Un predicador a la antigua pronunciando el sermón de los domingos
Milton Friedman, Capitalismo y libertad
La “ocurrencia” desesperada de Rodríguez Zapatero, después seguida por Rajoy –cuyo partido pregona la doctrina del déficit cero desde 2001–, fue ubicar el pago de la deuda estatal como la “prioridad absoluta” para todas las administraciones, por encima del resto de los egresos públicos no financieros. Esto implicó subordinar el gasto social, el de salud, de educación, las pensiones, el empleo, el seguro del desempleo o el productivo a la liquidación puntual de los intereses y el principal de los pasivos externos.
Para echarle sal en la herida, como diría el periodista español Alejandro Bolaños, además, las nuevas leyes “no admiten la iniciativa popular para su elaboración o modificación”.
El castigo del gasto programable y la elevación de los impuestos –y la creación de nuevos– y de los precios públicos tenían, por tanto, una meta clara: reducir el déficit fiscal global, el cual cayó de 11 por ciento a 4.3 por ciento del producto interno bruto (PIB) entre 2009 y principios de 2015 y el primario (la diferencia entre el ingreso y el gasto, menos los intereses), que bajó de 9.6 por ciento a 1.6 por ciento del PIB, según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y la Oficina Europea de Estadística (Eurostat). El propósito es que el primero sea de cero y el otro superavitario para generar los excedentes financieros necesarios para cubrir dicho servicio.
Paradójicamente, la deuda pública total del gobierno español no se reduce. Aumentó de 728 mil millones de euros a 1.1 billón de euros entre 2009 y 2014; del 67 por ciento del PIB a 103 por ciento. La del gobierno central subió de 582 mil millones de euros a 930 mil millones de euros; de 54 por ciento a 88 por ciento del PIB. Esto debido a los créditos obtenidos para evitar la quiebra del zombi sistema financiero.
El ajuste es drástico. Pero para la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional (FMI) es insuficiente. Ellos exigen que el déficit fiscal no supere el 3 por ciento del PIB y que el endeudamiento público no sea mayor a 60 por ciento del PIB. A menos que suceda algo, España necesitará, quizá, un par de años más de sacrificios.
El costo de la política fiscal austera fue la recesión de 2009-2013 (la tasa media real anual fue de -4.5 por ciento) con alto desempleo (su tasa media subió de 18 por ciento en 2009 a 23 por ciento al primer cuatrimestre de 2015, de 2.6 millones de personas a 5.2 millones). Aunque el desempleo de los jóvenes pasó de 847 mil a 755 mil, su proporción dentro del total de este segmento de la población aumentó de 43 por ciento a 53 por ciento. En Europa esos datos desastrosos sólo son superados por Grecia.
El costo político del programa presupuestario antisocial fue la salida de los socialneoliberales del gobierno. Rajoy no tarda en replicar ese destino. Ambos serán derrotados electoralmente por los indignados, arrojados a la oposición con el colapso sistémico del neoliberalismo de 2008-2009 y las subsecuentes medidas autoritarias de la austeridad.
El futuro de la austeridad se vuelve incierto en Grecia y España, sin descartarse el “efecto contagio”.
En el caso de México, lo único que no se les puede objetar a Enrique Peña Nieto y Luis Videgaray es su destreza para allanar el camino a las reformas estructurales neoliberales –entre ellas el desmantelamiento y reprivatización del sector energético–, que sólo han beneficiado a las corporaciones, sin ayudar al crecimiento económico.
Después, como Rodríguez Zapatero, sólo han mostrado una peculiar habilidad para el fracaso y las ocurrencias.
Prometieron crecimiento y, sin embargo, la política fiscal y económica se basa en los cánones de la ortodoxia neoliberal que lo obstaculizan.
La conducción económica, responsabilidad de Videgaray, es un desastre.
Educado en la tradición monetarista y del fundamentalismo del “libre mercado”, y adiestrado en la tijera disciplinaria fiscal y la modernización privatizadora estatal por su paso en tierras de caciques mexiquenses, cuando fue secretario de Finanzas, Planeación y Administración del entonces gobernador Peña Nieto (2005-2009), Luis Videgaray sólo aprendió un par de lecciones. Una es la de la austeridad presupuestaria. Otra es, como diría Yanis Varoufakis, el ministro griego de Finanzas, ayudar a “legitimar la usurpación del poder y la riqueza por parte de un grupo social determinado”, a poner el aparato del Estado en beneficio de los poderosos”. OHL es un buen ejemplo del nuevo trato de los negocios público-privados, y Videgaray algo debe saber… Ese conocimiento ahora lo emplea desde la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.
Por ello, no es extraño que la política económica y fiscal en 2013-2018 sea de astringencia presupuestal, más que anticíclica y promotora del crecimiento, tarea transferida al capital privado.
En 2013 propuso una reducción del gasto público programable real en 1.4 por ciento y se ejerció con retraso entre enero y agosto, comparado con el aplicado en el mismo lapso de 2012. Después lo aplicó precipitada y desordenadamente. Al cierre del año creció 2.8 por ciento; el del gobierno federal en 4.6 por ciento, sin efectos sobre la aletargada economía.
En 2014, con su “reforma” de impuestos extravagantes, dijo que el gasto programable sería contracíclico: 9.4 por ciento. Al final, el del sector público creció 3.6 por ciento y el del gobierno federal 4.5 por ciento.
Con ese presupuesto se estimaba un crecimiento de 3.5 por ciento y 3.9 por ciento en 2013 y 2014. Pero su variación fue de 2.2 por ciento y 2.5 por ciento. El promedio fue de 2.3 por ciento, contra la tasa de 2.4 por ciento de 1983-2012.
A partir de 2015 todo se ha convertido en una tragicomedia.
Se planea un aumento del gasto programable de 0.3 por ciento, el cual se volvería en un decremento en caso que la inflación superase la tasa de 3 por ciento. Pero no será necesario esperar esa desviación. Hacienda adelantó un recorte por 124 mil millones de pesos y otro por 135 mil millones de pesos para 2016, por lo que en este año, con relación al PIB se ubicará en su nivel más bajo en 8 años.
Hacienda también revalúa a la baja su meta de crecimiento. En 2015, de 3.9 por ciento a 3.3-4.3 por ciento. Para 2016, de 4.9 por ciento a 3.3-4.3 por ciento. El Banco de México (Banxico) ha reducido la primera de 2.5-3.5 a 2-3 por ciento, y la segunda de 2.9-3.9 a 2.5-3.5 por ciento.
En parte, el desastre se debe a que Hacienda fue incapaz de observar y analizar la tendencia del mercado petrolero –el alza especulativa de los precios del crudo (2009-2012), su declinación (2012-2014), su colapso a partir del segundo semestre de 2014 y su bajo nivel de 2015, con expectativas inciertas, a raíz de la “guerra de cotizaciones” y la sobreoferta de crudo– y otros factores económicos internos y externos que llevan al endurecimiento fiscal.
En pleno colapso petrolero, Videgaray y sus muchachos planean como si estuvieran frente a otro catarrito carstense. En los Criterios de política económica de 2015 enviados al Congreso de la Unión en septiembre de 2014, estimaban un precio de 81 dólares por barril (db) para la mezcla mexicana de exportación, de 80 db en 2016, de 85 db en 2017 y de 87 db en 2018. En noviembre, el precio aprobado para el presupuesto fue de 79 db, justo cuando éste ya había perdido casi una cuarta parte de su valor en el mercado con relación a junio (cayó de 98.79 db a 75.23 db), era impredecible su “piso” y era ligeramente menor al de la cobertura contratada (76.4 db).
El ajuste oficial en la cotización evidencia que el gobierno aún no se convencía de esa nueva realidad que percibía como transitoria y se escapaba caprichosamente a su designio y raciocinio.
Ahora estiman un precio del crudo de 50 db para 2015 y de 55 db para 2016. Sobre ese supuesto proyectan el páramo fiscal que caracterizará lo que resta del peñismo.
La tesis de doctorado en economía de Videgaray, de 1998, obtenida en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, versa sobre La respuesta fiscal a los choques petroleros (The fiscal response to oil shocks).
Por lo visto, merced a la actual crisis petrolera, Videgaray no encontró la respuesta fiscal adecuada para tratar de adelantarse preventivamente a esa conmoción y, por añadidura, tampoco halló las opciones pertinentes que, en la medida de lo posible, permitieran sortear sin graves daños sus secuelas perniciosas. No obstante es doctor, es secretario de Estado, y al parecer sueña con la herencia presidencial.
El derrumbe de los precios del crudo y la pérdida de esos ingresos lo tomó desprevenido y lo forzó a actuar después del diluvio como canguro lampareado.
Las soluciones que ha encontrado no son doctoralmente originales. Son triviales. Una es la recuperación del ajuste fiscal tradicional recomendado por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y cuyos efectos recesivos y antisociales son conocidos desde la década de 1980, cuando éstos programas se impusieron intensivamente a escala mundial. Es decir, el recorte del gasto público en el monto necesario para ajustarlo al nivel de ingresos disponibles, afectados por la caída de los recursos petroleros, y al equilibrio fiscal.
Según Fernando Galindo, subsecretario de Egresos, se busca “un déficit público decreciente” que alcance su “equilibrio en 2017”. En 2014 fue de 1.5 por ciento del PIB, excluyendo las inversiones de Petróleos Mexicanos (Pemex), y se espera que baje a 1 por ciento del PIB en 2015, y a 0.5 por ciento del PIB en 2016.
En lo que resta del sexenio, por tanto, privará la austeridad.
La coartada para justificar el ajuste es tediosa: “Atemorizan con que el gasto público y déficit son causas de la inflación y la recesión, lo que exige disminuir los subsidios y reducir la expansión fiscal en las cuentas referidas al empleo público, salarios y cobertura previsional. Ése es el recorrido”, dice el economista Alfredo Zaiat.
Como dice el economista Alejandro Nadal: “La austeridad fiscal, el brutal recorte del presupuesto, tiene por objeto principal calmar las inquietudes de los dueños de las reservas”, es decir, los inversionistas. “La retórica de que el gobierno es como cualquier familia y no puede vivir por arriba de sus recursos es falsa. Ninguna familia tiene la capacidad de recaudar ingresos tributarios. En el fondo, la austeridad fiscal sacrifica la economía real y sólo sirve para que la economía mexicana siga manteniendo su función de espacio de servidumbre financiera”.
Videgaray nunca podría ser ministro de Finanzas del griego Alexis Tsipras o la argentina Cristina Fernández, renegados de la austeridad neoliberal y militantes del activismo fiscal keynesiano, que desafía la ortodoxia de las finanzas y busca ampliar la autonomía restringida de la política económica.
A su falta de creatividad, Videgaray añade un aderezo ocurrente: el llamado “presupuesto base cero” (PBC), el cual no es una propuesta innovadora; de mejor calidad demostrada en otros países donde se hayan aplicado.
Jorge E Dávila, de la Confederación de Cámaras de Comercio, dijo en 2010: “Ya no queremos el incremento de tasas impositivas, vamos por la revisión de los egresos de los gobiernos. [Queremos] presupuestos base cero y no inerciales”. Ello pese a que Claudio X González, “el energúmeno que estigmatiza a los maestros, desacredita la enseñanza pública e intimida a quienes no se supediten a su agenda y sus deseos” (Luis Hernández Navarro dixit), reconoce en ese momento que la experiencia internacional ha dejado resultados mixtos.
¿Qué es el presupuesto base cero? Es la revaluación, la “reingeniería” de “cada uno de los programas y gastos, partiendo siempre de cero”. El presupuesto “se elabora como si fuera la primera operación y se evalúa y justifica el monto y necesidad de cada renglón del mismo. Se olvida del pasado para planear con plena conciencia el futuro”. Se basa “únicamente en las expectativas para el año siguiente, sin referencias a los años anteriores, sin base de datos históricos”, en nuevas operaciones [diferentes] a las habituales de la empresa. Significa “la reorientación de los recursos con mayor efectividad”, según el Centro de Estudios de las Finanzas Públicas de la Cámara de Diputados.
Será un simpático presupuesto históricamente amnésico. “Es como decir borrón y cuenta nueva y volvemos a asignar todas las prioridades de gobierno asignándoles cierto tipo de presupuesto dependiendo de las prioridades que se presentaran”, dice Sunny Villa, del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria (CIEP).
Como se sabe, el PBC (zero base-budgeting), visto por Videgaray como la panacea, fue inventado por Peter A Pyhrr a finales de la década de 1970 y lo aplicó en la empresa Texas Instruments. Después fue adaptado en otras corporaciones con resultados diversos, los cuales han sido mitificados. Sobre todo a partir de que Jimmy Carter lo convirtiera en moda al aplicarlo en el estado de Georgia, del cual fue gobernador (1971-1975). Pyhrr fue contratado para diseñar el presupuesto base cero.
Carter dijo que logró un ahorro por más de 55 millones de dólares en el cuatrienio, monto nada espectacular. Sin embargo, en 2004 alguien aclaró que, en realidad, el ahorro fue de apenas de 5 millones de dólares, si a aquella cantidad se le restan los costos de la elaboración de los presupuestos bajo la nueva figura (Steven F Hayward, “The real Jimmy Carter”, Regnery Publishing, 2004). Como presidente (1977-1981), Carter quiso imponerlo en el terreno federal, pero a menudo los costos administrativos y de gestión no compensaban los ahorros. Cuando Reagan llegó a la Casa Blanca lo desechó.
La técnica presupuestal inercial, es decir, su variación anual según la inflación y los recursos disponibles por programas definidos o de PBC va de la mano de la política. No es neutral. En realidad, la primera es un instrumento de la segunda que define los objetivos e instrumentos de la política económica; la prioridad de los diferentes conceptos del gasto público, en el corto y largo plazo; la manera en que se obtendrán los ingresos para financiar los egresos; la existencia o no del equilibrio de las finanzas estatales; la relación de la política fiscal con el resto de los programas económicos.
Más allá de las dificultades técnicas que implicará su aplicación en México (evaluación, definición de programas y paquetes y su costo-beneficio, recursos que se destinarán y la supervisión de su ejercicio, el papel de los operados, etcétera), en los tres niveles de gobierno, el federal, estatal y el municipal, vale la pena destacar otros hechos relevantes, de evidente contenido político, que los peñistas pretender oscurecer.
Uno de ellos es la pretensión de manejar el PBC como si fuera una empresa y Videgaray su gerente (aunque ya lo sea, pero de la Casa Blanca, el FMI y el Banco Mundial), donde todo se reduce a una visión técnica de la política fiscal, cuantitativamente mensurable, por medio de la optimización de la relación costo-ahorro-eficiencia-productividad-beneficio.
Con ese sesgo ideológico-político busca sustituir al Estado como concepto político que involucra una forma de organización social, económica y política, a las instituciones que lo representan, las formas en las que se relacionan los diferentes sectores de la población, entre otros elementos. En la que la política fiscal no es más un instrumento que forma parte de la política económica, cuyos objetivos –unos mensurables, otros inmensurables– e instrumentos que emplea para conseguirlos definen la orientación de las políticas del Estado, los compromisos sociales que representan.
Esa oblicuidad tecnocráticamente “inocente” es otra tentación autoritaria que pretende agudizar el control político del Ejecutivo sobre los poderes Legislativo, Judicial y sobre la sociedad. La política fiscal y sus componentes, el ingreso y el gasto público, son resultados de los acuerdos sociales históricos, de compromisos e intereses, cambiantes en el tiempo. Con ese y otros instrumentos se define la relación Estado-mercado-sociedad, las pautas del desarrollo y el ciclo económico, su importancia para la producción, el empleo, los precios. La imposición del neoliberalismo como proyecto de nación implicó la destrucción y sustitución del surgido de la Revolución Mexicana.
La imposición “técnica” del PBC, bajo el principio del “gobierno austero”, como dicen Videgaray o Galindo, representa, asimismo, otra fase de las reformas estructurales neoliberales iniciada en la década de 1980 y que modificó el papel del Estado: la reducción de su tamaño y sus funciones; las privatizaciones de entidades públicas y de sectores estratégicos, la asociación público-privada.
Galindo es claro: “Hoy se nos presenta una oportunidad para poder revisar cuál debe ser el tamaño óptimo del gobierno, acorde a nuestra nueva realidad presupuestal”; todo programa, proyecto y “todas las estructuras administrativas del gobierno” serán modificadas, reducidas, fusionadas o desaparecidas, aun cuando se pierdan empleos. Ya se sabe cómo se vencerán las resistencias.
La disciplina fiscal descansa en un fatalismo: la pérdida de ingresos tributarios y petroleros ante la cual no se puede hacer nada más que resignarse; y en dos principios voluntarios inmodificables: la decisión de no elevar ni inventar impuestos, ni de recurrir al endeudamiento.
El presupuesto base cero y el balance fiscal cero, por tanto, sacrifican el gasto público. En ese sentido, la austeridad se convierte en una indestructible camisa de fuerza para el Estado, Peña Nieto y las promesas de crecimiento, el empleo, el bienestar.
Nada se dice que el problema no es de gasto, sino fundamentalmente de la restricción del lado de los ingresos públicos, como consecuencias de la caída de éstos con relación al PIB en los últimos 32 años. Esto debido a la política fiscal regresiva que redujo las cargas fiscales a las grandes empresas y a los sectores de altas rentas y que no afecta sus mecanismos de elusión fiscal. La ausencia de crecimiento, de bajo empleo formal y de contribuyentes, la menor capacidad de consumo local refuerzan el deterioro de la recaudación, una de las más bajas del mundo.
La petrodependencia fiscal se magnifica ante la vulnerabilidad de los ciclos del mercado petrolero internacional. Los bajos ingresos fiscales sintetizan el fracaso de las sucesivas “reformas fiscales integrales” aplicadas desde 1983.
De manera general, ellas son reflejo de la mecánica de la política económica y del modelo de nación.
Marcos Chávez M*, @marcos_contra
*Economista
[CAPITALES]
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