Como si se tratara de un levantamiento realizado por sicarios del narcotráfico, Fernando Jiménez fue subido a una camioneta tipo pick up la mañana del 23 de septiembre de 2014, eran las 06:00 horas y el día no había aclarado. Encapuchado casi a punto del asfixio, recibía golpes en los costados y era cuestionado sobre el control de la plaza de Vícam y el paradero de Tomás Rojo Valencia, vocero de las autoridades tradicionales de la Tribu Yaqui.
La velocidad con la que corría el vehículo se sentía sobre su pecho: lo habían tirado como un costal de papas en el piso de la parte trasera de la camioneta. Los hombres que lo llevaban no se identificaron al momento de aprehenderlo, vestían de civil y llegaron en vehículos no oficiales.
El camino recorrido los llevó a Hermosillo, directo a las oficinas de la Policía Estatal Investigadora, donde le tomaron sus datos y fue fichado. Al medio día, ya era un preso más del Centro de Readaptación Social (Cereso) 1 de Hermosillo, Sonora.
Había salido rumbo a su trabajo, pero sabía que desde hacía varios días le seguían los pasos. Fue señalado por un halcón, una persona ligada al gobierno del entonces gobernador panista Guillermo Padrés Elías, antagónico a la autoridad tradicional yaqui, dice en entrevista con Contralínea.
Fernando Jiménez, Mario Luna y Tomás Rojo habían sido señalados de secuestro y robo, luego de que participaran en la detención de un hombre que en estado de ebriedad atentó en contra de los manifestantes que habían bloqueado la carretera en oposición a la operación del acueducto. El vehículo y el individuo fueron retenidos por algunas horas, mientras las autoridades tradicionales decidían si ponían a disposición de las autoridades al agresor. Finalmente lo dejaron ir sin más.
Opositores a la operación del Acueducto Independencia –impulsado por los gobiernos de Felipe Calderón y Guillermo Padrés–, que trasvasa agua del Río Yaqui a la ciudad de Hermosillo, Fernando Jiménez, Mario Luna y Tomás Rojo (los líderes visibles de esta comunidad) han sido perseguidos por la justicia estatal; la misma que no se aplicó para detener el megaproyecto hidráulico aun cuando la Suprema Corte de Justicia de la Nación ordenó la suspensión en tanto no fuera consultada la comunidad indígena de más de 32 mil habitantes.
Fernando se presenta como “soldado de tropa” de la comunidad yaqui. Desde 2009 ha sido uno de los férreos defensores de su tierra y del agua que lleva el Río Yaqui a 120 kilómetros de distancia.
Una vez aprehendido, fue “enfundado” en un overol naranja, símbolo de alta peligrosidad en las cárceles. No era de su talla y estaba roto, los demás presos no llevaban ese distintivo y permaneció en un área restringida durante los 3 primeros meses, hasta que llegaron integrantes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) a visitarlo.
“Esa vez salí encadenado de pies y manos y enfundado en ese traje que no llevaban los demás presos. Me quejé del trato distinto porque yo sentí que me humillaba al salir con el overol desabrochado y corto. A quienes se les ponía ese overol era a quienes iban a otras cárceles, yo me imagino que me iban a trasladar a otra prisión porque de eso se trataba: de alejarme de mi familia y del contacto con mi gente, pero no lo lograron”, relata.
“A raíz de la visita del Alto Comisionado de la CIDH [sic] el trato fue diferente, ya tenía acceso [a] llamar por teléfono; antes, si quería comunicarme con mi familia tenía que pagar una cuota a los que traen las llaves, para cualquier cosa tenía que pagar. Sólo salía de mi celda para ir al juzgado o cuando mis abogados o mi familia me visitaban, pero seguía enfundado en el overol naranja.”
La vida en la cárcel es pesada, dice Fernando Jiménez. Tenía que pagar 3 mil pesos mensuales para que no lo “aventaran al vuelo, porque ahí a donde iba a convivir había muchos presos de alta peligrosidad, donde mi integridad iba a estar expuesta; ya había una campaña de criminalización hacia los yaquis; el odio racial se sentía: me decían que nosotros éramos los que le queríamos quitar el agua a Hermosillo, y esa gente usa armas al interior de la prisión: puntas [objetos punzocortantes]”.
A los 6 días de estar preso tenía que estar registrado en los pabellones de arriba, de los nueve que hay en el Cereso. “La mayoría de los pabellones eran de asesinos, drogadictos, y yo tenía que pagar 3 mil pesos para estar cerca del área nueva, donde están los juzgados y la salida al penal. El dinero lo recababa la gente que está en la manifestación, cada mes me enviaban con mi señora o con mi mamá, y yo les pedía que no dejaran de pagar la cuota porque a lo mejor me pasaba algo más feo. Yo estaba en frente de las clínicas y veía cuando pasaban los hombres ensangrentados, golpeados”.
Además de la inseguridad en la que vivía, Fernando pasaba malos ratos con la alimentación. “Llegábamos a comer comida en estado de descomposición. Una ocasión nos llevaron pollo echado a perder, y no quise comer porque detecté el olor”.
Compartía la celda con siete compañeros más: un espacio de 3 metros de largo por 2.5 de ancho. La mitad de esa área estaba ocupada por los búnkeres donde duermen los presos. “Dormíamos en el piso porque hacía mucho calor”, y es que la temperatura llega a rebasar los 50 grados centígrados.
“El espacio era de concreto, con una puerta metálica y sin ventilación; es un infierno, porque yo veía que sacaban gente vomitando. Yo aguanté porque estoy acostumbrado a estar bajo altas temperaturas”, dice el hombre que trabajaba como topógrafo en una empresa denominada Servicios Mexicanos de Hidrología.
“Teníamos un abanico para todos. Y cuando llegaban los de derechos humanos a hacer una investigación, nos sacaban para que vieran que ahí no había hacinamiento: mandaban a algunos a la cocina y ya dejaban entrar a los observadores. Limpiaban todo y a los presos nos gustaba que llegaran porque había comida buena, mole, por decir algo”, platica a Contralínea.
La dieta de Fernando no era muy variada; en el desayuno había avena o arroz con leche, rebajados con agua, y dos piezas de pan blanco; la comida, frijol con maíz y uno que otro hueso que le diera un poco de sabor; la cena, frijol en agua y sal, que los servían medios crudos.
“Nosotros teníamos una parrilla y nuestras familias nos llevaban comida cada fin de semana. Había que estar al pendiente, porque de la pequeña despensa hasta podían robarse el aceite para venderlo a otros. Se robaban hasta la ropa interior o el papel sanitario. Los artículos de limpieza personal eran muy codiciados, pero entre los siete que vivíamos en la celda cuidábamos las cosas”, relata. El cautiverio judicial terminó 11 meses y 4 días después de su detención, a la salida de su pueblo.
Mario Luna fue trasladado al Cereso 2, por estrategia de las mismas autoridades penitenciarias. A él lo arrestaron en Ciudad Obregón, en las mismas condiciones que a Fernando: vehículos no oficiales, hombres armados y sin identificación alguna. Fue trasladado por helicóptero a la ciudad de Hermosillo y liberado el 23 de septiembre pasado.
Tomás Rojo Valencia, vocero de las autoridades tradicionales de la Tribu Yaqui, es otro de los opositores al Acueducto Independencia que tiene una orden de aprehensión en su contra. Lleva varios meses de un lado a otro, sin un espacio estable donde vivir y distanciado de su familia.
La lucha que han tenido por la defensa de su tierra y el agua, expone, ha sido el sinónimo de su existencia en los últimos 500 años. “Ha habido muchos intentos por apropiarse y despojarnos. El primer referente fue el primer contacto con los europeos, pues nuestro territorio era una zona estratégica para formar las divisiones más al Norte, y en el río veían un potencial para poder explotar esas tierras fértiles. En aquella época la Tribu Yaqui sembraba 75 mil hectáreas y abastecía de materia prima y granos al resto de las naciones”.
Otra de las etapas de acoso, relata, es la llamada Guerra del Yaqui, una de las guerras más largas y de las más cruentas y sanguinarias de los últimos años. En la época de Porfirio Díaz se dio el exterminio, despojo y venta de esclavos, una política de Estado. “Díaz es el abuelito de los que actualmente quieren repetir esas políticas con nosotros, y efectivamente, la política de despoblación era el aniquilamiento, el genocidio y la deportación.
“Nos trasladamos a la época actual donde el Acueducto Independencia es uno de los proyectos emblemáticos del despojo que se pretende hacer en todo el país, es un proyecto totalmente ilegal. Cuando se tenía el anteproyecto del acueducto se hicieron siete mesas técnicas entre el gobierno federal, la Comisión Nacional del Agua, el gobierno del estado, la Tribu Yaqui y las organizaciones de productores del Sur de Sonora; uno a uno de los argumentos técnicos se refutaron. Ésa fue la primera derrota que tuvo el acueducto; luego el proyecto fue impugnado en su licitación y la Suprema Corte de Justicia de la Nación ordenó la suspensión, pero nada de eso ha valido para detener el acueducto”, dice el vocero de las autoridades de la Tribu Yaqui.
Rojo Valencia indica que el acueducto ha trasvasado ilegalmente 30 millones de metros cúbicos, hasta abril de este año, y entre las afectaciones es que ninguno de sus pueblos tiene agua potable, sólo agua entubada y de mala calidad.
Represión y judicialización, respuesta gubernamental a todo movimiento social
La criminalización de la protesta social en México, análisis elaborado por Pablo Romo Cedano, del Observatorio de la Conflictividad Social en México, documenta esta práctica:
“Está enmarcada fundamentalmente en un ámbito económico cada vez más complejo y difícil para quienes menos tienen. El gobierno federal continúa la política económica neoliberal impulsando reformas estructurales muy importantes tales como la privatización parcial de la industria energética, la apertura comercial del sector agropecuario de granos básicos, la entrada de semillas y productos transgénicos, la privatización de la seguridad social, la flexibilización de las leyes laborales (precarización), la mercantilización de recursos naturales y la instalación de megaproyectos en comunidades indígenas y rurales pobres del país. Por otra parte llevó a cabo una reforma fiscal que implicó una serie de aumentos en los precios de bienes y servicios, así como en varias tarifas públicas, y forzó a las clases medias a pagar un nuevo impuesto que las grandes compañías eluden.”
Expone que atraviesa por tres fases:
“La primera puede caracterizarse por una tendencia a la negación de la interlocución y a la invisibilización de los conflictos sociales por parte de las autoridades y de los medios de comunicación respectivamente. Así como al no reconocimiento de la legitimidad de los actores sociales en conflicto. En esta fase, por la otra parte del conflicto, se da el inicio de las movilizaciones sociales, se agrupan los elementos que componen el actor social, se afina la demanda y se empiezan a establecer las bases estratégicas para lograr el objetivo.
“La segunda se caracteriza por un escalamiento social de la conflictividad en el que se generan formas de confrontación más radicales. Esto se da como consecuencia de la negación de interlocución y la invisibilización del conflicto.
“El tercer momento se da a partir del cierre de canales de diálogo y el escalamiento en la confrontación. Ahí se genera una tendencia de respuesta por parte del Estado en torno a la represión y judicialización, que tiene como objetivo el desgaste de los movimientos.”
Érika Ramírez, @erika_contra
[BLOQUE: ESPECIALES] [SECCIÓN: ENTREVISTA]
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