Megaobras en Brasil amenaza culturas y ambiente de la Amazonia

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IPS

Central hidroeléctrica y minera de Belo Monte, en la Amazonia de Brasil, la mayor amenaza que indígenas y ecosistema han enfrentado en toda su historia. Pueblos originarios, en riesgo de aniquilación

Altamira, Brasil. La aldea de Miratu, del pueblo indígena juruna, lloró dos veces la muerte de Jarliel: el 26 de octubre, cuando falleció en las aguas del Xingu y ahora por la inundación de su túmulo sagrado por una inesperada crecida del río de la Amazonia brasileña.

El llanto es también de indignación en contra de la empresa Norte Energía, concesionaria de la central hidroeléctrica de Belo Monte, cuya represa determina el caudal de la Volta Grande del Xingu, un territorio 100 kilómetros dividido entre tres municipios, en cuyas riberas se desperdigan cinco aldeas indígenas.

Jarliel Juruna era a sus 20 años un eximio pescador de peces ornamentales, que escasean desde la inauguración de la represa en noviembre de 2015. El buceo cada vez más profundo, para asegurar la fuente de ingresos de su gente, contribuyó al aún inexplicado accidente fatal, sostienen sus hermanos Jailson y Bel.

Además la empresa aseguró que las crecidas allí serían reducidas, ya que el caudal se dividió entre la Volta Grande y un canal construido para alimentar la planta generadora principal de Belo Monte, cerca del final de esa curva del río.

Los hitos indicando hasta dónde llegaría el río fueron sobrepasados en este comienzo de 2017, ante fuertes lluvias en la cuenca y una reducida desviación de las aguas para aprovechamiento hidroeléctrico de la central que será la tercera mayor del mundo en capacidad, cuando esté completada en 2019.

La sorpresiva crecida también provocó pérdidas materiales. Embarcaciones y equipos fueron arrastrados por torrentes. “Mi siembra de mandioca [yuca] fue inundada, aunque en tierras arriba de los hitos”, denuncia Aristeu Freitas da Silva, uno de los ribereños afectados, de Islha da Fazenda.

Pese a ese exceso hídrico, el caserío de 50 familias sufre la falta de agua potable.

 “El río está sucio, tomamos agua de un pozo que nosotros excavamos. Los tres pozos perforados por Norte Energía no funcionan porque se dañó el motor de bombeo el agua, hace ocho meses”, denuncia Miguel Carneiro de Sousa, un barquero contratado por la alcaldía para transportar alumnos desde allí a otra escuela cercana.

En la Islha solo se dictan clases hasta el cuarto de los nueve años de primaria,

Deiby Cardoso, vicealcalde de Senador José Porfirio, uno de los municipios de Volta Grande, reconoció que mantener el abastecimiento de agua es responsabilidad de la alcaldía y prometió reanudarla a fines de abril.

Lo hizo durante la Audiencia Pública promovida por el Ministerio Público Federal (fiscalía general) en la ciudad de Altamira el 21 de marzo, para tratar problemas de la Volta Grande, donde Inter Press Service (IPS) estuvo presente, dentro de su recorrido de una semana por poblados ribereños y aldeas indígenas de ese territorio.

Adueñarse del agua del Xingu para fines energéticos, en desmedro de sus tradicionales usuarios, como indígenas y ribereños, le cuesta a Norte Energía una infinidad de obligaciones y denuncias, donde su rol se confunde a veces con el del Estado, entre los pobladores de su área de influencia, en el norteño estado de Pará.

La empresa debe cumplir un plan de compensaciones y mitigación de impactos sociales y ambientales, con metas “condicionantes”  y se acumulan quejas de incumplimiento.

Islha da Fazenda tenía razones para sus múltiples reclamos en la Audiencia. El puesto de salud está sucio y abandonado, el barco ambulancia tiene el motor roto y la electricidad de un generador propio solo está disponible de las 18:00 a las 22:00 horas.

El vicealcalde asumió los encargos, justificando atrasos por el poco tiempo del nuevo gobierno municipal, posesionado en enero.

Pero teniendo la llave del Xingu, al abrir o cerrar vertederos y activar o no sus turbinas, Norte Energía dicta el nivel de las aguas río abajo, especialmente en la Volta Grande. En la Audiencia pareció claro que lo hacen sin considerar impactos humanos y ambientales.

 “El agua baja y sube de repente, sin aviso”, se queja Bel Juruna, una joven lideresa de 25 años con la que IPS compartió durante la visita a la aldea Miratu, que impresiona por su defensa de los derechos indígenas.

 “Esas oscilaciones abruptas en la cantidad de agua liberada en la Volta Grande produce alteraciones en el nivel del río que confunden la fauna acuática, desorientada por la variación de cotas y de la disponibilidad de ambientes de alimentación y reproducción”, señala el ecólogo Juarez Pezzuti, profesor de la Universidad Federal de Pará.

Son daños adicionales a los del caudal reducido, que será permanente cuando opere normalmente la central hidroeléctrica, acota.

La población ribereña es informada diariamente, por teléfonos instalados por la empresa en muchas casas, sobre el volumen hídrico que entra a la Volta Grande. Pero el dato divulgado, de metros cúbicos por segundo, nada dice a los interesados.

 “La información tiene que ser útil”, añadiendo la altura del río correspondiente al caudal en cada aldea, reclamaron los indígenas a las autoridades presentes en la Audiencia, fiscales, defensores públicos y dirigentes de los órganos ambientales e indigenistas.

Hay “una falla de comunicación” que Norte Energía debe corregir, se consensuó durante la Audiencia, donde no hubo representantes de la empresa.

Seguridad de navegación es otro reclamo de los indígenas Juruna y Arara, que viven en la orilla de la Volta Grande, junto con pobladores ribereños. El represamiento del río agravó los banzeiros (turbulencias), que ya provocaron la muerte de un ribereño al comenzar este año.

Los indígenas requieren embarcaciones grandes, una para cada una de las cinco aldeas, para navegar en el embalse hasta Altamira, la capital del Medio Xingú, sin los riesgos que amenazan a sus pequeñas barcas.

Además piden equipos de apoyo en los tramos más accidentados de Volta Grande, de agosto a noviembre, cuando por el estiaje emergen peligrosas islitas de piedras que dificultan la navegabilidad.

La reducción de los caudales dificultó la navegación en la Volta Grande, tradicional vía de circulación de indígenas y ribereños, intensificando la necesidad del transporte terrestre.

Una carretera de acceso a las vías que conducen a Altamira es una reivindicación prioritaria de los Arara.

“Es una condicionante de la licencia de construcción de Belo Monte, hasta hoy incumplida. Esperamos esa carretera desde 2012”, protesta José Carlos Arara, líder de la aldea Guary-Duan.

Rechaza la entrega de la Base de Operaciones que construyó Norte Energía para que la Fundación Nacional del Indio, órgano indigenista estatal, pueda proteger el territorio indígena. “Sin acceso terrestre no aceptamos la base, porque estará incompleta”, sentencia Arara, apoyado por líderes de las otras aldeas.

Mejorar la protección territorial y la participación indígenas en los comités que acompañan los asuntos indígenas y de la Volta Grande en los programas de compensación y mitigación de los impactos de Belo Monte es otra reivindicación común, presentada en una carta a la Audiencia firmada por los Arara y Juruna.

La necesidad de protección fue enfatizada por Bebere Bemaral Xikrin, presidente de la asociación de los xikrin, de la Tierra Indígena Trincheira-Bacajá.

Desde mediados de 2016 el agua del río Bacajá quedó sucia y provocó mortandad de peces. El motivo es un garimpo (minería informal, superficial) en ríos formadores del Bacajá, en las afueras del territorio xikrin.

Todo podrá agravarse por la abertura de una carretera para incorporar máquinas a la actividad contaminadora, si el Plan de Protección, que debía estar listo en 2011 y que “aún no salió del papel, no se concreta pronto y plenamente”, advierte Bebere Bemaral.

Los xikrin no viven directamente en Volta Grande, pero todo lo que ocurre en ese tramo del Xingu afecta el afluente Bacajá, del que depende ese pueblo, explica.

Los ríos que eran la vida de los indígenas y ribereños se convirtieron en factor de riesgo con la implantación de un megaproyecto hidroeléctrico, al que puede sumarse el proyecto minero Belo Sun, también en los márgenes de Volta Grande.

Mintras, en Ressaca

La decadencia se muestra en las viviendas y las tiendas comerciales cerradas, la poca gente en las calles descuidadas en un domingo del sol fuerte que suele alternarse con frecuentes lluvias en esta época en la Amazonia brasileña.

“Acá aún hay mucho oro”, sostiene Valdomiro Pereira Lima, apuntando al suelo de una fangosa calle del pueblo de Ressaca, para subrayar que la riqueza se extiende por la orilla derecha del río Xingu en su tramo de 100 kilómetros conocido como Volta Grande, y que ella podría recuperar la economía local.

Eso atrajo a Belo Sun, una transnacional minera canadiense, que pretende extraer 60 toneladas de oro en 12 años mediante plantas de separadoras del oro de las rocas, en el mayor proyecto aurífero a cielo abierto del país.

La mina industrial generó una nueva oleada de  temores en Ressaca y río abajo, en una población escarmentada por los efectos de la central hidroeléctrica de Belo Monte, operativa desde fines de 2015 y que estará completada en 2019.

Lima, de 64 años, busca oro desde 1980, cuando a los 27 años dejó la agricultura en Maranhão, su estado natal en el nordeste de Brasil, para aventurarse en los garimpos (minería artesanal e informal) amazónicos.

Pasó por Sierra Pelada, en el norteño estado de Pará, como Volta Gande, que sedujo a cerca de 100 mil mineros en la década de 1980, y el estado de Roraima, en la frontera con Venezuela, antes de asentarse en Ressaca.

Pero el oro que dio origen y prosperidad a la villa, y a otros pueblos o campamentos nacidos en torno a minas aledañas, escaseó en yacimientos de fácil acceso y no logró evitar el deterioro del modo de vida garimpeiro, constata IPS durante la semana que recorrió la Volta Grande y cuando diálogo con todas las partes interesadas.

“Había más de 8 mil garimpeiros en 1992, cuando llegué acá; hoy son sólo de 400 a 500”, reconoce José Pereira Cunha, vicepresidente de la Cooperativa Mixta de los Garimpeiros de Ressaca, Itatá, Galo, Ouro Verde e Ilha da Fazenda, de 53 años.

“Uno conseguía hasta 2 kilogramos de oro a la semana, ahora sólo uno al año”, compara el dirigente, conocido por el apodo Pirulito, por su pequeño tamaño, y minero desde los 17 años, cuando comenzó también en Sierra Pelada.

Pero todo se arruinó después de 2012, cuando policías e inspectores ambientales desataron la represión contra los garimpeiros, expulsando a muchos, recuerda. Además las autoridades mineras no renovaron las autorizaciones de explotación a la Cooperativa, ilegalizando a los mineros que siguen activos en algunas minas.

Decenas de ellos emprendieron acciones judiciales en ciudades lejanas.

“Recurrimos a la justicia para asegurar nuestros derechos”, informa Cunha, que atribuye esa campaña a Belo Sun y a los gobiernos (municipales y estatal) interesados en recaudar más impuestos, ya que las persecuciones empezaron 2 años después que la empresa inició investigaciones sobre potenciales auríferas en la Volta Grande.

La empresa obtuvo en 2014 la licencia previa, que reconoce la viabilidad ambiental de su proyecto. El pasado 2 de febrero la Secretaria de Medio Ambiente y Sustentabilidad de Pará le concedió la licencia de instalación para construir las plantas necesarias.

Pero 2 semanas después la justicia suspendió por 180 días esa licencia exigiendo medidas para reasentar la población afectada y aclaraciones sobre las tierras adquiridas para la minería, supuestamente de forma ilegal.

Belo Sun afirma que cumple todas las condiciones fijadas. La empresa hace catastro de los pobladores del área directamente afectada y los va actualizando, porque “los garimpeiros se van y vuelven”, observa su director, Mauro Barros.

No es indispensable sacar la población, podemos operar incluso manteniendo todos en sus hogares, si lo desean. En el mundo hay minas en actividad al lado de ciudades”, matiza este abogado con experiencia en otras compañías mineras.

Pero aseguró en la sede de la empresa en la cercana ciudad de Altamira, que los reasentados disfrutarán de todos los servicios, acceso al río y apoyo para obtener ingresos. “Queremos desarrollar la región”: por lo menos 80 por ciento de nuestros empleados serán locales, destaca.

La empresa generará 2 mil 100 empleos directos en el auge de la implantación y 526 durante la operación, anticipa. La promesa es de capacitar garimpeiros para la minería mecanizada.

Según cifras de Belo Sun, en su emprendimiento las reservas probables son de 108.7 toneladas de oro y para obtener un gramo del metal se requiere extraer una tonelada de rocas.

Ante temores de que la minería contaminará las aguas del Xingu ya ensuciada y menguada por Belo Monte, Barros descarta ese riesgo. Belo Sun sólo usará agua de lluvia y retendrá sus desechos con total seguridad, promete.

Pero el conflicto con la Cooperativa de mineros, líderes comunitarios e indígenas que viven en Volta Grande ya se activó.

“O Belo Sun nos saca de acá o nosotros la sacamos”, sentencia Cunha, el vicepresidente de la Cooperativa.

El proyecto ya tuvo sus impactos negativos, el pueblo está abandonado, sin recibir las compensaciones de Norte Energía, la empresa concesionaria de Belo Monte, ni los servicios de la alcaldía, porque “sería inútil, ya que se espera que seamos reasentados”, lamenta Francisco Pereira, presidente de la Asociación de Pobladores de Ressaca.

La localidad, habitada actualmente por unas 200 familias, sigue sin saneamiento básico. “El agua sucia se escurre al río, falta agua potable y cancha de deportes, en la escuela el calor es insoportable”, y nada se hará ante la incertidumbre creada por Belo Sun, denuncia Pereira, un garimpeiro de 58 años que sobrevive trabajando como jornalero agrícola.

La incertidumbre y el deterioro llegan también a las cerca de 50 familias de Ilha da Fazenda, un caserío dependiente de Ressaca y separado de ella por 2 kilómetros de un brazo del Xingu. Escolaress de quinto año de primaria en adelante y enfermos sólo son atendidos en el pueblo, transportados en pequeñas embarcaciones.

“En la época buena del garimpo, había decenas de bares en Ilha da Fazenda. Extraían oro en Ressaca y venían a gastar acá”, recuerda João Lisboa Sobrinho, panadero de 85 años, con “sólo 10 hijos” e historia viva del asentamiento isleño.

Yo usaba 50 kilogramos de harina para hacer pan diariamente, ahora máximo tres”, dice delante del horno de ladrillos hecho por su padre en 1952.

“Noventa y cinco por ciento de los pobladores de la isla quieren mudarse”, porque si desaparece Ressaca, no habrá vida posible para Ilha da Fazenda, arguye Sebastião Almeida da Silva, dueño del único comercio de víveres y productos para el hogar.

Más de 20 familias ya dejaron el caserío.

“Sólo saldré de acá si soy la última”, sentencia Adelir Sampaio dos Santos, enfermera de la alcaldía de José Porfirio, el municipio en que se ubica el área minera. “Sólo quedaremos aislados si no nos movilizamos”, dice, llamando a sus vecinos a luchar por escuela, puesto médico, agua y electricidad que hacen falta en el pueblo.

“Con el garimpo en mejores condiciones, apoyado por el gobierno, con bancos oficiales comprando nuestro oro, daríamos vida a las ciudades y pueblos locales, pagaríamos impuestos, quedaríamos todos y prosperaríamos”, arguye Divino Gomes, un agrimensor que ya trabajó con organizaciones ambientalistas antes de convertirse en garimpeiro.

“He visto empresas mineras en otras partes, se llevan toda la riqueza y dejan las crateras, hay que pensar 10 veces antes de aceptar sus proyectos”, concluye.

Las afectaciones en Miratu

El río no murió, pero está enfermo. Sus peces flacos ya no alimentan a los indígenas como antes ni les rinden los ingresos que aseguraban sus compras en la ciudad. Además, se hizo inseguro para navegar.

Un vuelco de la pesca a la agricultura se le ha impuso a los indígenas que viven en la Volta Grande del río Xingu, como efecto del represamiento de las aguas para servir a la central hidroeléctrica de Belo Monte, la segunda mayor de Brasil y tercera en el mundo.

El cambio es más amplio y profundo, es incluso cultural. También el transporte fluvial en pequeñas embarcaciones, cede paso al terrestre especialmente en motocicletas. El río, con sus ciclos, el movimiento constante, deja de ser tan central en la vida de los indígenas.

 “Los peces que comen fruta, como el pacu, van a acabar, porque no tienen que comer. Las frutas caerán en tierra seca”, lamenta Agostinho Pereira da Silva, el patriarca de la aldea indígena de Miratu, donde viven 20 familias del pueblo juruna, con las que IPS compartió más de una jornada.

El pacu (Myloplus e Myleus spp) es la especie de mayor consumo y pesca local. Su alimentación depende de las crecidas del río que durante varios meses inundan orillas, islas, riachuelos y canales naturales (igarapés, igapós), haciendo caer las frutas en el agua.

La hidroeléctrica elimina esas grandes crecidas, al retener las aguas río arriba y desviarlas en su mayor parte por un canal, atajando la Volta Grande, un gran tramo del Xingu en forma de U, para impulsar las turbinas de la planta generadora principal, al final de la curva.

“El sarobal [vegetación fructífera de áreas inundables] está muriendo en los igarapés secos, los peces aparecen con huevas secas”, destaca Jailson Juruna, de 37 años, uno de los 10 hijos vivos de Pereira, que han adoptado el apellido Juruna para afirmar su identidad étnica.

“También el tracajá está flaco o muriendo, porque igual se alimenta de la vegetación en los igapós que se secaron”, acota, refiriéndose a una especie de quelonio, de nombre científico Podocnemis unifilis, importante en la alimentación indígena en la Amazonia.

Ese drama de los pobladores ribereños de la Volta Grande, que no son sólo indígenas, empezó al cerrarse las compuertas del embalse principal de la hidroeléctrica en Pimental, unos 20 kilómetros río arriba de la aldea de Miratu, a fines de noviembre de 2015.

En los 3 meses siguientes, 16.2 toneladas de peces aparecieron muertos, comprobó el Instituto Brasileño de Medio Ambiente, autoridad ambiental que le impuso una multa de cerca de 11 millones de dólares a la empresa Norte Energía, dueña de Belo Monte.

La mortandad de peces ocurrió también antes, durante las obras del represamiento del cauce, de 2011 a 2015, que ensució las aguas río abajo.

Pero con el embalse la situación se agravó porque bajó el nivel del agua en la Volta Grande y porque la gran cantidad de peces muertos asustó a los consumidores, especialmente de Altamira, la gran ciudad cercana con unos 150 mil habitantes.

La población rechaza el “pez enfermo”, un temor que también contribuyó a reducir el pescado en la alimentación de los ribereños, sumándose al factor principal, la escasez de peces.

De 56 por ciento en 2015, índice similar al de los dos años anteriores, la participación del pescado en la alimentación de la aldea Miratu cayó a 36 por ciento en 2016, según el monitoreo hecho por los mismos juruna, a través de su Asociación Yudjá Miratu (AYMIX), el no gubernamental Instituto Socioambiental (ISA) y la Universidad Federal de Pará (UFPA), el norteño estado donde se ubica Belo Monte y la Volta Grande.

Dejó de ser el principal componente en la dieta indígena, perdiendo ante los “productos [alimentarios] de la ciudad”, que subieron de 25 a 52 por ciento, revela la bióloga Cristina Carneiro, doctora de la UFPA que orientó la recolección de datos entre octubre de 2013 y septiembre de 2016.

“Los juruna están perdiendo su autonomía y seguridad alimentaria, teniendo que migrar a la agricultura y buscar trabajo remunerado para asegurar su alimentación. Con ello pierden también su cultura y conocimientos”, evalúa a IPS la abogada de ISA, Biviany Rojas.

La mayor parte de los ingresos monetarios que obtenían los indígenas provenía de peces ornamentales, que también escasean. El esfuerzo adicional para mantener esa actividad fue fatal para Jarliel Juruna, otro hijo de Pereira, muerto a los 20 años, cuando pescaba en octubre pasado.

Ampliar la agricultura, como fuente de alimentos e ingresos, se hizo indispensable para los indígenas de la Volta Grande, sostiene Giliarde Juruna, de 36 años, cacique de Miratu y presidente de AYMIX y hermano de Jailson y Jarliel.

Él mismo ofrece su ejemplo, sembrando arroz, maíz, yuca y frutales, como plátano, acai (palmera amazónica) y cacao, en cerca de 3 hectáreas, pese al poco tiempo disponible entre las tareas de la asociación y el liderazgo de la aldea.

Uno de sus tareas es buscar una empresa, “pero tiene que ser grande, con capacidad”, para prestarles asistencia técnica a los indígenas en la agricultura, como “actividad productiva en que no tenemos experiencia”.

La aldea ya dispone de una “casa de harina” (molino comunitario), para hacer harina de mandioca. “Queremos despulpadoras de frutas”, para vender pulpas, jaleas y dulces de frutas nativas, “que las hay en cantidad en los bosques”, anuncia el cacique.

Otra fuente de ingresos son empleos formales, dentro y fuera de la aldea, que aportan sus sueldos a la comunidad. Dos quedan en la misma aldea, el profesor de la escuela inaugurada en marzo y la enfermera del puesto de salud.

Miratu es la aldea más nueva de las tres existentes en la tierra indígena Paquiçamba, un área de 15.733 hectáreas reservada a los juruna, en el margen izquierdo del Xingu. Se implantó hace 5 años, en parte con ayuda de Norte Energía, la empresa concesionaria de Belo Monte, que construyó la escuelas y el puesto de salud, además de algunas viviendas.

“Antes no comprábamos casi nada afuera, sólo sal. Pero nuestras siembras eran pocas, sólo para comer”, ya que la pesca proveía todo, recuerda Agostinho Pereira o Juruna.

“Tambien se transportaba todo por el río, ahora casi todos tenemos motocicletas, incluso yo que no sé manejarla, pero voy a aprender”, promete a sus 66 años, después de tener 12 hijos, dos ya muertos, incluyendo Jarliel.

Dos automóviles y una camioneta indican la opción forzada de esos indígenas por la tierra, en desmedro de la tradición fluvial.

Pero también hacen el camino opuesto. Yudjá, el nombre de la etnia que están recuperando, al lado de los juruna, quiere decir “dueños del río” en su lengua original, prácticamente perdida en las aldeas de la Volta Grande.

La gran familia que compone Miratu está enviando sus hijos a estudiar con los parientes del Alto Xingu, más de 1 mil kilómetros en línea recta hacía el sur.

Mario Osava/Inter Press Service

[BLOQUE: INVESTIGACIÓN][SECCIÓN: LÍNEA GLOBAL]

 

 

Contralínea 536 / del 24 al 30 de Abril 2017

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