El primer cártel moderno del narcotráfico mexicano estuvo organizado por el propio Estado. Los archivos de las policías políticas, hoy bajo resguardo del Archivo General de la Nación, dan cuenta de cómo los líderes históricos del trasiego de drogas, Miguel Ángel Félix Gallardo, Rafael Caro Quintero y Ernesto Fonseca Carrillo, contaban con charolas que los acreditaban como integrantes de la Dirección Federal de Seguridad (DFS).
Varias investigaciones periodísticas e históricas dan cuenta de cómo el Cártel de Guadalajara (aquel que diera origen al de Sinaloa y prácticamente a todas las expresiones delincuenciales de este tipo asentadas en el Occidente de la República) actuaba en complicidad apenas disimulada con los agentes civiles y militares que tendrían que combatirlos. Similar origen tuvo el Cártel del Golfo (que, a su vez, daría lugar a otras expresiones del narcotráfico al Este del país).
Una de las primeras investigaciones que, apoyada en documentos oficiales, demostró claramente esta asociación fue la del periodista Jorge Luis Sierra Guzmán, titulada El enemigo interno. Contrainsurgencia y Fuerzas Armadas en México (editada en 2003 por el Centro de Estudios Estratégicos de América del Norte, la Universidad Iberoamericana y la editorial Plaza y Valdés). El texto documenta incluso la utilización de pistoleros del narcotráfico para hacer labores de contrainsurgencia contra la guerrilla que operaba en los estados del Pacífico.
Por definición, la delincuencia organizada sólo puede existir cuando cuenta con la protección, la complicidad y/o la participación directa de autoridades. Es decir, cuando algún actor en posición de poder legal utiliza sus recursos para facilitar las actividades ilegales e ilícitas.
México no podría haberse convertido en la capital mundial del narcotráfico si las organizaciones criminales asentadas en el territorio nacional no contaran con la protección y la complicidad de autoridades. ¿De qué tipo de autoridades? De todas: de los tres Poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) y de los tres niveles (federal, estatal y municipal). La capacidad de maniobra alcanzada por los narcotraficantes sólo puede explicarse a partir de una amplia red de complicidades que trascienden los niveles municipales e, incluso, estatales. Los volúmenes de droga trasegada sólo pudieron alcanzarse con la anuencia de autoridades federales.
Andrés Manuel López Obrador ha dicho que acabará la corrupción. Es la principal promesa. Y es también el eje sobre lo que descansa todo lo demás. Dice que sin corrupción y con un gobierno austero habrá dinero para los programas sociales, productivos y de infraestructura que emprenderá. También ha mencionado que no se trata de ir por el policía corrupto o el síndico o presidente municipal deshonesto. Como le gusta decir, limpiará el país de corrupción como se barren las escaleras: de arriba abajo.
Si es cierto que, de ahora en adelante, no tolerará de funcionarios de cualquier nivel una conducta corrupta, por pura lógica esperaríamos ver entonces una verdadera lucha contra el crimen organizado y no la simulación de los últimos sexenios. Ahora sí esperaríamos que se les pegue a los cárteles en sus finanzas y que se les dificulte trasegar droga con rumbo a Estados Unidos. También significa que policías ya no estén bajo órdenes de estas organizaciones ni les den aviso. Es decir, los golpes no serían tanto a las pandillas, células y sicarios, que son los últimos eslabones de los cárteles, sino a la estructura completa. Y no se trata de un combate, en principio, armado.
De ser así, los cárteles del narcotráfico estarían ante el mayor desafío de toda su historia. Si se les acaba la protección, se les dificulta el negocio, un negocio de miles de millones de dólares anuales por el que están dispuestos a todo.
Además, López Obrador ha dicho que no pactará con ellos, que no habrá negociación alguna. Y la aplicación de la ley será irrestricta.
Hoy nueve grandes cárteles controlan el trasiego de drogas. Pero los que realmente mueven el negocio son tres: el de Sinaloa, el de Jalisco Nueva Generación y el del Golfo. Los dos primeros libran una guerra por las mismas plazas, las mismas rutas y los mismos aliados dentro y fuera de las fronteras mexicanas. Probablemente en el mediano plazo, cuando terminen su guerra, esas dos organizaciones volverán a ser una sola.
¿Esos tres gigantes del crimen organizado renunciarán a sus negocios? ¿Buscarán al presidente para intentar negociar? ¿Presionarán con la información que tengan sobre funcionarios civiles y militares que se mantengan en las estructuras de poder? Son inciertos los pasos que darán.
Lo que debe tenerse presente es que están fuertemente armados. En otra entrega hablamos de que sólo durante el sexenio de Enrique Peña Nieto se armaron con 4 millones de fusiles de asalto, fusiles de francotirador, lanzagranadas, ametralladoras y otras armas de fuego de uso exclusivo de las Fuerzas Armadas.
¿La polémica Guardia Nacional (a la que nos referiremos en otra entrega) está pensada para contener la respuesta del narcotráfico ante una persecución real?
Lo que no debe perder de vista López Obrador es que tanto en la Agenda Nacional de Riesgos como en el Plan Militar de Defensa Nacional Conjunto (haciendo de lado las carencias y los equívocos de ambos documentos) se señala al poder del narcotráfico como una de las principales amenazas al Estado mexicano. Probablemente ya ha calculado el riesgo y sabe que aun viajando sin protección y en vuelos comerciales está a salvo.
De cualquier forma, el enfoque que habrá de dar seguirá siendo eminentemente policiaco (y militar) si no va acompañado de la regularización de drogas más allá de la marihuana; de golpear a las estructuras financieras de las organizaciones criminales; de la generación de oportunidades de estudio y trabajo, y sí, del combate a la corrupción.
En suma, su “Cuarta Transformación” debería sacar el problema de las drogas del ámbito de la seguridad (nacional e interior) para colocarlo en el de la salud pública y el desarrollo social. De no hacerlo, estaremos solamente ante una nueva simulación.
Zósimo Camacho
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