Tiempo de canallas
Lilian Hellman
Imperturbable en su cruzada contrarreformista neoliberal, el bloque dominante comandado por Enrique Peña Nieto y el salinista Luis Videgaray, su infatigable operador político-financiero –mejor conocido en el argot de los laberintos del poder como el mensajero y el hombre del maletín; el Corre-ve-y-dile que el atlacomulquense emplea para llevar o enviar recados a gobernadores y otros miembros de la elite política, al menos desde 2010, y para recolectar las “cooperaciones” y aceitar la maquinaria de la corrupción institucionalizada con las que premia a los legisladores que aprueban expeditamente sus iniciativas de ley–, aplicó hasta el último minuto de vida la asfixia fiscal, presupuestal y operativa al sector energético.
El bloque fue implacable hasta el último momento. Hasta que los enemigos del pueblo y amigos del dinero y los negocios privados del Congreso de la Unión culminaron el proceso legislativo y cumplieron su tarea asignada, generosamente compensada: doblar a vuelo las campanas por los dos últimos legados que quedaban de la Revolución Mexicana: sepultar a las nacionalizadas industrias petrolera y eléctrica. Hasta que los legisladores inhumaron al cadáver simbólico de ese ciclo histórico que desde hace 31 años les pesaba como una lápida; y, en una parodia del doctor Frankenstein, desenterraron y pusieron a caminar al porfiriano muerto energético reprivatizado y extranjerizado –maquillado de “modernidad” neoliberal– que se creía definitivamente sepultado por el nacionalismo revolucionario.
Así, el hombre del maletín, satisfecho por sus servicios prestados y el éxito alcanzado, ya se siente retribuido con la banda presidencial para diciembre de 2018.
Y, como escribiera el poeta inglés John Donne –citado por Ernest Hemingway–, “nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti”.
Hasta el 12 de agosto, el día en que Enrique Peña oficializó el giro hacia atrás en las manecillas del reloj de la historia, se mantuvo la sistemática destrucción de Petróleos Mexicanos (Pemex) y la Comisión Federal de Electricidad (CFE), con sus perversas secuelas socioeconómicas, políticas y geoestratégicas. Esa política complementa el asalto y la desaparición de la compañía de Luz y Fuerza del Centro y de su respectivo sindicato –uno de los contados democráticos que habían escapado al corporativismo estatal, ejemplificado por aquellas paraestatales–, llevado a cabo por Felipe Calderón, con un método que rememora al decreto Noche y Niebla, aplicado por hordas hitlerianas en contra de sus enemigos.
Hasta el final se mantuvo inflexible la estrategia empleada que llevó a la ruina al sector petrolero y justificó el salto de la historia al vacío de la “contrahistoria” de “los que no poseen la gloria, o de los que habiéndola perdido se encuentran en la oscuridad y el silencio”, como diría Michel Foucault.
Dentro de poco tiempo, Pemex y la CFE, los hidrocarburos y la electricidad nacionales, como otros sectores estratégicos, no serán más que nebulosos recuerdos, sacrificados como despojos, con sabor a sangre, grasa y carne, que nutrirán la voracidad de ganancia rápida. Por medio de los precios especulativos, la sobreexplotación aún más insensata de los recursos y la mezquina y deficiente oferta de bienes y servicios, frente a un Estado enano, impotente, somnoliento, complaciente, y ante una sociedad agobiada.
Hasta que lleguen otros Lázaro Cárdenas y Adolfo López Mateos, o los Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa o Cristina Fernández mexicanos, que recuperen nuevamente tales recursos estratégicos y los vuelvan a poner al servicio de un desarrollo nacional incluyente y más autónomo externamente.
Como anécdota queda el hedor del fango de la sospechosa corrupción que envuelve a las contrarreformas neoliberales, tal y como sucedió con las precedentes, o con las de Argentina, Chile o Perú, que cíclicamente arrojan nuevas camadas de oligarcas –gráficamente, en Chile se conoció como las pirañas a los enriquecidos Chicago Boys arropados por el pinochetismo– y alguno que otro enjuiciado, como Alberto Fujimori.
La danza de los millones de pesos de las “subvenciones extraordinarias” o “especiales” pagadas injustificadamente a los congresistas de todos los partidos –salvo al Movimiento Ciudadano que fue rechazada y denunciada por su coordinador, Ricardo Monreal, junto con Zuleyma Huidobro, legisladora de ese mismo partido– enturbia aún más el sucio proceso que enmarcó la aprobación de las contrarreformas.
La suspicacia aflora porque, curiosamente, las dádivas adicionales otorgadas a los legisladores por el trabajo que ya se les paga más que generosamente, y que en su mayoría realizan negligentemente, cuando la llevan a cabo, fueron entregadas en fechas que coincidieron con la aprobación de las contrarreformas educativa, de telecomunicaciones, fiscal y energética. Al Partido de la Revolución Democrática (PRD) le correspondieron 30 millones de pesos; al Partido Revolucionario Institucional (PRI), 67.5 millones de pesos; al Partido Acción Nacional (PAN), 99.6 millones de pesos; al Partido Verde Ecologista de México o los verdes, 20 millones de pesos; al Partido Nueva Alianza, 8 millones de pesos. Lo anterior nutre las sospechas que ese dinero público fue destinado para ablandar resistencias y comprar conciencias legislativas. Los coordinadores de las fracciones de los partidos utilizan esos recursos de manera discrecional, opaca, sin controles, con una fiscalización dudosa. Es el sistema de “mandarinato legislativo” del que hablan Porfirio Muñoz Ledo y Javier Corral, y que en parte sirve para asegurar la servidumbre del Poder Legislativo ante el Ejecutivo.
La bolsa hacendaria es magnánima. Antes del escándalo, los diputados se aprestaban a asignarse en 2015 un “bono de retiro” por 1 millón de pesos para cada uno.
Una vez balconeada su desvergüenza: ¿renunciarán al “bono”? ¿No cobrarán “ni 1 solo peso”, como en su momento lo hicieron los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, cuando la irritación pública los obligó, “indignados”, a desistir de su socialmente insultante millonario “haber de retiro”, a su pensión vitalicia, pese a que la consideraban “necesaria y justa”? ¿Se mantendrán inflexibles y superarán en su cinismo a los magistrados”?
Ésa es la sustancia que aceita la maquinaria política…que llegó a su excelsa obscenidad con la orgía panista de Puerto Vallarta, en la que participaron ilustres personajes como Luis Alberto Villarreal, Jorge Iván Villalobos o Alejandro Zapata Perogordo. Después de la juerga, los dos primeros perdieron sus puestos de coordinador y vicecoordinador de los diputados de su partido. El otro quizá se despida de su sueño como candidato al gobierno de San Luis Potosí. Algunos han criticado la “doble moral” de la derecha clerical. Pero como dijera Juan Ignacio Zavala, hermano de la esposa de Calderón: “No sé de dónde sacan que en el PAN hay doble moral. En ese partido hace tiempo que dejamos de ser referente de alguna clase de moral”.
Como escribiera el maestro Álvaro Cepeda: “Salvo excepciones, ya no hay políticos, funcionarios ni servidores públicos; tampoco empresarios, patrones ni banqueros… Únicamente tenemos rateros y ladrones enmascarados con esos nombres que abusan del poder gubernamental y del poder económico. Funcionarios y empresarios no se diferencian. Son lo mismo: roban, estafan, timan y saquean con toda impunidad para enriquecerse a costa de la pobreza, el hambre y la miseria de los mexicanos que acumulan desesperación para levantarse –con armas o sin ellas– contra el mal gobierno y los capitalistas” (http://contralinea. info/archivorevista/index.php/2014/08/10/marcelo-ebrard-donde-estan-los-489-millones-de-pesos/).
El paisaje energético es de tierra arrasada, una vez concluida la era del petróleo nacionalizado.
La información más reciente, disponible a junio de 2014, no deja lugar a equívocos. Ante todo, confirma la obstinación de la administración actual por continuar con la salvaje hemorragia impositiva aplicada a Pemex hasta la eutanasia, que volvió a transformar su ganancia operativa antes de su pago en su pérdida crónica. El segundo año de este gobierno será el último de generosa renta petrolera compartida entre el Estado, Pemex y, por añadidura, la sociedad. Hacia delante tendrán que reducir su participación, ya que parte de la renta será repartida con otros invitados al banquete: el capital privado local, las corporaciones trasnacionales y la parasitaria burocracia que se multiplicará. Ya se verá cómo los problemas fiscales del Estado tendrán que ser compensados con la mayor expolición de los bolsillos de las mayorías.
La inversión pública y privada, anticonstitucional y disfrazada de legal, concentrada en la exploración y la explotación de hidrocarburos ha sido inútil para revertir el cuadro de desolación.
En año y medio, la administración federal actual no se cansó de saquear fiscalmente a Pemex, como se hace desde el gobierno de Miguel de la Madrid. Hasta junio de 2014, los rendimientos acumulados de la paraestatal antes del pago de impuestos, sumaron 1 billón de pesos corrientes, y los impuestos pagados a 1.3 billones de pesos. Ello arrojó una pérdida, después de impuestos, por 258 mil millones de pesos. Proyectado para todo 2013 y 2014, cada concepto arrojará números del orden siguiente: 1.4 billones de pesos, 1.7 billones y una pérdida por 346 mil millones. En promedio, los impuestos superaron en 25 por ciento (ver gráfica 1).
Este sexenio podría pasar a la historia como el más voraz en el saqueo de Pemex, después del que encabezó Felipe Calderón, en donde los gravámenes superaron en 10 por ciento a rendimientos. Salvo en 2006 y 2012, por puro accidente, desde 1998, cada año se ha repetido esa historia que explica la tragedia de la empresa y que sus saqueadores utilizaron para justificar la reprivatización y la desnacionalización del sector de los hidrocarburos. Entre 1983 y 1997 sólo le quitaban 95 centavos de cada peso que ganaba antes del pago impositivo.
¿Qué empresa privada puede existir con ese pillaje tributario?
¿Alguien puede imaginarse la existencia de los 35 oligarcas más ricos de México, de acuerdo con la revista Forbes, entre ellos las familias Slim, Bailleres, Larrea, Salinas Pliego, Aramburuzabala, Del Valle, Servitje, Arango o Azcárraga, si pagaran esa tasa de impuestos, sin la manga ancha de la deducción y evasión de impuestos, sin los gravámenes diferidos y perdonados, sin los subsidios recibidos y sin la tolerancia de sus tropelías cometidas en contra de los consumidores?
Esas familias, y un puñado más, entre casi 30 millones de hogares existentes en México, han sido las principales beneficiarias de la destrucción de Pemex.
Cualquier atentado en contra de las fortunas de esas familias hubiera redundado en procesos desestabilizadores, como los que padecieron los odiados Luis Echeverría o José López Portillo, o Cristina Fernández, o golpistas como los sufridos por Salvador Allende, Hugo Chávez, Evo Morales o Rafael Correa.
Es obvio que la pesada carga tributaria sólo ha sido posible mantenerla con la explotación irracional de los hidrocarburos, la sobreproducción, orientada hacia el mercado internacional y la declinación de las reservas de esa materia prima, así como con los problemas generados a Pemex y su capacidad para financiar sus programas de inversión y operativos, y en su necesidad para endeudarse para garantizar su funcionamiento.
Pemex inició el actual mandato con una deuda total por 787 mil millones de pesos, equivalente a 60.5 mil millones de dólares. Al cierre de la primera mitad de 2014 se elevó a 925 mil millones de pesos, o 71 mil millones de dólares. Medida en pesos, se aumentó en 138 mil millones, y en dólares en 10 mil millones. Es decir, subió en 17.5 por ciento.
Con la reprivatización de la industria y la conversión de la paraestatal en “empresa productiva”, su sobrevivencia es sombría, con el riesgo de desaparecer si no se vuelve competitiva en un escenario desventajoso, ya que la nueva política petrolera privilegiará el desarrollo de capital nacional y trasnacional. Sus expectativas están asociadas a cuando menos dos factores: la reducción sustancial de las cargas fiscales para que pueda disponer de los excedentes necesarios para que, por sí misma, pueda financiar su crecimiento; y que el gobierno absorba su deuda. No obstante, Videgaray acaba de anunciar que dicha carga apenas se reducirá de 71.5 por ciento a 66.5 por ciento. En otras palabras, Pemex está condenada a futura indigencia.
El castigo financiero tuvo otro objeto: abrir la participación de la inversión privada a través de los proyectos de inversión de infraestructura productiva con registro diferido en el gasto público (Pidiregas) y otras formas de contratos, que ahora forman parte de la deuda total de Pemex, para tratar de compensar la insuficiencia de recursos.
Es cierto que la inversión total real de la paraestatal aumenta en 1998-2013 a una tasa media anual de 10 por ciento. Sin embargo, ello se debe a la inversión privada, porque el gobierno mantuvo el recorte de la pública.
En términos reales, entre 1982 y 1996 la inversión programable en petróleo osciló entre el desplome y el estancamiento, es decir, estuvo prácticamente paralizada. Ella empieza a recuperarse con la participación privada, cuyos datos sólo se registran en 1997-2008, y la inversión total entre 1997 y 2013 aumenta a una tasa media real anual de 10 por ciento. Sin embargo, la pública cae 2.8 por ciento anualmente entre 1992 y 2008. Es decir, el gobierno cedió al capital privado esa responsabilidad desde 1997.
Pero como se observa en la gráfica 2, el comportamiento de la inversión pública y privada no muestra un proceso de planeación. Sus variaciones anuales reales manifiestan una tendencia errática y decreciente. Sobre todo en lo que se refiere al gasto en refinación, gas y petroquímica básica y petroquímica.
Lo anterior por una sencilla razón: porque la estrategia petrolera privilegió la inversión en exploración y producción, la exportación del crudo, sin un mayor valor agregado. El costo ha sido el sacrificio de las siguientes fases del proceso productivo.
Entre 1993 –cuando se reinició la inversión en Pemex– y 2013, la destinada a la exploración y la producción registró un alza acumulada real de 818 por ciento. En cambio, la de refinación cayó 22 por ciento en 2000-2013; la de gas y petroquímica básica bajó 39 por ciento en 1998-2013; y la de petroquímica en 7 por ciento en 1991-2013. La diferencia en los años de referencia se debe a que se tomaron en cuenta los años en que se observan los niveles máximos de inversión (ver cuadro 1).
En ese sentido, la presencia relativa de cada concepto en la inversión total se modificó sensiblemente. Entre 1991 y 2013, la destinada a exploración y refinación pasó de 57 a 88 por ciento; la de refinación de 24 por ciento a 9; la de gas y petroquímica básica de 1.5 a 1.6 por ciento, aunque en 1997 llegó a equivaler el 9 por ciento; la de petroquímica de 6.5 a 1.6 por ciento.
Por la razón anterior no es extraño que la producción y la oferta interna de gas, petrolíferos y petroquímicos se haya reducido sensiblemente y se haya aumentado la dependencia de las importaciones. Es natural que sus tarifas estén íntimamente asociadas a los cambios del mercado internacional, además de las ganancias de las compras externas realizadas por las empresas privadas y la política de precios impuesta por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.
El discurso oficial siempre ha sostenido que la apertura al capital privado ha sido una necesidad obligada, con el objeto de subsanar las carencias financieras de Pemex y del Estado, aunque rara vez se añade que se debe a cuando menos dos aspectos: a la indiscriminada ordeña fiscal de la paraestatal y a una política deliberada. Con aquellos recursos, se agrega, se busca revertir la caída de la las reservas de los hidrocarburos, de la producción del crudo y sus derivados y de las exportaciones.
Desde luego, nunca se ha dicho sobre el imperativo de instrumentar una estrategia petrolera más racional, la cual tendría, entre otras características, ajustar la producción a las necesidades del mercado doméstico y no del internacional, es decir, de las necesidades estadunidenses, lo que implicaría reducir las exportaciones, privilegiándose a los productos de mayor valor agregado; racionalizar el consumo nacional; y diseñar una política de ingresos del Estado distinta a la petrodependencia fiscal. Ésas y otras medidas aspirarían a salvaguardar las reservas petroleras.
Pero nada de ello ha ocurrido.
La sobreexplotación se evidencia en la caída de las reservas de hidrocarburos, en particular de las probadas, las realmente existentes, y en la reducción de tiempo de existencia (la relación entre reservas y la producción). Las inversiones pública y privada han sido inútiles para revertir esa situación.
Pemex define a las reservas probadas como aquellas susceptibles de explotarse en las condiciones económicas actuales. En este sexenio éstas pasaron de 13.9 mil millones de barriles de petróleo crudo equivalente a 13.4 mil millones. Su duración de vida pasó de 10.4 años a 10.1. En 2000 eran de 25 mil millones de barriles y su lapso de vida estimado de 17 años. Desde ese año dichas reservas se desplomaron 46 por ciento.
La inversión en exploración sólo ha logrado mantener su periodo de duración en 10 años desde 2006.
Las reservas probadas de la región Marina Noreste, que incluye a Cantarell, que en su momento fue la más importante, se desplomaron 54 por ciento entre 2000 y 2014. Las de la región Norte cayeron 52 por ciento y las de la Sur, 27 por ciento. La mejoría registrada en la región Marina Suroeste, en 2.1 por ciento, ha sido insuficiente para compensar la contracción de las reservas (ver gráfica 4).
La declinación de las reservas totales y probadas, y la manera salvaje en que han sido explotados los yacimientos, como el de Cantarell, explican la baja de la producción, en el abastecimiento interno y en las exportaciones de hidrocarburos.
Marcos Chávez M*
*Economista
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