Hace un par de meses, después de conocer el recorte al presupuesto destinado a cultura para 2019, el actor Daniel Giménez Cacho declaró que, para el nuevo presidente de México, la cultura no era una prioridad, porque no es una actividad de su vida ni la entiende. A 3 meses de iniciada la nueva administración federal, lo mismo se puede decir para el caso de la ciencia: el presidente López Obrador no la entiende, ni forma parte de su vida.
En los hechos, el presidente López Obrador se ha mostrado como un personaje profundamente anticientífico, con una visión medieval del mundo. Podemos citar tres ejemplos recientes para ilustrar lo anterior: 1) A inicios de su sexenio, en lugar de admitir las posibles afectaciones del proyecto Tren Maya, y en vez de aceptar la necesidad de realizar estudios técnicos de impacto ambiental para determinar su factibilidad, López Obrador se dedicó a descalificar a los académicos que, basados en su conocimiento y experiencia, han cuestionado dicha obra; en cambio, el presidente acudió al sureste de México a realizar un ritual para pedir permiso a la Madre Tierra (sic) para construir el polémico tren que atravesará gran parte del sureste de México, incluyendo la Reserva de la Biósfera de Calakmul. 2) Recientemente, en una visita a Tamazula, Durango, el presidente informó en su discurso en esa ciudad que, de manera precavida, había mandado a hacer “una limpia” a la silla presidencial, la cual, según Emiliano Zapata, estaba embrujada. 3) Continuamente, en sus conferencias matutinas, López Obrador ha citado en reiteradas ocasiones la Biblia, uno de los libros más citados por aquellos que se niegan a aceptar las evidencias científicas en torno al origen de la vida y la evolución biológica.
Practicada de manera personal, toda convicción y creencia es válida mientras no transgreda la libertad de otros; de hecho, el artículo 24 de nuestra Constitución Política garantiza la libertad de credo. Sin embargo, el presidente olvida que él, como hombre de Estado, ya no se pertenece a sí mismo –según sus mismas palabras–, al menos al realizar su labor pública. En fin, el punto importante es que tal parece que la ciencia no es parte importante en la vida del político tabasqueño, más acostumbrado a las supersticiones que a la búsqueda del conocimiento objetivo de la realidad. Se podrá argumentar que no es forzoso que el presidente sepa de cuestiones científicas, y que para definir la política en dicho sector están sus colaboradores, quienes sí son verdaderos especialistas en el tema –argumento que puede ser cierto–. Sin embargo, podemos ver que aún en el grupo encargado de dirigir la política científica sexenal parece haber prejuicios y concepciones erróneas.
Recientemente, la directora del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), María Elena Álvarez-Buylla, acudió a una entrevista al noticiero Aristegui Noticias. Ahí, entre otras cosas, habló de los ejes que regirán las acciones del organismo de marras. No es mi intención discutir tales ejes, solamente resaltar el concepto de la ciencia que la directora de Conacyt parece enarbolar. Ella mencionó: 1) Que se dará apoyo a la ciencia de frontera para resolver los problemas nacionales, y que para esto se impulsará especialmente la ciencia aplicada; 2) se coordinará la propuesta de proyectos para que converjan en los “programas nacionales estratégicos enraizados en las necesidades prioritarias del país”. Las convocatorias se enfocarán en “demandas específicas”.
Las declaraciones de Álvarez-Buylla, a mi entender, son una defensa velada del concepto utilitarista de la ciencia –aquella que valora a la misma por sus aplicaciones prácticas–. Dicha concepción actualmente domina no sólo entre la élite gobernante, sino –como ahora podemos ver– también entre la élite científica. La perniciosa separación entre ciencia básica y ciencia aplicada ha retrasado aún más el desarrollo de la ciencia en México, porque niega el hecho de que su valor como actividad humana está en que, mediante métodos rigurosos y replicables, es la mejor manera de generar conocimiento, y que dicho conocimiento por sí mismo vale la pena –independientemente de si tiene o no aplicaciones, al menos en lo inmediato– porque eleva el nivel cultural de la sociedad, procurando el desarrollo pleno y consciente de las personas.
Espero que en un futuro cercano se reconsidere la política científica de la administración de López Obrador, de manera que no se vea a la ciencia solamente como una fábrica de soluciones, sino como un medio para elevar la cultura de nuestra sociedad. De lo contrario, poca diferencia habrá entre la ciencia de los sexenios neoliberales y la ciencia de la autodenominada “Cuarta Transformación”.
Omar Suárez García*
*Biólogo y ornitólogo; doctorante en el Centro Interdisciplinario de Investigación para el Desarrollo Integral Regional (Unidad Oaxaca) del Instituto Politécnico Nacional
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