Giulietto Chiesa/Red Voltaire
Roma, Italia. En Sochi, durante octubre pasado, Vladimir Putin retomó desde cero las relaciones entre Rusia y Washington. Su discurso estuvo tan bien pensado que subestimar su importancia sería un grave error. Fue mucho más fuerte y, en ciertos momentos, dramáticamente claro con relación al discurso que ya había pronunciado en Múnich en 2007. Durante sus 14 años en el poder, el presidente ruso nunca había ido tan lejos. Esto puede entenderse mejor si seguimos su razonamiento.
Veamos de qué tipo de reset estamos hablando. Putin se había mantenido hasta ahora dentro del esquema de la posguerra fría. Y se había mantenido en ese esquema a la vez porque verdaderamente no tenía otra opción, y también porque, según todo parece indicar, realmente creía en ese esquema, que él veía como útil y realista. Pero la idea de ir más allá a más o menos largo plazo construyendo con Estados Unidos un nuevo sistema de seguridad internacional estaba muy presente en su mente.
Sería un edulcorado eufemismo hablar de tragos amargos al referirse a todo lo que Rusia ha tenido que aceptar sin chistar durante los últimos años, desde la caída del muro de Berlín. Sería mucho más justo hablar de bofetadas recibidas. Rusia fue marginada en la toma de las decisiones importantes a nivel internacional o, en el mejor de los casos, se vio relegada sin miramientos a un segundo plano. Esa era, además, una manera de hacerle entender que no se le tenía en cuenta y que nadie tenía intenciones de modificar esa situación.
Rusia se vio durante todo este tiempo excluida de la gestión de los conflictos en África, ignorada en los debates sobre los problemas financieros, relegada a la lista de espera del “nuevo orden mundial”. Y también fue cruelmente ultrajada durante la guerra en la otrora Yugoslavia, hasta el bombardeo contra Belgrado y la independencia de Kosovo. Se le admitió en la mesa de negociaciones únicamente cuando su presencia era indispensable, como en las conversaciones con Irán y durante la crisis siria.
Peor aún, con los últimos presidentes estadunidenses, desde Bill Clinton hasta Barack Obama y pasando por George W Bush, Estados Unidos maniobró a escala mundial evitando cuidadosamente toda forma de reconocimiento de la zona de influencia de Rusia y paseándose por ese espacio sin ningún miramiento diplomático. Incluso se instaló en toda el Asia central exsoviética, desde Azerbaiyán hasta Kirguistán. Por supuesto, no siempre lo hizo con éxito. Pero lo importante era enviar el mensaje: Washington estaba haciéndole entender a Moscú que no reconocía el peso de Rusia en esa región del mundo.
Y ni hablar de la actitud de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) que, después del fin del Pacto de Varsovia, ha seguido expandiéndose más y más hacia el Este, o de la actitud de la Unión Europea, que también ha ido extendiéndose a todo el Este de Europa hasta absorber territorios que fueron parte de la Unión Soviética, como las tres repúblicas bálticas. Todo ello se ha hecho en violación de los acuerdos, tanto verbales como escritos, que prohibían a la OTAN instalar bases o desplegar armamento en las nuevas repúblicas que fueron incorporándose una por una a la Unión Europea. Esa expansión ha ido acompañada de declaraciones cada vez más alejadas de la realidad de los hechos y según las cuales la expansión de la OTAN no trata de ir cercando poco a poco a Rusia.
Finalmente, están también las operaciones de los últimos años, con la inclusión de la Georgia, de Mijaíl Saakachvili, en las estructuras de la OTAN, la promesa de una futura incorporación a la OTAN, con viento en popa y toda vela, de una cuarta república exsoviética y las presiones y promesas similares que se han hecho a Moldavia. Hay que recordar igualmente la “guerra de Georgia”, que terminó con la aplastante derrota infligida al gobierno de esa república exsoviética después de la masacre de Tsjinval y la intervención de las Fuerzas Armadas rusas para expulsar las fuerzas de Georgia del territorio de Osetia del Sur. El reconocimiento de las repúblicas de Abjasia y Osetia del Sur por parte de Rusia (reconocimiento que Putin no oficializó hasta agosto de 2008) fue el primer indicio de que el Kremlin había decidido decir a Washington “¡Basta!”, aunque si en definitiva lo hizo no fue por propia iniciativa sino obligado por las maniobras adversas.
Todo esto pasó de golpe a un segundo plano con la peligrosa aventura del golpe de Estado de Kiev, donde el presidente Víktor Yanukóvich fue derrocado de forma violenta dando paso al surgimiento de una nueva Ucrania ostensiblemente belicosa y hostil a Moscú. Y todo se hizo no sólo con el consentimiento, sino también con el financiamiento, la supervisión y control estadunidenses de las operaciones en territorio ucraniano, primeramente en el plano político y después en el plano militar.
Es imposible una total comprensión de la síntesis que hizo Putin en Sochi si no tenemos en cuenta todo el conjunto de esos acontecimientos.
Y la conclusión que se impone es la siguiente: el liderazgo estadunidense no prevé ningún tipo de multipolaridad ni ningún respeto por las reglas que deben existir entre socios de un mismo nivel. Ya no existen reglas comunes. Sólo queda el caos, sin ninguna dirección general.
Putin toma nota de ello, sin decirlo explícitamente pero mostrando que ha entendido perfectamente que el verdadero blanco era él mismo, su propia persona. Que las sanciones económicas no buscaban solamente castigar a Rusia sino penalizar a las personas que componen su entorno [de Putin]. Que en los comportamientos y declaraciones de los dirigentes occidentales se discernía claramente la idea de que Putin no representaba a Rusia y que, una vez eliminado Putin, Rusia se alinearía nuevamente.
En otras palabras, Occidente no tiene intenciones de negociar con Rusia mientras Putin esté al mando.
La respuesta de Sochi es totalmente límpida y constituye un punto de no retorno. Está basada en varios elementos fundamentales.
El primero es la idea de que la unidad de Occidente es relativamente precaria. Europa está lejos de formar un bloque compacto detrás de Estados Unidos y sigue siendo un socio, aunque sea con ciertas limitaciones. Las cifras sobre los intercambios económicos y comerciales hablan por sí mismas, al igual que la historia de la posguerra.
Ése es el primer pilar. Podría ser una apuesta que no habrá de renovarse pero es claramente una forma de dejar la puerta abierta a dos posibles escenarios. Putin muestra que sabe perfectamente que la Rusia que tiene en sus manos está asociada de 1 mil maneras al sistema occidental. Incluso durante los 14 años de Putin en el poder, y no sólo en tiempos de Yeltsin, Rusia se ató de pies y manos al destino de Occidente. Es por lo tanto vulnerable y por ello tendrá que pagar el precio, que será sin dudas muy elevado. Putin se encuentra así contra la pared y tendrá que demostrar a sus conciudadanos que es capaz de salir bien parado.
El problema podría resolverse con la crisis política que está atravesando esta Europa. El desgaste de los partidos políticos, prácticamente en todas partes, demuestra que es posible hallar otros interlocutores fuera de los “conservadores” tradicionales vinculados a los partidos socialdemócratas de izquierda, que hoy son todos proatlánticos. La Europa popular está desplazándose hacia la derecha, adoptando una tendencia contra la Unión Europea, antiestadunidense y antiglobalización y converge así hacia el otro pilar que sirve de apoyo a Putin: el del patriotismo, el conservadurismo estatal, los valores tradicionales de la familia, de la educación y el respeto por el pasado. Eso podría traer importantes cambios en el seno de la “familia europea” durante los próximos años.
Hay también un tercer pilar que salta a la vista: el Oriente, China, Irán, el resto del mundo. Es en esa dirección que ha de tornarse el águila bicéfala, si las maniobras de Occidente toman un mal rumbo. Las sanciones –explica Putin– no detendrán a esta Rusia que, como él la describe, se presenta como una entidad que se ha despertado inesperadamente, solidaria y compacta como no lo había estado desde hace varias décadas. Es una especie de preludio de lo que puede ser un gobierno de salvación nacional, que podría contar con la participación de los comunistas encabezados por Guennadi Ziugánov, de los liberales demócratas de Vladimir Zhrinovski y de los nacionalistas –tanto los de derecha como los de izquierda– sin tener para nada en cuenta las diferencias y tendencias [políticas] que pueden verse en Europa y –más generalmente– en Occidente, pero que nunca han tenido verdadero peso en Rusia.
El Estados Unidos “de Obama”, ese Estados Unidos que Moscú ve como presa de una crisis irreversible (ya que, después de Obama, podría venir lo peor de lo peor, con una Hillary Clinton que ganaría las elecciones sobre la base de un programa republicano de los más descabellados que hayan podido verse), ha dejado de ser un socio.
El oso ruso –en esos términos se expresó Putin– no tiene intenciones de abandonar su territorio. No abriga ambiciones expansionistas, pero no por ello está dispuesto a dejarse desplazar.
A esa conclusión ha llegado Putin y así planea organizar la resistencia. Ahora queda por ver si realmente puede llevar a cabo su plan. Y la partida será ciertamente difícil ante este Estados Unidos empeñado en llevar adelante una política de fuerza, sobre todo teniendo en cuenta que ambos protagonistas están contra la pared.
Giulietto Chiesa/Red Voltaire
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