La negativa a incrementar el salario mínimo más allá de la tasa de inflación programada por Luis Videgaray –titular de Hacienda y Crédito Público– y Agustín Carstens –gobernador del Banco de México– para lo que resta del sexenio, 3 por ciento cada año entre 2015 y 2018, +/- 1 punto porcentual, se convirtió en un consenso entre los secretarios del Trabajo y Previsión Social, Alfonso Navarrete, y de Economía, Ildefonso Guajardo; el presidente de la Comisión Nacional de Salarios Mínimos, Basilio González; los dirigentes empresariales Gerardo Gutiérrez o Juan Pablo Castañón; y organismos internacionales, como el Banco Mundial, representado por Augusto de la Torre, su economista en jefe para América Latina y el Caribe.
Sus puntos de acuerdo se resumen en tres aspectos:
a) Un aumento al salario mínimo sustancialmente importante, por arriba de la meta anual de precios fijada, sólo generará inflación, desempleo, informalidad e inestabilidad económica, como ocurrió en la década de 1980, caracterizado como una de las peores crisis desde la Revolución Mexicana de 1910-1917. El desborde de la inflación que provocará terminará anulando el incremento y, al cabo, redundará en un mayor deterioro al poder de compra registrado hasta el momento, el cual, en 2014, equivale a 77 por ciento de su máximo histórico de 1976.
c) Los trabajadores sólo tienen dos opciones: 1) aceptar la disciplina impuesta por las necesidades de la política desinflacionaria y la productividad y la competitividad exigida por el modelo económico, y esperar pacientemente el alumbramiento del paraíso de las vacas gordas prometido. Mientras tanto, tendrán que verse obligados a seguir subsistiendo austeramente en el nada idílico reinado de la pobreza y la miseria. A cambio, como premio de consolación a su martirio, los más depauperados recibirán los subsidios asistencialistas de la mano de Rosario Robles para atemperar sus cuitas; 2) si prefieren la alteración del orden establecido, entonces tendrán que pagar los flamígeros costos, como en el pasado reciente, porque se liberaría al fiero tigre de la inflación, el cual devoraría los generosos aumentos salariales por decreto antes de que los disfrutaran, lo que agudizará la miseria y la pobreza actual.
La cosmovisión de postreras recompensas difusas y de atroces castigos inmediatos invocados por los expertos peñistas y del empresariado, empero, está plagada de más oscuros que de claros. En lugar de despejarlos como versados que se dicen en asuntos económicos, sus atronadores juicios se asemejan más a las palabras sibilinas de magos y profetas.
Por ejemplo, se cuidan de señalar cuánto más deberán esperar los trabajadores para que se inicie el proceso de recuperación del poder de compra perdido de los salarios reales, al menos en el caso del mínimo. A qué ritmo se daría esa mejoría. Cuántos años tendrán que seguir la zanahoria de la restauración de su nivel de 1976, cuando se registró su máximo histórico. Si llegarán o no a verlo en vida los trabajadores que hoy en día sufren cotidianamente las penurias de sus ingresos de hambre, o sus vidas serán sacrificadas en honor del tótem de la inflación, pero en beneficio de sus hijos o sus nietos. O simplemente las generaciones actuales y futuras tendrán que resignarse ante un futuro incierto. ¿Qué recibirían los trabajadores a cambio de su inmolación? ¿Sólo limosnas?
El mismo diagnóstico oficial y empresarial de los ciclos inflacionarios y del estancamiento crónico de la economía, que explica estructuralmente los problemas del escaso empleo formal, el subempleo, el desempleo y la informalidad, es doloso. Considerados como “técnicos”, ni siquiera se han preocupado por demostrar econométricamente que el aumento al salario mínimo propuesto por Miguel Ángel Mancera redundará en el desborde inflacionario. Cuantitativamente, ¿en cuánto estiman que se elevarían los precios: 10 por ciento, 20 por ciento, 30 por ciento?
Su mito de la inflación salarial se reduce a la inflación de sus mitos.
Allí queda el reto de Miguel Ángel Mancera por elevar gradualmente el salario mínimo, el cual no ha tenido respuesta oficial y al que oportunistamente utiliza el Partido de Acción Nacional.
Primero, elevarlo de 67.29 pesos diarios a 82.86 pesos, en 15.57 pesos más (2 mil 485.80 pesos mensuales), en 2015. Con esa cantidad se supone que se podría adquirir la canasta alimentaria, estimada en 1 mil 242.61 pesos por persona en agosto pasado, en el caso de la canasta urbana, y en 868.25 pesos, en el caso de la rural. El precio de esas canastas (incluye bienes como tortilla, pan, sopa, arroz, frijoles, carne de res, pollo, leche, huevo y otros alimentos básicos) es estimado por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) y lo denomina como la línea de bienestar mínimo mensual por persona.
Los economistas que asesoraron a Mancera en la elaboración de la propuesta de Política de Recuperación del Salario Mínimo en México y en el Distrito Federal, afirman que “un aumento a 82.86 pesos diarios incrementaría el nivel de precios alrededor de 0.9 por ciento”, aunque “lo más probable es que el impacto total esté más cercano al 0.5-0.7 por ciento como cota superior. El efecto podría ser aún menor o nulo si las empresas ajustan de otra forma el impacto en el salario mínimo: mayor productividad, menor gasto de entrenamiento. Si sólo afecta a los trabajadores formales, el efecto sería previsiblemente menor a 0.3 por ciento”. Los analistas agregan que los “estudios más elaborados sobre el impacto del salario mínimo en el nivel de precios en Estados Unidos indican que un incremento de 10 por ciento en el salario mínimo ocasiona un aumento de entre 0.4 y 0.9 por ciento en los precios”. En ningún estudio económico moderno se ha encontrado que incrementos en el salario mínimo se trasladen uno a uno al nivel general de precios, ni tampoco sobre el nivel del empleo. Sus “efectos son prácticamente nulos”, pues “terminan diluyéndose”.
A regañadientes, Luis Foncerrada, director del Centro de Estudios Económicos del Sector Privado, reconoce que un alza al salario mínimo en la proporción señalada apenas repercutiría en 1 punto porcentual en la inflación. Pero advierte que si se “contagian los salarios medios, la inflación será hasta de 8 por ciento”.
Carlos Serrano, economista en jefe de BBVA Bancomer, acepta que si el salario mínimo sube en un porcentaje mayor al de los años previos –que no ha sido mayor a 4 por ciento anual–, sí se afectaría a los precios, pero de manera limitada y no por mucho tiempo. Su efecto sería “similar a lo que vimos en la reforma fiscal de enero pasado [cuando aumentaron algunos impuestos]: los precios suben una sola vez y eso no distorsiona la trayectoria” de reducción de la inflación. Considera que la economía mexicana tiene el espacio necesario para elevar el salario mínimo por encima de la inflación, sin afectar el empleo, como ha ocurrido en países como Estados Unidos. Incluso, recomienda elevarlos para abatir la pobreza y la marginación. Pero antes de hacerlo, recomienda desligar de dicho salario otras operaciones relacionadas.
Serrano pasa por alto un detalle: el efecto inflacionario de la reforma fiscal se licuó con una nueva pérdida del poder de compra de los salarios. En cambio, el alza al mínimo lo ampliaría sin una inflación apreciable.
Las posturas de Foncerrada y Serrano son curiosamente discordantes con las del establishment al que pertenecen.
Sin embargo, para la Comisión Nacional de los Salarios Mínimos (Conasami), que en 2013 utilizó 31.6 millones de pesos de su presupuesto para pagar los sesudos “estudios económicos para determinar el incremento en el salario mínimo”, no considera necesario dicho aumento a esa percepción, por inflacionario. Entre 1991 y 2014 la vara que ha medido su alza promedio nominal es de 2.28 pesos por año, 8.17 por ciento más; 54.79 pesos acumulados o 196 por ciento. Esos 23 años coinciden con la regencia de Basilio González en la presidencia de la Conasami. Pero el salario mínimo real observa una pérdida en su poder de compra de 1.5 por ciento anualmente, porque la inflación general fue más alta en el periodo. O de 2.2 por ciento, en promedio, porque el precio de la canasta básica ha sido aún más alto. Con el primer indicador el deterioro acumulado de ese salario es de 36 por ciento. Con el otro se desfonda en 53 por ciento.
Maliciosos por naturaleza, los trabajadores suponen que por ese eficiente trabajo, desde el salinismo, el licenciado González ha sobrevivido a cinco de los seis gobiernos neoliberales priísta-panistas. Piensan que lo pusieron en ese puesto para que, apoyados por los representantes del gobierno, de los empresarios y los charros sindicales, y en sus sabiondos “estudios”, garantice que el aumento en el salario mínimo nominal, salvo raras y accidentales excepciones, sea menor al incremento de los precios; para que el real siempre sea perdedor y se reproduzca la inequidad social, la pobreza y la miseria. Por esa misma razón, como Fuenteovejuna, ellos quieren que todo se negocie dentro de ese organismo. Así también controlarán las alzas de los salarios contractuales.
Al margen de la suspicacia, quizá el problema del licenciado González sólo sea cuestión de sensibilidad. Es probable que sus ingresos no sean los suficientes para satisfacer sus necesidades, en especial las no alimentarias, alguno que otro lujo o frivolidad, pues éstas generalmente son inmensurables, o casi, y siempre se aspira a ganar el máximo inalcanzable. Pero por su cuantía es más complicado que pueda apreciar su deterioro por efectos de la inflación. De todos modos, no lo resentirá, porque, además, recibe un bono de “protección al salario”.
Él y su familia difícilmente viven en la angustiosa estrechez y sienten los fieros arañazos de la bestia del hambre en el estómago, como ocurre con la mayoría de los trabajadores, ganen menos de un salario mínimo o hasta cinco. Su sueldo equivale a 88 veces el salario mínimo antes del pago de impuestos (173 mil pesos mensuales), o 65 veces después de ellos (121 mil pesos). Con éste último puede adquirir 110 de las simpáticas canastas alimentarias de Coneval, o 110 no alimentarias; o 54 de las dos al mismo tiempo. Los gastos de alimentación de su puesto le otorgan algunas opíparas comidas gratis y un ahorro a su gasto.
González es un asalariado. Pero no es un pobretón hambriento. Es de lujo. Como Enrique Peña, Luis Videgaray o Alfonso Navarrete Prida, cuyas percepciones les permiten adquirir 63, 65 y 62 veces ambas canastas, a cada uno. Algunas más, algunas menos, la historia se repite con elite Ejecutiva, Legislativa y Judicial. Claro que, comparado con los ingresos de oligarcas como Carlos Slim, Emilio Azcárraga y demás, son ricos pobres, a secas. Todo es relativo.
Quizá por carecer de pasiones groseras inmediatas como la del hambre, la salud, la vivienda y otras, los hombres del poder pueden anteponer a ellas los caros objetivos mediatos que consideran nacionales, como son la estabilidad de precios o la competitividad. Aunque aún no alcanzan a los segundos, aquellas han sido maniatadas hasta el momento.
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) informa que países como Argentina, Brasil, Chile o Uruguay muestran una mejoría del salario mínimo, que se ha traducido en una caída de la desigualdad, un aumento del empleo y la formalización laboral. En cambio México “es uno de los países de la región donde el salario mínimo no muestra una recuperación en la última década. Si bien a mediados de la década de 1990 se detuvo el sostenido descenso que venía experimentado desde la década de 1980, la última década está pautada por su relativa estabilidad”. Nuestro país es el único de la región en el que tal salario es inferior (0.66 veces) al umbral de la pobreza, mientras que en Costa Rica, por ejemplo, el monto triplica (3.18 veces) el ingreso equivalente a la línea de la pobreza. México “es el único país” en el que “los indicadores de pobreza e indigencia aumentaron”. Alicia Bárcena, titular de la Cepal, agrega que las alzas graduales en el salario mínimo contribuyen a reducir la desigualdad, no tienen efectos adversos significativos en el empleo agregado y fortalecen la demanda interna.
La evolución de los salarios reales es la expresión de la vida indigna del 82 por ciento de los ocupados que no reciben ingresos o ganan hasta cinco veces la percepción mínima. El año de 1976 representa el punto de inflexión de los mínimos. La tendencia ascendente en su poder de compra, iniciada a principios de la década de 1950, que le permite alcanzar su máximo nivel del siglo XX en ese año, se quiebra, e inicia su espectacular desplome. Como bien dice la Cepal, la pérdida más brutal ocurre en 1977-1990 –10.8 por ciento en promedio anual–, justo con las políticas estabilizadoras y de ajuste estructural fondomonetaristas de 1976 y de la década de 1980, y el ascenso al poder de los neoliberales. En 1991-2000 la caída se atenúa a 3.7 por ciento anualmente. En 2001-2014 se observa lo que la Cepal llama eufemísticamente como “relativa estabilidad”, que no es más que la estabilidad –o contención– del poder adquisitivo que como un cadáver flota dentro de un pozo. En ese lapso de “estabilidad” recupera estadísticamente el 0.1 por ciento de su poder de compra anualmente con los precios al consumidor. ¿A cuánto equivale esa mejoría? A 14 centavos reales diarios en el poder de compra, 2 pesos acumulados en 14 años. Pero la ilusión estadística se pierde si el salario se mide con la canasta básica, porque entonces la capacidad adquisitiva se reduce 22 centavos diarios, en 3 pesos acumulados.
Entre 1976 y 2014 el salario mínimo promedio ha perdido el 76 por ciento de poder adquisitivo. Su deterioro ha sido tan dramático que su nivel de 2014 es de alrededor de 30 por ciento menor de su nivel de enero de 1934, cuando fue institucionalizado por el Abelardo L Rodríguez.
El retroceso del salario mínimo es compartido por los contractuales, cuyo valor real de 2014 equivale a la mitad del registrado en 1975, año en que se inició su registro estadístico (ver gráfica 1). La magnitud de la pérdida de los salarios mínimo y contractual reales es la simple evidencia de que sus alzas no son responsables de la inflación.
Supóngase que es real la ilusión estadística de la “recuperación” del poder de compra de 0.1 por ciento anual del salario mínimo de 2001-2014, al igual que la de 0.6 por ciento registrada por el contractual. Acéptese ello son la expresión de la voluntad política de los gobiernos priístas-panistas por mejorar gradualmente el ingreso de los trabajadores. De manera “responsable”. Sigilosa. Para evitar que se despierte la fiera inflacionaria que destruiría la astuta estrategia.
A ese ritmo de tortuga, la recuperación de salario mínimo parecería más ilusoria que la ficción, y hacia el año 2500 apenas recuperaría la mitad de poder de compra perdido entre 1976 y 2014.
Bajo la misma lógica quelónica, los salarios contractuales tendrían mejor suerte. Hacia el 2156 recuperarían su máximo poder adquisitivo de 1987 (263 pesos reales de diciembre de 2010).
Siempre y cuando no irrumpan episodios inflacionarios u otros fenómenos desquiciantes. Porque arruinarían la dilatada y esperanzadora espera de los trabajadores actualmente vivos que tuvieran la suerte o la desgracia de sobrevivir por esas fechas.
El que en 31 años hayan convertido al salario mínimo y medio mexicanos en los peores del mundo no es una expresión de su fracaso, sino de éxito.
Un muestreo de 19 salarios mínimos pagados en América Latina en 2014 ubica al mexicano en el lugar 17, con 4.90 dólares estadunidenses corrientes por día. Sólo supera a Bolivia y a Haití, cuyos pagos son de 4.80 y 2.97 dólares diarios. El salario mínimo promedio regional es de 11.57 dólares, y el mexicano equivale al 42 por ciento de esa cantidad. La percepción mínima en los humildes países de Centroamérica es mejor que la mexicana. Brasil y Argentina aparecen en la cúspide, con 24 dólares 21 dólares, y son 5 y 4 veces más altos que los de nuestra querida nación (ver gráfica 2).
Si en América Latina el salario mínimo mexicano no es cabeza de ratón, dentro de la Organización para la cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) es un auténtico rabo de león, como se observa en el cuadro 1.
En 2013, el mínimo de México ocupa el último lugar de 26 países clasificados, con 83 centavos reales de dólar estadunidense por hora, medido por la paridad del poder de compra (PPC). Hace 13 años era de 82 centavos, por lo que mejoró 1.1 por ciento, el peor desempeño después de los de Austria y Grecia, que decrecieron. Arriba del mexicano se ubican Estonia, con 2.87 dólares, y Chile, con 3.10 dólares. El mínimo promedio real de la zona es de 12.85 dólares, siete veces más que el mexicano. Los pagados en los harapientos España, Portugal y Grecia nos superan en 4-6 veces; el de Luxemburgo, el más alto, es casi 13 veces mayor.
Lo mismo ocurre con el salario medio real por hora por el PPC (la suma de todos los salarios pagados entre el total de los trabajadores que los devengan). En el registro de 30 países, Estados Unidos ocupa el primer lugar con 19 dólares por hora. El promedio es de 12.85 dólares. El de México es de 4.35 dólares y está en el último lugar.
En sentido estricto, el salario mínimo real de México es uno de los peores del mundo, medido en dólares y la PPC. En una clasificación de 152 países, México se ubica en el lugar 119, con 87 centavos por hora. De hecho forma parte de un grupo de dudosa reputación, integrado por 44 naciones, en su mayoría africanas –de América Latina incluye a Venezuela, Haití y República Dominicana–, que pagan menos de 1 dólar por hora. En el fondo están Uganda, Sierra Leona y República Centroafricana, (3 centavos, 6 centavos y 17 centavos). En Ghana, Camerún, República del Congo, Mozambique o Zambia se dan el lujo de pagar unos centavos más que en México. En la cúspide se encuentran San Marino (11.50 dólares), Luxemburgo (11.19 dólares) y Australia (10.96 dólares).
Se dijo que con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) los trabajadores mexicanos estarían felices, porque sus salarios tenderían a converger con los pagados por nuestros socios. Pero sucedió exactamente lo contrario.
Entre 1993 y 2013 el mínimo real por hora de Canadá pasó de 6.48 dólares estadunidenses a 7.85 dólares; aumentó 21 por ciento. El de Estados Unidos subió de 6.76 dólares a 7.11 dólares, en 5.2 por ciento. Sólo el mexicano tuvo mala suerte: cayó de 1.7 dólares a 83 centavos de dólar; es menor en 22 por ciento (ver gráfica 3).
Sin embargo, uno de los propósitos del TLCAN no era precisamente la homologación de los salarios trinacionales. Por el contrario, uno de los discretos encantos para la burguesía local y foránea es justamente los malos salarios pagados en México (por supuesto para los trabajadores), unos de los más bajos del mundo, allende de la frontera imperial estadunidense, complementado con el control gansteril de sus sindicatos y reforzado con la contrarreforma laboral que desmantela los derechos y prestaciones de los trabajadores. Los trabajadores son casi esclavos.
El objeto es mantenerlos a ras de piso. En el proceso de deslocalización y trasnacionalización de la producción, de la acumulación de capital, contribuyen a reducir los costos de producción, vitales para elevar la productividad, la competitividad y la tasa de ganancia.
La existencia de países con salarios como los de México sirve para “disciplinar” a los trabajadores de las metrópolis capitalistas. Ante la amenaza empresarial de retirar sus inversiones a mercados “competitivos”, obliga a los empleados a aceptar percepciones deterioradas y el retiro de prestaciones.
La “globalización” busca igualar los salarios mundiales en el pantano de la pobreza, no en el nivel de bienestar.
Sonrientes, gobernantes y empresarios han restado importancia al mendicante salario mínimo, porque “nadie, o casi nadie”, recibe ese ingreso. Jocoso, José Luis Beato, de la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex) capitalina, dice que “es más una referencia para las multas” que otra cosa.
Lo llamativo del mercado laboral es la tendencia ascendente de los ocupados en más de un salario mínimo hasta tres veces (de 9 millones a 11.5 millones) y la descendente de quienes obtienen por encima de ese ingreso (de 13 millones a 10 millones), dinámica que se repite con los trabajadores asalariados (de 14 millones a 18 millones, y de 9.5 millones a 8.2 millones, respectivamente), como se patentiza en el cuadro 2.
A ese proceso suele denominarse como “la precarización del mercado laboral formal”. Se crean menos plazas y en ellas se pagan salarios cada vez más bajos y con menores prestaciones sociales, legalizadas por la “flexibilidad laboral”, también conocida como contrarreforma laboral, que legaliza esas ilegalidades mutilándolas de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y de las leyes secundarias.
La precarización se refuerza con el mayor desempleo abierto (pasan de 1.4 millones a 2.5 millones de personas; de 3.1 por ciento a 4.9 por ciento de la población económicamente activa). Con el alza de los trabajadores informales (de 12.3 millones a 13.5 millones), aunque otra estimación del Instituto Nacional de Estadística y Geografía la ubica en el 57 por ciento de los ocupados, es decir, 28 millones de personas de 49.5 millones de ocupados. Con una mayor cantidad de personas que abandonaron el mercado de trabajo, pese a que quisieran emplearse. A ellas suelen llamárseles como “población no activa económicamente”. En 2005 sumaban 4.7 millones. A mitad de este año son 6.1 millones.
Globalmente, lo anterior manifiesta la precariedad del mercado laboral, sea formal o informal.
Queda pendiente señalar qué se puede comprar con un salario mínimo, cómo éste perpetúa la miseria, su relación con la productividad y qué ha pasado en otros países latinoamericanos en comparación con México.
Marcos Chávez M*, @marcos_contra
*Economista
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