Marcos Chávez M*
Y en los ojos de los hambrientos hay una ira creciente. En las almas de las personas las uvas de la ira están engordando y se vuelven cada día más pesadas, listas para la vendimia
John Steinbeck, Las uvas de la ira
Como se esperaba, la respuesta del peñismo y de los grupos oligárquicos al acuerdo nacional convocado por Miguel Ángel Mancera Espinosa fue el rechazo, pese a que la propuesta salarial del jefe de gobierno capitalino es tímida. Aun cuando el radicalismo no es su norma ideológica, política y socialmente justiciera, Mancera carece de ella, al igual que lo que se llama izquierda civilizada uncida al sistema político autoritario mexicano.
La iniciativa de Mancera Espinosa no propone eliminar la férrea ley de bronce impuesta desde 1983 por los neoliberales al conjunto de las categorías salariales. No aspira a que el aumento que sugiere sea extensivo a los salarios contractuales. Quizá porque suponga que, de momento, los trabajadores que reciben ese ingreso no lo necesitan en la proporción que busca que se eleven las percepciones mínimas, ya que, acaso, la pobreza no es tan degradante como la miseria. O porque, astutamente, piensa que por algún lado tiene que empezarse a doblegar la razón neoliberal antisocial, y la mejor manera es iniciar con los ingresos del submundo de los subhumanos que perpetúan la indigencia, con el objeto de homologarlos en el escalón de la pobreza de los contractuales, nivel en donde, de todos modos, no podrán satisfacer sus necesidades esenciales.
En la realidad, las diferencias entre los salarios contractuales y los mínimos son cuantitativas. Supuestamente, aquellos obtienen mejores ingresos porque, en contraste con éstos que son fijados por decreto, se negocian “libremente” entre sus sindicatos –la mayoría controlados por la estructura corporativa del Estado y los patronos, y los pocos independientes que quedan se encuentran diezmados, a la defensiva– y los empresarios. Y sus aumentos dependen de la fuerza de sus organizaciones, la situación de la economía y las empresas, la “productividad” o la “competitividad”. Pero si se consideran los resultados obtenidos, sus incrementos muestran sus ataduras de las variaciones de los salarios mínimos, del sindicalismo oficial y de las adversidades económicas y laborales. Entre 1983 y 2014, periodo que comprende el ciclo neoliberal, los salarios contractuales apenas lograron un aumento de 2.37 puntos porcentuales, en promedio, por encima de los mínimos; con el panismo (2001-2012) la diferencia fue de 0.26 puntos, y con el peñismo (2012-2013) de 0.14 puntos, según datos del Banco de México.
Estadísticamente esa elite, sierva de la oligarquía, forma parte del 6.7 por ciento (3.3 millones) de las personas que ganan más de cinco veces el salario mínimo. En sentido estricto, integra el club selecto del 1 por ciento, el 0.1 por ciento, o el 0.000006 por ciento. Esa minoría que el occupy Wall Street (ocupa Wall Street), el Movimiento 15-M o movimiento de los indignados y otros descontentos del colapso sistémico de la “globalización” de 2008 acusaron de tomar las decisiones socioeconómicas y políticas en contra de los intereses de inmensa mayoría de la población, mientras salvaguardaban sus intereses personales.
Las miras de Miguel Ángel Mancera son modestas. Únicamente pretende distender la ley de hierro de los salarios mínimos, calificada por el politólogo Robert Michels como “la ley de hierro de la oligarquía”, o la “ley de bronce económica” (das echerne ökonomishe gesetz), según el socialista Ferdinand Lassalle, quien en 1863 la comparó con las leyes talladas en placas de bronce. David Ricardo, uno de los padres fundadores de la economía burguesa, decía –en su trabajo Iron law of ages, de 1817– que los salarios tienden “naturalmente” hacia el mínimo necesario para cubrir las necesidades de subsistencia de los trabajadores. Para Carlos Marx simplemente la “naturalidad” ricardiana es un proceso social. Es un conflicto de clases. Es parte de la guerra económica entre la burguesía y el proletariado que se manifiesta en la pugna por el reparto del excedente económico generado, en la reducción o el aumento de los salarios o las ganancias capitalistas.
¿Cuál es el “mínimo de subsistencia”? Marx dice: al igual que cualquier otra mercancía, “el valor de la fuerza de trabajo se determina por la cantidad de trabajo necesaria para su producción. Para poder desarrollarse y sostenerse, un hombre tiene que consumir una determinada cantidad de artículos de primera necesidad. Pero, al igual que la máquina, se desgasta y tiene que ser reemplazado por otro”, por lo que “necesita otra cantidad para criar determinado número de hijos, llamados a reemplazarle a él en el mercado de trabajo y a perpetuar la raza obrera”. Asimismo, “es preciso dedicar otra suma de valores al desarrollo de su fuerza de trabajo y a la adquisición de una cierta destreza, en su educación y perfeccionamiento”.
Marx agrega: “el coste de producción de fuerzas de trabajo de distinta calidad es distinto, tienen que serlo también los valores de la fuerza de trabajo aplicada en los distintos oficios. Por tanto, el clamor por la igualdad de salarios descansa en un error, es un deseo absurdo, que jamás llegará a realizarse. Es un brote de ese falso y superficial radicalismo que admite las premisas y pretende rehuir las conclusiones. Sobre la base del sistema del salario, el valor de la fuerza de trabajo se fija lo mismo que el de otra mercancía cualquiera; y como distintas clases de fuerza de trabajo tienen distintos valores o exigen distintas cantidades de trabajo para su producción, tienen que tener distintos precios en el mercado de trabajo. Pedir une retribución igual, o simplemente una retribución equitativa, sobre la base del sistema del salariado, es lo mismo que pedir libertad sobre la base de un sistema esclavista. Lo que pudierais reputar justo o equitativo, no hace al caso…”
Pero una cosa es el valor de la fuerza de trabajo y otra el salario, el precio que se le paga a un trabajador por explotar su fuerza de trabajo –que es la única que crea riqueza– por un determinado tiempo. Al margen de que el sueldo sea o no suficiente para que un individuo pueda adquirir los productos básicos para su subsistencia y la de su familia, para capacitarse, reproducirse, entretenerse.
El salario mínimo legal no es una obra de la caridad capitalista. Se estableció por primera vez en Australia en 1894 como consecuencia de las movilizaciones obreras, a menudo violentamente reprimidas. De esa misma manera, los trabajadores lograron obtener la jornada laboral de 8 horas (recuérdese la revuelta de Haymarketurante de 1886, en Chicago), la mejoría de las condiciones laborales y otras prestaciones sociales.
El llamado Estado de bienestar, con el cual se trata vanamente de presentar a la explotación capitalista con el bienestar social y la democracia, antítesis genéticamente imposible, trata garantizar un salario mínimo, complementado con un ingreso básico, al margen del valor del precio de la fuerza de trabajo y de su patrimonio, y un nivel de seguridad social universal, sin distinción de clase y renta (salud, educación, pensiones, vivienda). Con su participación en la distribución del ingreso, por medio de una política fiscal progresiva (altos impuestos a los que más ganan) y el gasto social, el Estado buscaba legitimar al sistema y desalentar los ímpetus revolucionarios de los trabajadores.
El artículo 3 del Convenio sobre la Fijación de Salarios Mínimos 131, de 1970, de la Organización Internacional del Trabajo, señala que “para determinar” su nivel “deberían incluirse, en la medida en que sea posible y apropiado, de acuerdo con la práctica y las condiciones nacionales, las necesidades de los trabajadores y de sus familias, del costo de vida, de las prestaciones de seguridad social y del nivel de vida relativo de otros grupos sociales” y “los requerimientos del desarrollo económico, los niveles de productividad y la conveniencia de alcanzar y mantener un alto nivel de empleo”. El artículo 2 reza que “los salarios mínimos no podrán reducirse” y que “se respetará plenamente la libertad de negociación colectiva” (www.ilo.org/dyn/normlex/es/f?p=NORMLEXPUB:12100:0::NO::P12100_ILO_CODE:C131).
Los artículos 7 y 11 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la Organización de las Naciones Unidas, del 3 de enero de 1976, consideran un derecho fundamental de los trabajadores y sus familias a una remuneración mínima que les permita un nivel de vida digna, en términos de alimentación, vestido y vivienda adecuados, y a una mejora continua en las condiciones de su existencia, en la seguridad y la higiene en el trabajo, el descanso o el disfrute del tiempo libre (www2. ohchr.org/spanish/law/cescr.htm).
En los artículos 14, 16 y 17 de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, de la Organización de los Estados Americanos, de 1948, se lee que toda persona tiene derecho a un trabajo digno, una remuneración que le asegure un nivel de vida digna para sí y su familia, a la seguridad social que le proteja del desempleo, la vejez y la incapacidad, al descanso, la honesta recreación y el uso de su tiempo libre en beneficio de su mejoramiento espiritual, cultural y físico (www.oas.org/es/cidh/mandato/Basicos/declaracion.asp).
En el apartado A, fracción VI, del Artículo 123 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos se dice que “los salarios mínimos generales deberán ser suficientes para satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia, en el orden material, social y cultural, y para proveer a la educación obligatoria de los hijos” (http://info4.juridicas.unam.mx/juslab/leylab/250/124.htm).
En los artículos 90, capítulo VI, y 94 de la Ley Federal del Trabajo se agrega que una comisión la Comisión nacional de los salarios mínimos (Conasami), integrada por representantes de los trabajadores, de los patrones y del gobierno, se encargará de proteger la capacidad adquisitiva del salario mínimo y facilitar el acceso de los trabajadores a la obtención de satisfactores.
Al justificar la legalización del salario mínimo, el 17 de agosto de en 1934, Abelardo Rodríguez invocó la necesidad de “elevar el estándar de vida de las clases laborantes, pues he sustentado el criterio de que no sólo pesa sobre el hombre la obligación de trabajar, sino que también tiene un derecho indiscutible a percibir un salario que le permita satisfacer sus necesidades, tanto las más apremiantes como aquéllas que lo capaciten para acrecentar su cultura y desenvolver su existencia progresivamente, hasta que no haya un solo trabajador que desconozca el disfrute de una vivienda confortable, de una comida nutritiva y de una indumentaria que lo proteja de las inclemencias del tiempo”.
¿Y qué ha sucedido con el seductor catálogo de buenas intenciones sociales? El diluvio neoliberal arrasó todo.
El fin de la “edad dorada del capitalismo”, la crisis del keynesianismo y la estanflación internacional de la década de 1970, el triunfo de la contrarrevolución neoliberal thatcheriana-reaganiana que se impuso como el credo económico dominante en la siguiente década, el derrumbe del socialismo realmente inexistente y el colapso sistémico de 2008, devastaron el estado de bienestar, las conquistas del trabajo (la “flexibilidad” laboral) y los salarios nominales y reales. La concentración del ingreso y la riqueza y la miseria y la pobreza se acentuaron con las nuevas formas de acumulación salvaje de capital.
Los neoliberales mexicanos, de Miguel de la Madrid a Enrique Peña Nieto, de Pedro Aspe a Luis Videgaray, se han encargado de vaciar el contenido social de la Constitución mexicana y de los acuerdos internacionales asumidos, ante el imperativo de las nuevas reglas de la acumulación capitalista. Además, le enmendaron la plana a David Ricardo. Lograron que la tendencia “natural” del salario mínimo se ubicara por debajo de las necesidades de subsistencia, en el nivel de muertos de hambre.
El desplome de los salarios reales ha sido inducido como forma para redistribuir y concentrar el ingreso y la riqueza, contener la inflación y mejorar la competitividad económica. Esa situación no es un caso aislado. Va acompañado de la contrarreforma laboral, la privatización-mercantilización de los fondos de pensión, la educación, la salud o la vivienda, el gasto público social asistencialista.
Los bajos salarios no son un problema para los neoliberales, salvo cuando se convierte en un problema social. Pero para contrarrestarlo sustituyeron la difusa seguridad social de los trabajadores y de la población por los programas caritativos temporales (sexenales), diseñados para atender las necesidades inmediatas de los marginados. Sin modificar las políticas públicas ni la estructura económica causantes de la exclusión, se busca que su vida sea más llevadera, compensándoles sus carencias.
El altruismo neoliberal descansa en un par de supuestos: la desigualdad social, la existencia de ricos, pobres y miserables son fenómenos “naturales” que siempre existirán; la marginación es una cuestión subjetiva, producto de la falta de voluntad de la población afectada por salir de su trágica situación e integrarse al sistema.
Nadie, empero, debe engañarse. La filantropía no es gratuita. Es un medio de control de varias bandas, destinado a desalentar las conductas sociales y morales indeseables de los beneficiados; suscitar una adicción a la caridad; legitimar los valores sociales y al sistema excluyente; asegurar su mancipación política; tranquilizar a las conciencias de los burgueses gentiles hombres. La mano caritativa normalmente es complementada con la mano dura.
Sin buscar el respaldo popular, posiblemente la propuesta de Mancera quede en el imaginario colectivo como una broma.
No obstante, las respuestas de los neoliberales peñistas dejan en claro que no tienen programado cambiar la política salarial, mientras nadie los obligue por la fuerza, porque no dejan otra salida.
Por ello, tratan de aterrorizar a los trabajadores con las supuestas plagas capitales que llegarían con los aumentos salariales, en las magnitudes aventuradas por Mancera.
Al gobernador del Banco de México (Banxico), Agustín Carstens, le correspondió dar las pinceladas “técnicamente” apocalípticas, según los cánones del rancio monetarismo friedmaniano. A su juicio, un aumento “no económico” al salario mínimo es perjudicial ya que puede provocar tres reacciones “indeseables”: 1) inflación: las empresas trasladarán a los precios finales el pago adicional a los trabajadores, lo que implicará la “derrota” en el “objetivo de aumentar el salario real de las personas”; 2) desempleo: las empresas que no pueden trasladar dicho costo a los precios optarán por despedir a trabajadores o no contratarán nuevos empleados; 3) informalidad: algunos patronos evadirán el nuevo salario mínimo para no pagar la prestación de la seguridad social.
Lo mejor para Carstens es que el salario camine de la mano con la productividad y olvidarse de los disparates del doctor Mancera.
Diletante de la monserga económica de los Chicago Boys, al cabo apenas es un humilde abogado, Alfonso Navarrete, titular de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, hizo señalamientos más casquivanos que los de Carstens: los aumentos deben llegar cuando “maduren” las reformas y el país crezca más de 2.4 por ciento. Sin cumplirse esas condiciones, el alza “seria inflacionario”. Luego agitó el espantajo: México ya vivió el horror de las mejoras salariales divorciadas del crecimiento, lo que generó la inflación, que “destruyó el 75 por ciento del poder adquisitivo de los trabajadores en 30 años”, desempleo e informalidad. Después de esa insensatez dijo que “no está buscando pleitos, sino orientar el debate público”. Si Navarrete tenía que hablar, aunque no tuviera nada que decir sensatamente, a su chalán de la Secretaría, Rafael Avante le ocurrió lo mismo. Él prefirió invocar otros insensatos y manidos recursos: no “politizar” el tema; discutirlo con los factores por las vías institucionales (la Conasami); ajustar el mínimo con la productividad.
Basilio González, de la Conasami, fue más patético: desvincular el salario mínimo empleado como unidad de medida y crear un instrumento sustituto le resulta enfadoso, ya que tendrían que modificarse 145 leyes y 871 artículos. Y él soporíficamente apoltronado. ¿Para qué molestarse en minucias?
El Consejo Coordinador Empresarial, regenteado por Gerardo Gutiérrez, anuncia que lo peor que podría hacer el gobierno es decretar aumentos de 10, 20 o 30 por ciento a los salarios mínimos en 1 año, como se hizo durante el sexenio 76-82, ya que “junto con otras acciones de alquimia económica, que pretendían esquivar la lógica de los mercados, sólo se logró un crecimiento efímero, que a la postre derivó en crisis y dolorosos ajustes para afrontarlas”. Para que haya un incremento a los salarios y mayores empleos se requieren dos factores: estabilidad macroeconómica y crecimiento sostenido. Luis Foncerrada, economista y director del Centro de Estudios Económicos del Sector Privado, sostiene “que si el alza es sólo para quienes ganan un salario mínimo, [éste sólo] repercutiría en un punto porcentual en la inflación; pero si se contagian los salarios medios, la inflación será hasta de 8 por ciento”. Ergo: hay que evitar el riesgo del contagio para despertar a la bestia inflacionaria.
La conclusión es obvia: los trabajadores que reciben el salario mínimo deben aceptar los aumentos nominales que decrete el gobierno y esperar resignadamente que algún día recuperen su máximo histórico de 1976, proceso que podría acelerarse con los pagos adicionales por la productividad. En caso contrario, caerán sobre de ellos las maldiciones capitales: más inflación y la pérdida del poder de compra que quisieron recuperar por la vía falsa del decreto; más desempleo, más informalidad; más pobreza y miseria.
Si se mide el salario real por la inflación de fin de cada año, entre 2000 y 2014, su poder de compra mejoró estadísticamente 0.17 por ciento cada año. Aunque el trabajador no lo crea y mucho menos lo registre en sus cada vez más miserables bolsillos. Si mantuviera en el futuro esa modesta recuperación, es posible que poco antes de 2850 el salario mínimo real sea similar al de 1976. El trabajador actual debe de tener un poco de paciencia y, sobre todo, no tener el mal gusto de morirse antes de tiempo. Si recibiera 2 puntos porcentuales más en su salario por la productividad, entonces quizá sólo sea necesario esperar hacia el 2400 para regocijarse con el milagro.
El problema se complica si al salario nominal se le descuenta el precio de la canasta básica para determinar su poder de compra real. Porque la aparente mejoría de 0.17 por ciento anual se convierte en una pérdida similar; y por desgracia el beneficio de la productividad no aparece por ningún lado.
Como cancerberos del orden neoliberal establecido y con las remuneraciones que se otorgan, los peñistas pueden darse el lujo de ironizar groseramente con los asalariados. En el cuadro anexo puede verse algunos de sus ingresos y compararlos con los salarios mínimos.
La remuneración neta diaria de Enrique Peña Nieto (incluye el salario y las remuneraciones, descontando los impuestos pagados) equivale a 72 salarios mínimos; las de Videgaray a 74; la de Navarrete Prida a 71; la de González Núñez a 62; La de Carstens a 118; la de los subgobernadores del Banxico a 112 veces. Puede decirse que las responsabilidades de tales funcionarios justifican sus percepciones y su diferencial con el ingreso recibido por un trabajador de salario mínimo. Pero eso no justifica su negativa a evaluar seriamente la manera en que se podría iniciar la recuperación del poder de compra de los ingresos de los estratos más bajos de la población.
Sus compensaciones resultan insultantes. ¿Acaso no lo es, por ejemplo, la “ayuda para despensa” del gobernador (26 mil 281pesos mensuales) y los subgobernadores (24 mil 931 pesos) del Banxico, luego de sus percepciones ordinarias mensuales (346 mil 578 pesos y 328 mil 775 pesos, en cada caso)? Sobre todo si se consideran otros apoyos que reciben. Lo que reciben por 1 mes de despensa equivalen a lo que gana en 13 meses un trabajador de salario mínimo.
En el cuadro 2 se comparan los salarios de varios presidentes americanos, medido en dólares estadunidenses, y su equivalencia con los salarios mínimos nacionales, también medido con la moneda estadunidense. Enrique Peña Nieto es el mejor pagado, después de Obama. El ingreso de Peña (15.7 mil dólares mensuales) contrasta aún más si se compara con el del uruguayo José Mujica (12.5 mil dólares), quien dona el 90 por ciento para un programa de viviendas. Mujica sostiene que puede vivir con 1 mil 250 dólares.
Los argumentos empleados por los peñistas para negar un aumento de 23 por ciento al salario mínimo en 2015 como propone Miguel ángel Mancera son puras falacias. Nunca muestran estimaciones sobre el peso relativo del salario mínimo sobre la estructura de costos de las empresas, ni en cuánto se elevarían los precios. Faltan a la verdad cuando señalan que los salarios son los responsables de la inflación pasada, pues sus alzas sólo fueron para compensar la pérdida ocasionada por los mayores precios. Saben que la inflación fue producto de las crisis devaluatorias, de su componente importado, de los precios públicos, de los empresarios. El desempleo y la informalidad son producto de tales crisis y de la incapacidad estructural de la economía para generar los empleos demandados. Los trabajadores informales y los que dejaron de buscar un empleo abandonaron el mercado laboral formal porque simplemente no encontraron nada. Ellos son víctimas no victimarios. Los responsables son los gobiernos priístas-panistas, los empresarios y su modelo neoliberal.
Marcos Chávez M*
*Economista
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