Ivet González/Fabíola Ortiz/Milagros Salazar/IPS/Tierramérica
Cajío, Cuba/Río de Janeiro, Brasil/Lima, Perú. Cuando se extingue una especie (un pez del Caribe cubano, un ave de las selvas brasileñas, por ejemplo), quedan un vacío y muchas incertidumbres. La ausencia puede alterar un ambiente y hasta ser causa de hambre.
“Te lo digo en una frase: todo está reducido”, dice el pescador Lázaro Andrés Gorrín. Él se gana la vida en las aguas oscuras del Golfo de Batabanó, que bañan su humilde poblado, Cajío, al Suroeste de Cuba.
La tradición pesquera, alma de más de 577 asentamientos costeros de este archipiélago caribeño, está en peligro por la caída de las capturas en todo el litoral.
“Ahora nos pasamos todo 1 día para cubrir apenas el fondo de la caja y son bajos los ingresos”, dice Gorrín a Tierramérica, mientras muestra las pocas y diminutas biajaibas (Lutjanus synagris) que atrapó. “Con esto no se puede mantener una familia”, dice su esposa, que lo espera para llevar las presas a casa.
La sobrepesca es la principal causa de la caída de la biajaiba en el Golfo de Batabanó y de la casi desaparición de la cherna criolla (Epinephelus striatus) en toda el área de su hábitat, entre otras pérdidas.
En 1990 se hizo muy evidente el declive, en el que también inciden la contaminación, el aumento de la temperatura del mar y su mayor salinidad, puesto que los represados ríos cubanos vierten menos agua dulce hacia las costas.
Los tamaños de los peces son menores y predominan los de carnes menos codiciadas por la población, indican investigaciones del oceanólogo oceanógrafo Rodolfo Claro.
Por eso Gorrín, de 41 años, y otros pescadores piensan “en serio” irse a ríos, lagunas y represas o migrar a otras formas de subsistencia.
Por ejemplo Roberto Díaz, de 53 años, que sale con Gorrín en un pequeño bote de motor a pescar “a la pita” (con cordel de nailon) y trasmallos rústicos a unas 40 millas de la costa de Cajío.
“Sigo aquí aunque cada día es más difícil obtener buenas ganancias. También existen muchas regulaciones. Está vedada la pesca de varias especies y el uso de algunos artes y métodos de captura”, dice Díaz a Tierramérica.
Hace 15 años, estos hombres de una cooperativa pesquera, salían en balsas y repletaban la nevera todas las jornadas con abundantes biajaibas, pargos, chernas y cuberas, entre otros peces.
Pero Cuba pescó de más entre las décadas de 1960 y 1980.
Sólo en 1985 se capturaron 78 mil toneladas de pescado en la plataforma submarina. Desde entonces, y con la crisis económica que comenzó en la década de 1990, el sector pesquero se redujo y se establecieron prohibiciones para áreas y especies.
En 2012, toda la oferta de pescado incluyendo la acuicultura, fue de 48 mil 498 toneladas. De biajaiba sólo se obtuvieron 1 mil 694 toneladas, y de cherna no hubo más que 26.
En 2007 se prohibieron los chinchorros, un arte de pesca de arrastre con redes de mallas muy finas que depredaban el hábitat marino.
“Los barcos de arrastre y el uso de tranques (sistema de redes en el agua) acabaron con la biajaiba”, dice Díaz.
Como casi no hay empleos en la pesca, aparece la actividad informal que también depreda: de subsistencia, furtiva o legalizada como recreativa.
Montado en una cámara de tractor a modo de balsa, un electricista del municipio de Quivicán, cerca de Cajío, se dedica a pescar los fines de semana para mejorar lo que come su familia. No puede aventurarse a más de 400 metros de la costa, dice a Tierramérica.
“Aunque lo quisiera, no podría dedicarme sólo a esto”, cuenta el hombre, que pide no revelar su nombre. Pescar era una afición desde la infancia, pero hoy tiene otro cariz. “No sé si lo que hago es legal”, apunta.
Se estima que hay unas 8.7 millones de especies que crean las condiciones para que la Tierra sea un planeta habitable. La humanidad sabe muy poco sobre buena parte de ellas. Algunas se extinguen antes de que sepamos que existen. Otras apenas son descubiertas.
Algunos miles de kilómetros al Sur de Cajío, en la Mata Atlántica del Noreste de Brasil, ya no se encuentra el ticotico de Novaes (Philydor novaesi), un pájaro de 18 centímetros y color rojizo como el ladrillo, que fue descubierto en 1979 en el estado de Alagoas.
Por entonces era un ave “relativamente fácil de encontrar” en los bordes de los claros de la selva, dice a Tierramérica la bióloga Tatiana Pongiluppi, coordinadora de proyectos de la conservacionista SAVE Brasil, parte de la alianza mundial BirdLife International.
Los brasileños lo llamaban “limpa-folha-do-nordeste” (limpia-hojas del Noreste), pues se alimentaba de insectos que encontraba en hojas, cortezas de árboles, grietas y detritos. Controles hechos en 1992 y 1998 mostraron que la especie ya era rara. Y fue visto por última vez el 13 de septiembre de 2011, cuando lo filmó el fotógrafo Ciro Albano.
El limpa-folha era importante en el control poblacional de insectos. Además, atraía a observadores de aves de varias partes del mundo, una actividad turística que dejaba ingresos.
En 1998 sólo se hallaron ejemplares solitarios. En 2000 se registraron apenas cuatro en el Centro de Endemismo Pernambuco, un área de gran biodiversidad al Norte del Río San Francisco.
El principal motivo de su ausencia es la deforestación para dar paso a la caña de azúcar, para obtener leña para carbón y madera para la industria mobiliaria, explica Pongiluppi.
Su supervivencia se asocia a ambientes con árboles altos y gran cantidad de bromelias, en cuyas hojas secas el ave encontraba alimento.
La Mata Atlántica fue una región de selvas que se extendían por todo el litoral de Brasil sobre el Océano Atlántico, desde el extremo Norte hasta el Sur, incluyendo porciones del Este de Paraguay y del Noreste de Argentina. Su vegetación original cubría 1.3 millones de kilómetros cuadrados.
Hoy subsiste apenas 7 por ciento de este bioma, que es, sin embargo, una de las principales reservas mundiales de biodiversidad con 20 mil especies vegetales, 849 de aves, 370 de anfibios, 200 de reptiles, 270 de mamíferos y 350 de peces.
Ningún ejemplar de limpa-folha vive cautivo. “Son insectívoros, y no hay técnicas desarrolladas para su manutención y reproducción en cautiverio”, dice Pongiluppi.
En forma oficial, la especie se considera “críticamente amenazada”. La extinción sólo se decreta cuando no quedan dudas de que el último ejemplar ya murió. Y eso puede llevar décadas.
“No podemos afirmar que murieron los individuos avistados en los últimos años porque no tenemos pruebas. Pero esta especie no se registra desde 2011 pese al esfuerzo de ornitólogos y observadores de aves” que han realizado varios viajes para encontrarlo, indica la bióloga. El mismo triste destino espera a otras especies de aves en la misma región.
En Brasil ya se han extinguido siete especies de fauna, dice a Tierramérica el especialista Ugo Eichler Vercillo, del Instituto Chico Mendes de Conservación de la Biodiversidad: una libélula, dos lombrices de tierra, una hormiga, una rana y dos especies de aves.
Acosadas por una meteorología errática y una plaga persistente que diezmó las plantaciones de café, mujeres indígenas de la provincia Lamas, en el Norte amazónico de Perú, prefirieron no echarse a llorar por la desaparición de cultivos que permitían a sus abuelas llevar alimento a la mesa y salieron a rescatarlos.
Las mujeres pidieron apoyo a la Federación de los Pueblos Indígenas Kechwas de la Región San Martín para volver a sembrar dos tubérculos: sachapapa (Discorea trífida) y dale dale (Calathea allouia); una raíz, michuksi (Colocasia esculenta); y la semilla oleaginosa sacha inchi (Plukenetia volubilis).
En varias aldeas “las semillas y tubérculos de estos cultivos habían desaparecido por completo y era necesario adquirirlas en otras comunidades, en algunos casos lejanas”, afirma un informe de la organización humanitaria Oxfam, que prestó apoyo financiero a esta iniciativa desarrollada desde 2011.
En chacras (granjas) de media hectárea se plantó sachapapa, dale dale y michuksi, que demoran 1 año en ofrecer cosecha, combinados con otros alimentos de ciclos más cortos como cacahuate, maíz, frijol y hortalizas.
Los sabios de cada comunidad ayudaron a rescatar los métodos de cultivo y a diseñar un calendario agrícola. Las mujeres, organizadas en clubes de madres, eligieron una coordinadora por cada aldea.
Si bien la idea inicial era satisfacer el autoconsumo, las mujeres percibieron que había en la ciudad de Lamas una demanda de platillos “que cocinaba la abuela”. Mediante ferias y concursos gastronómicos se promovió la rescatada diversidad agrícola.
La comunidad de Chumbakiwi, de unos 330 habitantes, ocupó el primer lugar al presentar en la feria inicial 79 variedades de cultivos.
Cada aldea decidió qué hacer con los ingresos obtenidos. En algunos casos se creó un fondo para adquirir más semillas y seguir conservando.
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