Zofeen Ebrahim/IPS
Karachi, Pakistán. Han pasado 2 años desde que Quwat Haider, de 24 años, sobrevivió a un atentado en Pakistán, pero al integrante de la perseguida minoría étnica hazara todavía le resulta difícil narrar los hechos que cambiaron su vida.
“No quisiera que mis peores enemigos vivieran lo que yo viví aquel 18 de junio de 2012”, dice a Inter Press Service (IPS) el joven, oriundo de la suroccidental provincia de Baluchistán.
Como todos los días, él, su hermana y tres primos subieron a un autobús a las 07:45 de la mañana, con destino a la Universidad de Informática y Ciencias de la Gestión de Baluchistán, en Quetta, la capital de la provincia.
Justo antes de bajar, un automóvil cargado de explosivos se estrelló contra el autobús.
“Lo único que recuerdo antes de desmayarme es un golpe fuerte en la cabeza al caer sobre el piso. Cuando me recuperé, oí gritos alrededor. La gente se bajaba del autobús, temiendo que explotara. Yo también salí, todavía entumecido”, recuerda Haider.
Sorprendentemente, no resultó herido de gravedad y pudo llevar a su hermana y primos al hospital.
Otros no tuvieron tanta suerte. De los aproximadamente 70 estudiantes hazaras que viajaban en el autobús esa mañana, cuatro murieron en el acto y decenas resultaron gravemente heridos por la explosión.
No era la primera vez que un grupo de hazaras era atacado por su origen étnico, y los expertos temen que no será la última.
Un informe publicado el 30 de junio pasado por la organización de derechos humanos Human Rights Watch, titulado Somos los muertos en vida: los asesinatos de chiítas hazaras en Baluchistán, Pakistán, documenta los ataques sistemáticos que sufrió esa comunidad entre 2010 y principios de 2014.
La organización, con sede en Nueva York, Estados Unidos, registró al menos 450 asesinatos de la minoría chiíta en Pakistán, en 2012, y 400 en 2013. Aproximadamente 25 por ciento de las víctimas en 2012 y casi la mitad en 2013 eran hazaras de Baluchistán, donde viven unos 8 millones de personas, menos de 5 por ciento de los 186 millones de habitantes del país, en su mayoría sunitas.
Los hazaras son un pueblo de rasgos mongoles y de idioma persa que emigraron del centro de Afganistán hace más de 1 siglo. Se calcula que en Pakistán residen entre 300 mil y 400 mil, en su gran mayoría en Quetta.
La organización no gubernamental Minority Support Pakistan señala que los chiítas constituyen aproximadamente el 20 por ciento de la población total, en su mayoría sunita.
La persecución sistemática de los hazaras comenzó en 2008, y con hechos escalofriantes: peregrinos en camino a Irán fueron arrojados de autobuses y asesinados al costado de la carretera; familias enteras murieron tras la explosión de bombas en concurridos mercados o en procesiones religiosas; otros fueron atacados mientras viajaban al trabajo o los centros de estudio, o mientras rezaban en las mezquitas.
Lashkar-e-Jhangvi (LEJ), una proscrita organización extremista sunita, que al parecer goza de fuertes vínculos con la red islamista Al Qaeda y el prohibido movimiento Talibán de Pakistán, reivindicó la mayoría de los hechos de violencia, declarándose enemiga jurada de los “infieles” chiítas.
Una carta que circuló en 2011 en Mariabad, un suburbio de mayoría hazara al Este de Quetta, proclamaba: “Pakistán significa tierra de los puros, y los chiítas no tienen derecho a estar aquí… Nuestra misión es la abolición de esta secta y este pueblo impuros, los chiítas y los chiítas hazaras, en cada ciudad, cada pueblo, cada rincón” del país.
La organización protagonizó una serie interminable de atentados, entre ellos dos en enero y febrero de 2013, que mataron a unas 180 personas.
El primero, el 10 de enero, que consistió en dos explosiones de bomba, segó la vida de 96 personas en un club de billar y lesionó a 150 más.
Esto generó protestas en todo el país en solidaridad con las familias de Quetta que se negaron a enterrar a sus muertos. Tres días después, el gobierno nacional suspendió la autoridad provincial e impuso el poder federal en Baluchistán.
Apenas 5 semanas después de la masacre, el 17 de febrero, un coche bomba explotó en un mercado de verduras en el vecindario hazara de Quetta, donde murieron 84 personas y 160 quedaron lesionadas.
Defensores de los derechos humanos sostienen que la respuesta del gobierno con cada asesinato es la misma: las declaraciones de los funcionarios son las adecuadas, pero no arrestan a nadie ni responsabilizan a los culpables.
Zohra Yusuf, presidenta de la independiente Comisión de Derechos Humanos de Pakistán, que participó en una misión de investigación en Quetta en mayo de 2012, está decepcionada con el gobierno.
“Les planteamos el tema al entonces gobernador y secretario en jefe (del estado) y ambos reconocieron la persecución. Pero no tenían respuestas de por qué no se adoptaron medidas contra LEJ, que en casi todos los casos reivindicó los atentados”, señala a IPS.
Mientras, se agrava la situación de los hazaras.
“No hay una ruta, viaje de compras, ida a la escuela o al trabajo que sean seguros para los hazaras. La incapacidad del gobierno para ponerle fin a estos ataques es tan escandalosa como inaceptable”, exclama Brad Adams, director para Asia de Human Rights Watch.
La Comisión de Derechos Humanos calcula que 30 mil hazaras huyeron de Pakistán en el último lustro, lo que fomenta el tráfico de personas. En su desesperación, los hazaras pagan cuantiosas sumas de dinero para que agentes les faciliten el viaje a Australia y Europa, por peligrosas vías marítimas sin ninguna garantía de seguridad.
Quetta, antaño una ciudad pacífica, está repleta de soldados y puestos de control. Más de 1 mil militares del Cuerpo Fronterizo de Baluchistán, organizados en 27 pelotones, patrullan las calles junto a la policía.
Este nivel de seguridad hace que la continua persecución de la comunidad hazara sea aún más “terrible”, afirma Ambreen Agha, un asistente de investigación del Instituto para la Gestión de Conflictos, de Nueva Delhi, ya que sucede “en las propias narices del ejército pakistaní”.
Para hazaras como el sobreviviente Haider, su “hogar” se transformó en un lugar violento y peligroso. “No hay lugar en Pakistán que sea seguro para mí”, asegura. Pero a diferencia de su hermano, que abandonó el país en 2010, él no piensa irse. “Sólo somos mi hermana y yo aquí. ¿Quién cuidará de nuestros padres si me voy?”, se pregunta.
Zofeen Ebrahim/IPS
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