Luis Manuel Arce*/Prensa Latina
[fullwidth style=”parallax” fullwidth=”no” background_color=”” background_image=”https://contralinea.com.mx/wp-content/uploads/2015/11/tercera-guerra-plx.jpg” background_repeat=”no-repeat” background_position=”left top” mesh_overlay=”no” border_width=”1px” border_color=”” padding_top=”20″ padding_bottom=”300″ padding_left=”20″ padding_right=”20″ text_align=”” text_color=””]
Las acciones criminales de una serie de organizaciones terroristas, entre las que destaca el mal denominado Estado Islámico, vuelven a poner en la mesa de discusión el tema de una tercera guerra mundial.
El caso involucra conceptos religiosos y políticos, y en ambos hay una base común económica y de geopolítica aparentemente ambigua por las deformaciones ideológicas que sepultan lo que verdaderamente está ocurriendo en todo el mundo y no solamente en Siria, Irak, Afganistán y otros países.
Después de acciones terroristas como las del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, la voladura de trenes de cercanía en España, los descomunales hechos de París, Francia, guerras como las de Oriente Medio, ataques impunes, groseros y criminales de Israel contra territorio palestino, conspiraciones con violencia sangrienta en Venezuela, amenazas similares en Ecuador y Brasil, hay que preguntarse si la Segunda Guerra Mundial concluyó con la toma de Berlín, Alemania, en abril de 1945 y la firma de la capitulación nazi en Karlshorst el 9 de mayo ante la presencia del general Gueorgui Zhúkov, comandante en jefe de las tropas soviéticas en Alemania, quien desarmó totalmente a la Wehrmacht (Ejército, Marina de Guerra, Fuerza Aérea del Partido Nazi).
Hubo un cambio en la dinámica de la conflagración que giró a una segunda etapa conocida ulteriormente como Guerra Fría, por desarrollarse dentro de un ámbito de paz relativa y bajo conceptos políticos e ideológicos diferentes, pero en el fondo seguía siendo una guerra caliente por las intenciones de sus promotores de dominar el mundo.
Un ejemplo extremo de que no era una guerra fría es la Crisis de Octubre en Cuba, o Crisis de los Cohetes, como se conoce en el exterior, que puso al planeta al borde del holocausto nuclear por esa política de dominación mundial de Estados Unidos.
Su máxima expresión fue el acelerado desarrollo de la carrera armamentista con la creación del complejo militar industrial, un sector empresarial bélico que estimuló como nunca antes la más sofisticada tecnología para medios de destrucción en masa, el desborde nuclear que ha mantenido en vilo a la humanidad, la proliferación de guerras denominadas de baja intensidad y la permanencia de grandes y complejas conspiraciones políticas y militares en cualquier lugar del mundo.
Tomando en cuenta esos y otros muchos aspectos, la Segunda Guerra habría continuado durante largos años después de la capitulación alemana, y pareció concluir con la desintegración de la Unión Soviética y el campo socialista europeo, y la caída del Muro de Berlín, hecho simbólico que marcó la autoproclamación de “victoria final” que Occidente no pudo facturar en mayo de 1945 como hubiese querido.
Estimulados por la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y seguros además de que esa “victoria” de Occidente era cierta y duradera, brotaron nuevos conceptos como los aireados por Daniel Bell en su obra El fin de la ideología, y el estudio más profundo y estratégico de Francis Fukuyama: El fin de la historia y el último hombre, que se inscriben dentro de la política de deshistorización del tiempo y el estímulo a la distopía para borrar la memoria histórica, fomentar el desencanto y la indiferencia sobre todo de los jóvenes y estudiantes. Hablar del marxismo y del socialismo o citar los clásicos de esa teoría era como desenfardar una momia egipcia o peruana.
Más pronto que lo imaginado, esos y otros conceptos que brotaron o tomaron fuerza desde los escombros del Muro de Berlín, como la globalización y el mundo unipolar que concedían poder omnímodo a Estados Unidos, fueron sucumbiendo a las nuevas realidades de un mundo peligrosamente sin equilibrio al cual siempre temieron los generales del Pentágono más ecuánimes y realistas.
En una era de dominio absoluto de los combustibles fósiles en las grandes economías como las de Estados Unidos y Europa, y las evidencias científicas de que se trataba de un recurso natural no renovable y en extinción lenta pero segura, el petróleo marcó la política exterior de esas potencias el resto del siglo XX y lo que va de la nueva centuria, las cuales creyeron que sin la URSS en el escenario había llegado la hora de un nuevo reparto del mundo signado por los yacimientos del hidrocarburo.
La Guerra Fría, que se daba por concluida con la derrota del socialismo europeo y la conversión en estados soberanos de las regiones que componían la Unión Soviética, cedió a la guerra caliente en los escenarios más productivos y estratégicos para la Casa Blanca: Irak y Afganistán, cuando ya Vietnam era sólo historia no recordada.
Ambas plazas eran clave en la ruta del oro negro trazada por Washington y Wall Street para los programas de expansión y dominio de Estados Unidos en la región petrolera más explorada y explotada del mundo, y servirían de base para una geoestrategia militar y política que afectaría a todos los países del área y garantizaría un nuevo cerco en las fronteras orientales de Rusia y sus aliados en los Estados independientes.
Las fuerzas más reaccionarias y retrógradas en Oriente Medio y África fueron reorganizadas y estimuladas en un corto período, como Al Qaeda y ahora el Estado Islámico, lo que permitió crear una matriz terrorista en nombre del Islam, una falacia dirigida a colmar de infamia al mundo musulmán que ha servido de teatro para los más horribles crímenes, mientras se dejaba actuar impunemente a Israel contra los palestinos y se sembraba el odio y la discordia entre los pueblos árabes.
Los acontecimientos en Siria –donde Rusia ha demostrado que la guerra en ese país y su destrucción virtual pudo haberse evitado si las acciones antiterroristas anteriores a su intervención militar hubiesen estado realmente dirigidas a liquidar el conflicto y no a derrocar al gobierno de Bashar al Assad–, han dado un giro de 180 grados a la situación en la región.
Causan indignación las revelaciones de que los convoyes con el petróleo robado por el Estado Islámico a Siria e Irak pasaran impunemente a manos de los buitres de la guerra para comercializarlos a favor de intereses espurios, mientras los presuntos ataques de Estados Unidos y sus aliados a los terroristas mantenían intactas las estructuras de esa organización y su accionar contra el gobierno sirio.
Quizás temiendo lo incierto y riesgoso de basar su economía en un petróleo ajeno e impregnado de pólvora, y sabiendo que sus yacimientos naturales del hidrocarburo estaban exhaustos y su producción de crudo había llegado a su cenit hacía bastante tiempo, Estados Unidos ha cometido la insensatez de extraer sus esquistos bituminosos mediante la técnica del fracking o fracturación, en momentos en que es más angustiante el cambio climático, lo cual demuestra que su economía sigue dependiendo de manera importante del combustible fósil.
Pero la guerra en la ruta del petróleo se mantiene, y los ataques y la agresividad hacia la Revolución Bolivariana es parte de ella, como se demuestra en las revelaciones de Snowden sobre el espionaje a Petróleos de Venezuela.
En ese complejo teatro de acontecimientos, la religión en general, y no solamente el Islam, es uno de sus atrezos importantes y ha sido profundamente afectada mediante una política consciente de deformación de sus valores, una repugnante tergiversación de su misión, y un instrumento para convertir a sectas en el Oriente Medio y África en chivos expiatorios de un mal mayor y mucho más grave, que es la injerencia militar y política, la ocupación de países soberanos por medio de la violencia indiscriminada, criminal y destructora, y la violación a mansalva de todos los derechos de los que debe gozar el ser humano, incluso los de la fe.
Creyentes y no creyentes ahora mismo se cuestionan la sangre que corre a raudales, y la miseria y enfermedades que diezma a los pueblos, o las amenazas del hambre y la guerra que provocan emigraciones constantes desde el Sur periférico hacia la Europa todavía opulenta como un nuevo éxodo de épocas pretéritas, sin que el sacrificio de Jesús en la cruz, ni la expulsión de los mercaderes del templo, pudieran poner fin al caos reinante y a la ambición desmedida que se ha mantenido desde aquellos tiempos hasta nuestros días.
La religión, tanto en su sentido filosófico como evangélico, e incluso en su liturgia, no debería ser vinculada más a la guerra, sea cual fuere la creencia o la tendencia en que se milite.
El dominico Frei Betto decía recientemente sobre el silencio de Dios ante tanta barbarie de los hombres, que Jesús no vino a fundar una religión u otra iglesia, sino a proponernos un nuevo proyecto civilizatorio, basado en el amor y en la justicia: la globalización de la solidaridad, como lo definió el papa Juan Pablo II. En el reino de César pagó con su vida el hecho de anunciar otro reino, “otro mundo posible”, el de Dios. No, como piensan muchos, situado al otro lado de la vida, sino aquí y ahora, y cuyo prototipo encarnó él mismo. Por eso nos enseñó a orar así: “Venga a nosotros tu reino”…
El papa Francisco ha dicho que estamos en la tercera guerra mundial. Muchos también lo creen así.
En las confusiones que generan el descabellado uso de drones para despersonalizar las masacres, los cohetes mortíferos sobre las ciudades árabes-musulmanas, o los bombardeos de Israel en los territorios ocupados y colonizados –que de alguna manera hacen olvidar aquellas ordenadas por los expresidentes Bush padre y Bush hijo en Irak y Afganistán, sin que aún la humanidad ni Dios los hayan juzgado–, y los atentados terroristas en Nueva York, Madrid, París y otras latitudes que no se justifican con nada, la angustia se apodera de la comunidad internacional al pensar que las cosas pueden empeorar.
*Editor de Prensa Latina
[BLOQUE: ANÁLISIS][SECCIÓN: INTERNACIONAL]
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