[fullwidth style=”parallax” fullwidth=”yes” background_color=”” background_image=”https://contralinea.com.mx/wp-content/uploads/2015/12/crisis-fiscal-plx.jpg” background_repeat=”no-repeat” background_position=”left top” mesh_overlay=”no” border_width=”1px” border_color=”” padding_top=”20″ padding_bottom=”300″ padding_left=”20″ padding_right=”20″ text_align=”” text_color=””]
Con una mirada inicial, desde el umbral de la catástrofe que apenas había traspasado el país, después del colapso petrolero de 1981-1982, las macrodevaluaciones, la grave recesión, la crisis fiscal y de la deuda externa estatal, y el ascenso al poder de la nueva elite que se encargaría de instrumentar los programas fondomonetaristas, posteriormente conocidos como el Consenso de Washington, las directrices del proceso de redespliegue hegemónico estadunidense, Lorenzo Meyer calificó a esa nueva era como La segunda muerte de la Revolución Mexicana (1992).
En su prognosis, Meyer, al igual que otros analistas, registró cabalmente la morfogénesis nacional. El punto de inflexión histórico en el que saltó por los aires el mítico proyecto posrevolucionario que suspiró por alcanzar el desarrollo y sus promesas de justicia social a través del nacionalismo, la industrialización y la rectoría estatal, y cuyo vació fue usurpado por los bastardos priístas-panistas del porfirismo y los conservadores decimonónicos. Con sus propuestas de “libre mercado”, las reformas estructurales neoliberales, el nuevo vasallaje de la economía local a la internacional, la menor intervención del Estado y su conversión en la guardia pretoriana –los polvos de la vieja guardia rural, los paramilitares del porfirismo– de la maximización de la acumulación de capital y de la tasa de ganancia oligárquica, local y transnacional, a costa de la pobreza y la miseria generalizada.
Fue, después de todo, “una muerte sencilla, justa, eterna”, para usar las palabras del historiador Jorge Aguilar Mora, ya que, de acuerdo con Meyer, los gobiernos del “nacionalismo revolucionario”, los priístas de viejo cuño, no cumplieron con al menos tres claros valores que originaron el movimiento armado y que, por cierto, ya no están en la agenda de los contrarrevolucionarios neoconservadores que los desplazaron del poder, de Miguel de la Madrid a Enrique Peña Nieto: el reclamo maderista de democracia política frente al autoritarismo de Porfirio Díaz; la exigencia de democracia social para la justicia frente a la enorme desigualdad del ingreso; y la defensa de la independencia frente a las tendencias de integración y subordinación hacia Estados Unidos.
Un siglo después, esas y otras razones, bajo la lógica analista de Meyer, permanecen como las verdaderas prioridades nacionales.
Del cardenismo –a cuyo término se considera como la primera muerte de la Revolución Mexicana– floreció su herencia autoritaria. Pero no su legado nacionalista ni el de justicia social. “Con la perspectiva que da el tiempo, vemos que la tarea de hoy es combatir el autoritarismo que se encubrió bajo el manto de la Revolución”.
“Hoy el Poder Ejecutivo –agrega Meyer– es el centro de una enorme burocracia, sumamente conservadora, bastante corrupta y que todo lo subordina en función de una meta: su propia preservación”. “Hoy la Presidencia es parte del problema, no de la solución”.
Como en el pasado nacionalista, el despótico es esencial para el funcionamiento del proyecto oligárquico, neoliberal, proestadunidense y antisocial. Un testimonio reciente de esa aterciopelada forma de ejercer el poder fue ilustrado por el versátil Aurelio Nuño, quien a golpes de garrote diazordasistas le disputa al fracasado Luis Videgaray la futura candidatura presidencial priísta.
Como responsable de la estrategia de comunicación peñista, desde la oficina de la Presidencia, mostró su habilidad por tratar de garantizar la incomunicación de los medios independientes e incómodos. Ignaro en los menesteres pedagógicos, pero responsable de la imposición a cualquier precio de “la corruptora ‘reforma educativa’ del empresariado”, como la calificara Manuel Pérez Rocha, exrector de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, Nuño rápidamente aprendió el método didáctico de la letra con sangre entra, como forma de capacitar a los maestros disidentes, con la ayuda de los aparatos represivos del Estado y los gobernadores, entre ellos el michoacano perredista Silvano Aureoles, quien, como conejo domesticado, brincó al ritmo tocado por el peñista. Su raro talento troglodita, empero, debe reconocerse, fue aventajado por el veracruzano Javier Duarte, señor de horca y cuchillo y candidato a carne de presidio. En la cruzada de domesticación, sus paramilitares, ante la apatía de los militares, aplastaron gloriosamente a un diputado, profesores y reporteros, a los que acusaron de “vender sangre”, entre ella, la derramada por ellos.
Todo un poema pedagógico. En ese estilo de renovación del adiestramiento, con menos presupuesto y más garrote, sigue el turno de los tambores de guerra para las normales rurales, según Nuño.
El parangón histórico va más allá de la permanencia de la violencia sistémica.
La ley de ingresos y el presupuesto de egresos de 2016-2018 significa el reconocimiento del fracaso parcial del proyecto peñista, que se reduce a la simple continuidad neoliberal autoritaria, y, por tanto, la nueva muerte simbólica del priísmo resucitado, a mitad del camino sexenal.
El proyecto peñista se desplomó con la caída de la principal fuente de financiamiento de las finanzas públicas: la producción, las exportaciones y los precios internacionales de los hidrocarburos.
De las promesas de crecimiento, empleo y bienestar no queda ni la nostalgia. Sólo perduran desdibujados los fines que utilizaron aquellos conceptos como coartada, aunque notoriamente desvalorizados: las reformas estructurales. El desmantelamiento, reprivatización y desnacionalización del Estado y su estructura, de los sectores antaño considerados estratégicos, de la economía.
Carece de relevancia que el escenario de dicho proceso cambiara drásticamente y se haya vuelto más desventajoso. El frustrado resultado financiero de la primera fase de la Ronda Uno de la reprivatización petrolera no desalentó la emisión de la segunda etapa, con la que se rematarán nueve bloques para la exploración y extracción en aguas someras del Golfo de México, frente a las costas de Tabasco y Campeche, agrupados en cinco contratos de producción compartida.
No obligará a los peñistas a postergar las subsecuentes subastas. En espera de mejores épocas, las cuales, de llegar, se presentarían después del sexenio actual, hasta el siguiente decenio. Las próximas licitaciones serán peores negocios para México, pues tendrán que darse mayores concesiones a empresas que no operarán en función de los intereses nacionales, sino de su rentabilidad.
La aparición de exfuncionarios priísta-panistas en las pujas, que habían contribuido a destruir la industria petrolera, al igual que otras empresas y sectores públicos, refrendan el mismo principio observado desde 1983: de México y el mundo sólo les interesa someterlos al pillaje. Son parte de un botín.
Nada importa que los ingresos fiscales previstos y las inversiones privadas anunciadas con las concesiones sean irrelevantes, distantes de las cuentas alegres empleadas por los peñistas para justificar las contrarreformas, y de las necesidades de capitales requeridas por el Estado y el crecimiento económico. Primero, porque esos recursos de nada servirán para compensar la pérdida de ingresos petroleros del Estado que empezaron a declinar desde 2013 y se desplomaron a partir de 2014. Es más fácil ajustar del lado del gasto que contar futuros ingresos inciertos. Después, porque, ya no se esperan las tasas de expansión económica de poco más de 5 por ciento en 2017-2018.
Aún más intrascendente es la ruina de Petróleos Mexicanos (Pemex), agobiado por el saqueo fiscal desde el lopezportillismo, el desmantelamiento y la asfixia presupuestaria a la que ha sido sometido desde 1983, a la reprivatización de la industria, su conversión en una “empresa productiva” que obliga a sus funcionarios a acelerar su destrucción, la caída de los precios del crudo de exportación. Abandonada a su suerte, Videgaray recién dijo que el problema es de los directivos y la exparaestatal.
Al cabo, la crisis de Pemex facilita la tarea de acelerar su extinción por inanición, para regocijo de la jauría que la depreda y acecha su muerte para devorar sus restos.
El boquete provocado en la recaudación pública por la pérdida de los impuestos petroleros a partir de 2014 puso, asimismo, de manifiesto los límites de la reforma fiscal “estructural” de ese año.
Esa enésima muda de piel fue calificada por los peñistas –como se ha dicho chocantemente desde 1983– como la “modernización” fiscal integral requerida para consolidar, ahora sí, en un horizonte más amplio, las hojas de balance del Estado.
Por sí misma, sin embargo, la reforma fiscal de las 30 monedas –así la llamó el diputado panista Marcelo Torres, por considerar que los perredistas se “vendieron” a los priístas por esa cantidad y les ayudaron a aprobarla, a cambio de un “fondo capitalino”–, estaba condenada al fracaso. Entre otras razones porque, regresivamente, descansaba más en los impuestos indirectos que en los directos, y por tanto, son altamente sensibles al deteriorado ingreso de las mayorías y su capacidad de compra, al empleo y al ciclo económico.
Es cierto que, escalonadamente, se elevó el impuesto sobre la renta (ISR, de 30 por ciento para los ingresos mayores a 750 mil pesos anuales a 35 por ciento para quienes ganan más de 3 millones de pesos); se impusieron límites a las deducciones; se aplicó una tasa de 10 por ciento a las ganancias bursátiles; amplió la tasa a 7.5 por ciento a las ganancias de las empresas mineras. Esas y otros gravámenes afectan a los sectores de medios y altos ingresos.
Pero sobre todo se privilegiaron los gravámenes al consumo: alimentos basura (sube de 5 a 8 por ciento); el impuesto al valor agregado (IVA, que se eleva de 11 a 16 por ciento en la frontera), que se extiende a la comida para mascotas, la goma de mascar y el transporte foráneo de pasajeros; el cobro del impuesto especial de productos y servicios (IEPS) a las bebidas azucaradas.
Tales cambios, empero, tuvieron un elemento de fondo. Aquellos gravámenes pretenden compensar la recaudación estatal ante la próxima reducción de impuestos que se les cobrarán a las futuras empresas que usufructuarán los hidrocarburos, los cuales serán sensiblemente inferiores a los que han empleado hasta el momento para saquear fiscalmente a Pemex.
Los datos de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público de 2014 muestran los resultados de dicha reforma. De los ingresos totales adicionales recibidos por el gobierno federal con relación a 2013 (184.5 mil millones de pesos corrientes, mmp), el 44 por ciento fue aportado por el IVA; el 19 por ciento por los IEPS distinto de gasolinas y diésel; el 5 por ciento por el ISR. En términos reales, los dos primeros aumentaron 15 por ciento y 52 por ciento. El ISR decreció 2.5 por ciento.
Los ingresos totales reales presupuestarios del sector público apenas aumentaron 0.8 por ciento; los del gobierno federal en 2.7 por ciento. Los tributarios de éste subieron 11.3 por ciento, gracias principalmente a los impuestos al consumo. El ISR aportó 13 mmp, el IVA 110 mmp y los IEPS 119 mmp. En ese orden equivalieron a 5 por ciento, 45 por ciento y 48 por ciento del total. Los no tributarios disminuyeron 9 por ciento, debido a la contracción de los ingresos petroleros en 13 por ciento (derechos, hidrocarburos, sobre extracción de petróleo).
Los ingresos petroleros del sector público cayeron 123 mmp y los del gobierno 81 mmp; 12.7 por ciento y 12.9 por ciento reales menos. En ambos casos, las pérdidas equivalen a 68 por ciento y 44 por ciento de los ingresos totales adicionales ganados.
En 2015 todo se volvió un desastre.
Los ingresos públicos totales corrientes adicionales en enero-septiembre acumularon 183 mmp, monto similar al recibido en todo 2014, 3.4 por ciento más en términos reales. Los quebrantos de los gravámenes petroleros sumaron 319 mmp.
La recaudación total adicional del gobierno federal ascendió a 214 mmp, y 7.1 por ciento más, en términos reales, en cada caso. Los ingresos tributarios fueron por 447 mmp, 30 por ciento real más. De esa cantidad, 208 mmp fueron aportados por el ISR y 188 mmp por los IEPS, el 46 por ciento y el 42 por ciento del total. El primero creció 25 por ciento, en términos reales. El otro, 262 por ciento.
Los ingresos petroleros del sector público se derrumbaron 37 por ciento y los del gobierno federal 48 por ciento; en 319 mmp y 290 mmp. Esas cantidades superan a sus ingresos totales o a los aportados por el ISR y los IEPS.
Lo recursos ganados por la reforma fiscal peñista se perdieron con la despetrolización impositiva, forzada traumáticamente por el mercado.
“Gallinita, gallinita, ¿qué se te ha perdido en el pajar?”.
Desde la segunda mitad de 2014 se inició otra crisis fiscal y, como opción para salir de ella, Enrique Peña Nieto y Luis Videgaray aplicarán en 2016 una política fiscal que recuerda el juego infantil de la gallina ciega. ¿O se prefiere la teoría del loco de Nixon?
El escenario de la política fiscal es incierto, como reconoce en parte Hacienda: el bajo nivel del precio internacional del petróleo y la caída adicional de la exportación de crudo en 91 mil barriles diarios; una débil expansión internacional; el alza de las tasas de interés externas y de los intereses de la deuda pública; un menor flujo neto de capitales internacionales (saldo entre ingresos y egresos); un mediocre crecimiento estadunidense que difícilmente arrastrará vigorosamente al cadáver económico mexicano; una menor expansión de la producción local.
Esas y otras variables condicionarán los ingresos fiscales del Estado, los cuales son precarios.
¿Cuál la propuesta peñista para recuperar los recursos petroleros estatales perdidos?
Pudo fortalecerlos estructuralmente por medio del aumento de los impuestos tributarios progresivamente, la despetrolización de la recaudación; la austeridad y el castigo al derroche y la corrupción de los Poderes de la Unión (y de los gobiernos y congresos locales).
Sin embargo, el peñismo ofreció pura bisutería.
Propuso no crear más impuestos ni elevar los ya existentes, reducir la tasa de retención anual de intereses (de 0.53 por ciento a 0.50 por ciento) a las ganancias financieras y ampliar las deducciones tributarias. Prometió no tocar a los capitales fugados si se repatrian y se invierten en activos fijos, sociedades de inversión o en fideicomisos, permitir la deducción inmediata de inversiones a empresas de menor escala y en sectores estratégicos, y estimular la reinversión de utilidades, entre otras medidas, que ponen en duda el nivel de la recaudación esperada.
Para captar más ingresos fiscales, al ingenioso Videgaray se le ocurrió algo “novedoso”: elevar los precios públicos. La gasolina Magna podría subir hasta 15.97 pesos por litro y la Premium a 15.37 pesos, en 18 por ciento y 6.9 por ciento, respectivamente, con relación a 2015, según el Centro de Investigación Económica y Presupuestaria, de la Cámara de Diputados.
Los precios de la electricidad y de otros bienes y servicios darán sorpresas en 2016.
La tediosa historia repetida: afectar al consumo.
Las ganancias serán para el Estado y las empresas beneficiadas con reprivatizaciones. Las pérdidas para las mayorías.
¿Cuánto espera recaudar el ocurrente Videgaray?
Los ingresos presupuestarios del sector público serán mayores en 116 mmp respecto de 2015 y los del gobernó menores en 333 mmp. Si se les elimina la inflación esperada, en términos reales, en realidad se reducirán 0.2 por ciento y 30 por ciento.
Preocupados ante la pereza mental de Videgaray, y porque con ese ingreso tendría que reducirse el gasto público, los legisladores buscaron hasta por debajo de las piedras y encontraron 17 mmp corrientes para el sector público y 9.3 mmp más para el gobierno federal, 4 por ciento y 0.3 por ciento más, respectivamente.
Con esa cantidad, en términos reales, el primero quedará casi igual al de 2015. El otro sólo caerá en 2.7-2.8 por ciento.
¿Cómo logró esa proeza el Congreso de la Unión?
Con el mismo ingenio de Videgaray. Subieron el precio de la paridad de 15 pesos por dólar a 16.40 pesos por dólar. Así, cuando Videgaray cambie cada dólar que reciba tendrá unos centavos más por cada uno.
No salen las cuentas por culpa del petróleo.
Como se sabe, al juguetón mercado petrolero le gusta dejar en ridículo al doctor Videgaray.
En 2014 propuso un precio medio de 81 dólares por barril (db) y un volumen de exportación por 1.170 millones de barriles diarios (mbd) y ellos terminaron en 86 db –en diciembre cayó hasta 52.36 db–, y 1.142 mbd, lo que afectó a los ingresos totales.
Más sabio, en 2015 propuso un precio de 81 db, aunque se bajó a 79 db, dado que estos seguían cayendo, y una exportación por 1.090 mbd. A noviembre el precio es de 45 db y las ventas externas de 990 mil barriles diarios.
Ante esta realidad, Videgaray refinó el cálculo para 2016: 50 db, y prendió sus velas para que llegue a 57 db en 2018, y una exportación por 1.091 mdb. El Fondo Monetario Internacional supone que la cotización será de 46.4 db y 50.6 por ciento en esos años.
Menores precios y exportaciones provocarán una pérdida por 333 mmp respecto de 2015, y de 284 mmp al gobierno federal. En términos reales 30 por ciento y 39 por ciento menos.
Videgaray se puso serio: ¡menudo problema!
Cavila. Resta. Hace sumas.
Pero rápido le regresó el alma al cuerpo.
Iluminado por un halo divino resolvió el acertijo: el hoyanco petrolero será medio tapado con los ingresos no petroleros. Estos tendrán que aumentar 12.4 por ciento realmente, en 449 mmp adicionales, sin descontar la inflación.
Los ingresos tributarios (ISR, IVA, IEPS y otros) reales del gobierno federal tendrán que elevarse 19.3 por ciento, en 453 mmp nominales. Los no tributarios en 18.4 por ciento, en 473 mmp.
Pese a las sumas y las restas, los ingresos no serán suficientes para financiar un gasto público, además de considerar un endeudamiento neto por 528 mmp.
El gasto neto pagado en 2015 será de 4.664 billones de pesos (bp) y de 4.715 bd en 2016, 51 mmp nominales, o 1.9 por ciento menos en términos reales. El gasto programable, que no incluye el costo financiero de 3.639 bp a 3.530 bp, 109 mmp menos, o 5.9 por ciento real más bajo.
¿Qué pasa si los precios y las exportaciones del crudo, la paridad o la recaudación son distintos a los presupuestados?
Tendrá que aplicarse un recorte más severo. Con un mayor deterioro de las actividades públicas.
De acuerdo a las propias estimaciones de Hacienda, los ingresos tributarios del sector público pasarán de 23.6 por ciento a 21.6 por ciento del producto interno bruto (PIB) entre 2014 y 2018, debido en gran medida al deterioro de las aportaciones petrolera, que se desplomarán en casi la mitad, de 8.3 por ciento a 4.6 por ciento del PIB. Esto debido a que los precios proyectados del crudo serán de la mitad del nivel registrado en 2012 (102 dólares por barril, db).
En el caso del gobierno federal se proyecta que pase de 9.9 por ciento a 13.7 por ciento del PIB, pese a que también se espera la reducción de los ingresos petroleros, de 5.3 a 2.4 por ciento del PIB.
La mejoría en el primer concepto será, supuestamente, compensada por los ingresos tributarios, que deberán mejorar significativamente de 8.7 por ciento del PIB a 12.7 por ciento.
¿Qué garantiza que lo anterior es un escenario meridianamente realista?
Nada.
Los supuestos de la política de ingresos resultan irreales que ni siquiera sirven como buenos deseos: crecimiento estimado, tipo de cambio, ingresos petroleros.
Desde 2014 los peñistas decidieron nadar de a muertito. Como en su momento lo hizo De la Madrid. Sometidos a los dictados fondomonetaristas y de la oligarquía criolla vorazmente especulativa.
Con Peña Nieto y Videgaray el diseño y el ejercicio de la política fiscal se tornaron una especie de juego de la gallina ciega.
Marcos Chávez M*
*Economista
[BLOQUE: ANÁLISIS][SECCIÓN: ECONÓMICO]
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