enfrenta el mundo: la pobreza, el sida, las drogas o el terrorismo”. Esta idea jamás podríamos asociarla al pensamiento neoliberal, que se caracteriza por una apología de la libre empresa y de la reducción del Estado.
Pero curiosamente es lo que dice Francis Fukuyama en su libro Construcción del Estado: gobierno y orden mundial en el siglo XXI, del 2004.
Funcionario del gobierno estadunidense, Fukuyama se hizo famoso cuando en 1992 (acompañando la desintegración de la Unión Soviética y la caída del campo socialista de Europa del Este) pronunció el grito triunfal en su libro El fin de la historia y el último hombre: “la historia ha terminado”.
Pero, en realidad, lo dicho por él ni es un pensamiento profundo ni encierra verdad alguna. La historia no había terminado. ¿A quién se le podría ocurrir tamaño dislate? Es más que obvio que se trata de una visceral manifestación ideológica, un grito de fanático atolondrado más que una serena reflexión de un acendrado académico.
A inicios de la década de 1990, caído el muro de Berlín y derrumbado el campo socialista europeo, el capitalismo se sintió exultante, triunfal. Todo parecía indicar que la economía planificada no llevaba a ningún lado, y que el mercado se imponía como modelo único e inevitable. Coadyuvaba a esta visión la idea de democracias parlamentarias más “civilizadas”, con más respuestas a los problemas sociales que las “dictaduras” del proletariado de partido único.
La misma población rumana, por ejemplo, se encargó de fusilar a un Ceaucescu con la misma saña que lo hicieran anteriormente los italianos con Mussolini. La derrota del experimento socialista, al menos la “presentada” por la prensa capitalista, parecía total.
Fue tan grande el golpe –y, en buena medida, el golpe mediático que el capital supo implementar al respecto– que el discurso dominante inundó toda la discusión. La izquierda misma quedó perpleja, sin argumentos. Parecía cierto que la historia nos dejaba sin respuesta. Pero la historia no había terminado. ¿Puede terminar acaso? ¿De dónde saldría esa monumental tontería?
El término “globalización” se adueñó de los espacios mediáticos y el ámbito académico, pasando a ser sinónimo de progreso, proceso irreversible, triunfo del capital sobre el “anticuado” comunismo que moría. Y nos lo hicieron creer. La siempre mal definida globalización pasó a ser el nuevo dios y, según se nos dijo –Fukuyama fue uno de sus principales difusores–, ésta traería desarrollo y prosperidad para todo el planeta. La historia había terminado (mejor dicho: el socialismo había terminado), y el término que lo expresaba con “elegancia” –por no decir con refinado sadismo– era globalización. No se podía estar contra ella.
Levantar los “viejos”, “anticuados”, “antediluvianos” planteos del socialismo, del “defenestrado” marxismo, condenaba al ostracismo. Eran sólo quimeras de nostálgicos trasnochados. Ése fue el discurso dominante que buena parte de la izquierda terminó aceptando.
A tal grado que, en muy buena medida, esa izquierda fue cooptada por la ideología del posibilismo, de la resignación. De ahí que, ante tanto golpe recibido, algunos años después la aparición de izquierdas (encabezadas en muy buena medida por Hugo Chávez en Venezuela con la propuesta de un renovado socialismo del siglo XXI –nunca definido hasta hoy– encendieran tantas esperanzas.
Para la década de 1990 del pasado siglo, el optimismo triunfalista del neoliberalismo en boga campeaba sobre el mundo. Después de las “fracasadas” experiencias socialistas –habría que discutir más eso del “fracaso”– o, mejor dicho, después de la presentación mediática, que hacía al capitalismo victorioso de los acontecimientos que marcan estos años, no parecía quedar mayor espacio para las alternativas.
Con fuerza irrefrenable, las políticas neoliberales barrieron el planeta. Según nos aseguraban sus mentores, por fuerza traerían la paz y la felicidad. Se quitaban así del medio, de un plumazo, los inconmensurables logros derivados de todas esas experiencias socialistas, en cualquiera de sus expresiones: en la Rusia bolchevique, en la China con Mao Tse Tung, en la Cuba revolucionaria, en Vietnam, en la Nicaragua sandinista.
En todas esas experiencias, no hay que olvidarlo nunca, se terminó con el hambre, con la desnutrición crónica, con el analfabetismo, con la exclusión de los por siempre excluidos. En todas esas experiencias –no hay que olvidarlo jamás– el poder popular fue un hecho, las mujeres mejoraron sustancialmente su condición de eternas oprimidas, no hubo niños de la calle, el deporte y la cultura pasaron a ser política de Estado, y los logros científicos (Premios Nobel a granel) brillaron rutilantes.
Ningún país que fue intervenido con planes neoliberales (léase: capitalismo despiadado sin anestesia) logró algo de esto; por el contrario, en todos ellos (tanto en el opulento primer mundo como entre los pobres del Sur) creció alarmantemente la pobreza, aunque hubiera supermercados abarrotados de productos maquilados en el Tercer Mundo.
Pero hoy, 2 décadas y media después del grito de guerra proferido por Fukuyama y respaldado por el “No hay alternativas” de la dama de hierro, Margaret Tatcher, la realidad nos muestra una cara bastante distinta a la paz y felicidad planetarias. El capitalismo creció, sin duda, pero a condición de seguir generando más pobreza y devastando el planeta. La riqueza se reparte cada vez en forma más desigual, con lo que puede decirse que, si algo creció, es la injusticia. Y las guerras no sólo no han desaparecido sino que pasaron a ser un elemento vital en la economía global.
De hecho, en la dinámica de la principal potencia –Estados Unidos– son su verdadero motor: ocupan alrededor de un cuarto de todo su potencial y definen su estrategia política, tanto en el plano interno como internacional.
Por tanto: la historia no había terminado. ¿Podemos quedar impasibles ante tamaña estupidez intelectual? ¿No debemos reaccionar ante la fanfarronería académica y levantar nuestra voz? La historia sigue, y aunque la escriban quienes la ganan, ahí está devorando seres humanos, cambiando, transformándose continuamente, haciéndonos ver que, junto a la “oficial”, hay otra historia: la verdadera.
Después de algunos primeros años de impactante conmoción, tanto el campo popular como el análisis objetivo de los hechos fue emergiendo del estado de shock, y se hizo evidente que el momento de euforia de los grandes capitales era un triunfo coyuntural, pero no más que eso: un triunfo puntual (una batalla) en una larga historia que sigue su curso. ¿Por qué iba a terminar la historia?
“Siéntate al lado del río a ver pasar el cadáver de tu enemigo”, señaló hace 2 mil 500 años el sabio chino Sun Tzu en el Arte de la Guerra. Al parecer, él entendió mejor el sentido de la historia que ese moderno oriental americanizado, Fukuyama. La historia no termina.
Tras los desastres que ocasionó el retiro del Estado en la dinámica económico-social de tantos países –siguiendo las recetas impuestas, por supuesto de los organismos financieros internacionales de Bretton Woods (Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial)–, en esta ola neoliberal absoluta también hay gente pensante que reacciona. Este desastre –con éxodos imparables de inmigrantes desde el Sur hacia el Norte, niveles de violencia creciente y brotes desesperados de terrorismo– torna el mundo cada vez más problemático, más invivible. Y ahí aparece nuevamente Francis Fukuyama.
En realidad en el libro de 2004 citado inicialmente, Fukuyama no se desdice radicalmente de lo dicho años atrás, pero lo matiza, lo cual, en otros términos, no es sino expresión de una inconsistencia intelectual enorme. Un grito de guerra no es teoría. Y lo que años atrás se nos presentó como formulación seria y sesuda –que la historia había terminado– no pasa del nivel de pasquín barato de pueblito de provincia, mal redactado y peor pensado.
No hay en juego ningún concepto riguroso: sólo fanfarronería ideológica. Si luego Fukuyama debió apelar a esta revalorización del papel del Estado es lisa y llanamente porque la historia le demostró la inconsistencia del show propagandístico lanzado años atrás.
Además, pone el acento en el Estado, y no en las relaciones estructurales que en él se expresan. El problema no consiste en si el Estado debe ser fuerte o débil: el problema sigue siendo las luchas de clases, la estructura real de la sociedad, de la cual el Estado es expresión. ¿Acaso terminaron las luchas de clases? Si así fuera, ¿por qué los centros de poder siguen almacenando armas y denostando al marxismo como su peor enemigo?
La historia no ha terminado porque la matriz misma del ser humano es eso: la historia, el devenir, el fluir. Ser y tiempo (historia), dijo Heiddeger. “No podemos bañarnos dos veces en un mismo río”, sentenció Heráclito de Efeso hace 2 milenios y medio en la Grecia clásica. No se equivocaba: la historia pasa, fluye, no se detiene.
El capitalismo –exultante, victorioso, lleno de glamour y de gloria en la actualidad, pero que hace agua por doquier– es solo un momento de esa historia. Nada es eterno. Sí hay alternativas, habría que responder. En tanto haya injusticias, habrá quien levante la voz y se oponga a ellas, aunque hoy día se amarre la protesta, se criminalice y se intente reemplazarla por espejitos de colores. Esa lucha interminable es nuestra historia como especie.
Marcelo Colussi*/Prensa Latina
*Catedrático universitario, politólogo y articulista argentino
[BLOQUE: ANÁLISIS][SECCIÓN: INTERNACIONAL]
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